1992

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Recuerdo a Carlos Pumares subiéndose por las paredes de su estudio una noche de 1992, en su programa “Polvo de estrellas”. Creo que ése fue el último año de Antena 3 Radio antes de su compraventa empresarial... Da igual, no es importante para la trama, pero sirve de referencia para explicar la pila de años que nos han caído desde entonces. Sobre todo a Pumares, pobrecito, que ya lleva tiempo siendo él mismo polvo de las estrellas.

Aquella noche, Pumares, aburrido de sus oyentes más bien mastuerzos y repetitivos, se puso a contar que había viajado a la Expo 92 con su familia y que le habían cobrado cien pesetas de las de entonces –“¡Cien pesetas!”, aullaba como un lobo herido- por una simple piruleta para su hijo. 

- Una piruleta, una simple piruleta, con su palito, y su caramelito, y su celofán... ¡Cien pesetas! ¡Es un atraco! Si en la calle una piruleta cuesta cinco pesetas, en la Expo, como mucho, yo pensaba que me iban a cobrar 10, o 20, ya asumiendo el latrocinio... ¡Pero me han cobrado cien! ¡Cien pesetas! ¡No hay derecho!”. 

Parafraseo, pero fue un poco así. Un grito indignado en la madrugada. El audio circula por la red y no es difícil encontrarlo. Ya es historia de la radio.

He recordado a Pumares mientras veía “1992” porque a él también lo imagino armado con un lanzallamas para vengarse treinta años después del feriante que le cobró cien pesetas por la piruleta. Y, ya de paso, ajusticiando a los empresarios y a los políticos que lo consintieron. Hubiera sido otra idea para la serie: no una trama con maletines llenos de millones, sino la pura venganza de un señor mayor, tal vez con algo de alzhéimer y fugado de su residencia, que lleva las cien pesetas clavadas en el alma y quiere irse de este mundo desquitándose del oprobio. 

Entre la chorrada que nos ha endilgado Álex de la Iglesia y esta chorrada que yo propongo no veo gran diferencia, la verdad. Una lástima que Pumares ya no more entre nosotros para convencer a los de Netflix y firmar el contratazo.

Eso sí: en mi serie, mucho más seria, los seguratas no dejan subir a la gente en el AVE con un lanzallamas. En el Sur no sé, pero en el Norte, desde luego, para ir de León a Chamartín, te miran con cien ojos y te obligan a pasar por el escáner. 





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Volveréis

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Los espectadores, al final de la película, nos dividimos entre los que creen que Ale y Álex volverán y los que creemos que no. Yo apostaría, no sé, tres dólares, a que después de la fiesta final se dan dos besos en la mejilla y -como asegura la hija de fruta de Isabel Natividad- no vuelven a cruzarse en la vida porque ésa es una de las grandes ventajas que tiene vivir en Madrid: que allí nunca te encuentras con tu ex porque se respira libertad y solo en las ciudades comunistas puedes toparte con un viejo amor al entrar en el café.

El otro día, en “Celeste” el personaje de Manolo Solo, el paparazzo, aseguraba que había fotografiado a tantas parejas de famosos que había desarrollado un instinto arácnido para saber cuáles estaban en la cima de su amor y cuáles bajaban danto tumbos por la ladera. El paparazzo presumía de acertar un 99% de las veces. El único error -decía- lo había cometido consigo mismo, una vez que vivió muy seguro de su matrimonio y descubrió que su mujer se la pegaba con un compañero de trabajo. 

Yo no voy a presumir de un 99% de efectividad en estas artes adivinatorias, pero tampoco soy un pardillo que camine ciego por la vida. Como Manolo Solo, no suelo equivocarme con el pronóstico de los amores a no ser que se trate de mis propios romances estrambóticos, pero no por ceguera, sino porque desafío contumazmente a la realidad.

En el fondo es muy sencillo: si la pareja se entiende en la cama -y por entenderse en la cama cabe desde la ausencia completa de sexo hasta la bacanal epicúrea y cotidiana, el caso es entenderse- la cosa tira para delante. Ale y Alex ya no se entienden, o se entienden a medias, y cuando en una de sus discusiones aparede la neo-palabra "cosificación" ya está todo sentenciado.  En cuanto un miembro de la pareja empieza a padecer un exceso o un déficit de contactos se siente traicionado y empieza a mirar por la ventana a ver si pasa alguien con quien entenderse mejor y seguir sus pasos arrastrando la maleta. 




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La vida de Brian

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La penúltima vez que vi “La vida de Brian” lo hice al lado de una mujer que no se reía con los chistes. O no los entendía o no le hacían ni puñetera gracia. Ella sólo era un año menor que yo pero es como si perteneciera a otra generación o a otro universo. De hecho, casi procedía de otro universo.

Aquella fue una experiencia no compartida, muy poco catártica, que me costó varias noches sin sexo porque ella descubrió que nuestros sentidos del humor eran muy diferentes, y que después de todo, a pesar de las gafas de pasta y del rollo macabeo, yo no era el intelectual de altas miras que ella se pensaba. Yo se lo había advertido desde el principio, pero ella prefirió sentirse como Marilyn Monroe abrazada con Arthur Miller. 

Mientras yo me partía el culo con los Monty Python, ella sonreía por educación y me miraba de reojo considerando que quizá se había equivocado en la elección. Yo notaba su decepción y empecé a reírme cada vez menos, sofocando mi yo verdadero y mi espíritu burlón, lo que suele ser fatal para el índice de colesterol. Creo que el chiste de Pijus Magnificus e Incontinencia Suma fue el comienzo de nuestro lento pero imparable declive. El momento exacto donde la magia se rompió.

Mi hijo, por poner otro ejemplo, tiene veinticinco y tampoco entendería casi nada si un día -es un decir- viera conmigo “La vida de Brian”. Él se educó en colegios públicos y apenas tiene cuatro conceptos sