Los ensayos. Temporada 2

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Puede que la segunda temporada no sea tan redonda como la primera. O puede, simplemente, que esta vez hayamos venido prevenidos. Nunca habíamos visto una serie tan extraña como “Los ensayos” y la primera vez nos cogió sin equipamiento. Asistíamos a la función como niños boquiabiertos ante el mago. Caminábamos sin brújula y costaba hacer pie sobre las piedras resbaladizas. Nathan Fielder tenía que ayudarnos y sin embargo se plantaba en la otra orilla para salir pitando o para hundirte aún más en el agua, traicionero o extraterrestre, como un reyezuelo loco de su isla.

Sea como sea, el producto sigue siendo único. No hay nada en la parrilla que se parezca ni remotamente a “Los ensayos”. No es comedia, no es drama, no es nada que puedas explicar a la concurrencia... A veces parece una imbecilidad supina y a veces una genialidad inigualable. Puede que sea ambas cosas a la vez. Una tomadura de pelo y también un desafío mayúsculo a nuestra inteligencia. Nathan Fielder podría ser un filósofo contemporáneo o un influencer de pacotilla. 

Lo más triste, pero también lo más sugerente, es que quizá nunca lo sepamos. Eso sí: seguirle el rollo -o la estafa- te aleja de cualquier tentación de jugar con el teléfono móvil. Ya digo que es como si te desafiara; como si se pusiera chulito al otro lado de la realidad y no tuvieras más remedio que entrar al trapo como un cabestro..

Viendo “Los ensayos” siempre me pregunto cuántas vidas harían falta para aprender a vivir de verdad. Cuántos ensayos... En mi caso, puesto que soy más bien duro de mollera, calculo que unas mil. Y ni aun así. Yo soy más del gremio de Rafael Azcona, que en aquella entrevista con David Trueba soltó lo que podría ser la refutación empírica de “Los ensayos”:

“A mí, las experiencias solo me han servido para una cosa: cuando me ha sucedido algo que me había sucedido antes, la experiencia me ha servido para acordarme de que ya me había sucedido, pero nada más”.





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Septiembre 5

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Si yo fuera uno de mis excuñados -el de la cara de merluzo, o el de los whiskys en el puticlub- te diría que yo tenía cinco meses cuando se produjo el atentado terrorista de los Juegos Olímpicos de Múnich, y que por tanto no estoy capacitado para emitir un juicio político sobre el asunto. Es lo que siempre respondían esos indocumentados cuando salía el tema de la Guerra Civil o del Holocausto: ni puta idea, no lo dimos en el insti, yo no estuve allí, ¿tú  estuviste allí para opinar...?, y les funcionaba. Se hacían los tontos -o los muy listos- y se quitaban de encima la hostia de problemas.

De todos modos, “Septiembre 5” no es un estudio político sobre aquel atentado que todavía resuena cuando se celebran unos Juegos Olímpicos. Ni siquiera sirve como preámbulo para volver a ver el “Múnich” de Steven Spielberg aunque te entren muchas ganas de recordar la belleza traicionera de Marie-Josée Croze. “Septiembre 5” va de servicios informativos y de transmisiones por vía satélite apenas tres años después de la llegada de Neil Armstrong a la Luna. Un pasado analógico como de cultura achelense o auriñaciense. La chavalada de hoy en día fliparía si viera por accidente “Septiembre 5”. No terminaría de creerse que sus padres crecieron en una tecnología prácticamente paleolítica, con medio cuerpo todavía en las cavernas. 

Por aquel entonces, en 1972, la tecnología televisiva estaba tan atrasada que en algunos aspectos iba por detrás de la realidad. Porque la realidad, al menos, siempre ha sido en colorines, y en colorines muy vivos, un milagro electromagnético que los televisores modernos todavía no han podido reproducir. En las provincias del subdesarrollo, las teles emitían en un blanco y negro que  nunca era nítido del todo porque siempre salía con electricidad estática o con una neblina temblona como de fiebre muy alta. La culpa era de la pobreza, sí, pero sobre todo de aquellas antenas famélicas salidas de los tebeos de Mortadelo y Filemón, o de la Rúe del Percebe nº 13.




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Babygirl

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Si “Eyes Wide Shut” terminaba con Nicole Kidman pronunciando la palabra “follar”, “Babygirl”, un cuarto de siglo después, comienza con Nicole Kidman follando con un brío desatado. Un verdadero empalme. Una elipsis narrativa a la altura del hueso espacial de Stanley Kubrick. 

De hecho, si hacemos caso omiso de algunos detalles, Nicole Kidman podría estar interpretando al mismo personaje. Las dos Nicoles son turbias, inteligentes y viven en los barrios caros de Nueva York. Las dos tienen fantasías sexuales que sólo confiesan al marido cuando ya no queda otro remedio o cuando un buen porro desata su lengua retozona. Eso sí: en “Babygirl” el marido de Nicole ya no es Tom Cruise -que seguramente se decantó por las orgías que celebraban los millonarios- sino Antonio Banderas, que también es guapo a rabiar y luce unas canas en la perilla que son la mar de seductoras. (A mí, sin embargo, que no soy famoso y vivo en las provincias deshabitadas, se me ha quedado toda la perilla congelada, como de explorador perdido en el Ártico, y las mujeres me bajan mucho la puntuación cuando sacan los cartelitos con la nota).

“Babygirl” quiere ser una película feminista y termina siendo la nueva entrega de “Cincuenta sombras de Grey” o la segunda parte de “Nueve semanas y media”: puro morbo sobre las alfombras. Sexo raro y enfermizo. Pocos espectadores van a sentirse incómodos o aludidos por la ridícula polémica. “Babygirl” podría haberla rodado cualquier ser humano no gestante y no nos habríamos ni enterado. Así de confusa y de contradictoria resulta su reivindicación.

(Nicole Kidman -por cierto- sigue enseñando un cuerpo de anglosajona longilínea y perturbadora. Pero ella, claro, lo tiene todo a su favor: la genética, y la pasta, y los tratamientos exclusivos. Eso sí: se ha olvidado de operarse la ceja izquierda, que luce con muchos menos pelos que la ceja izquierda. Alguien de confianza debería decírselo. Hay veces que la mirada se te queda clavada en el descampado y te pierdes parte de la trama).



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Mickey 17

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Las películas de clones ya son tantas que podría programarse un ciclo en algún festival veraniego. O en el salón de mi casa, con entrada restringida a espectadoras silenciosas y cultivadas.

El número de clones ya ha alcanzado la masa crítica que necesita Movistar + para habilitar uno de sus diales desocupados cuando andan de promoción o van a subirte el precio de la suscripción. Allí, en “Movistar Clones”, cuando estrenen “Mickey 17” a bombo y platillo –“¡La nueva superproducción del coreano impronunciable que ganó el Oscar con “Parásitos!”- repondrán los clásicos del género para que la chavalada conozca los orígenes y los talluditos nos solacemos con películas más originales que este “Mickey 17” que iba para gran denuncia del mundo y se quedó en un sainete de Factoría de Ficción.

¿Tipos “prescindibles” que viven en el espacio y que al morir son sustituidos por su clon? Eso ya lo habíamos visto en “Moon”. E incluso en la saga de “Star Wars”, donde había un ejército de soldados que eran los clones sacrificables de Jango Fett ¿Clones que se van degradando a medida que las replicaciones genéticas acumulan mutaciones? Ninguna película más divertida para eso que “Mis dobles, mi mujer y yo”, un clásico olvidado de Harold Ramis. ¿Un mindundi al que envían a un planeta remoto  para morir y resucitar mil veces en el campo de batalla? Tom Cruise ya interpretó a ese Lázaro de Betania en “Al filo del mañana”. 

¿Políticos trumpistas -y ayusistas- que huyen a otro planeta después de devastar el nuestro o de ser expulsados por alguna revolución ya inconcebible? “No mires arriba” ya contenía el germen de la idea. Incluso en la cinefilia de provincias te faltan dedos para seguir enumerando las referencias, los homenajes, los préstamos... las clonaciones de “Mickey 17”. 




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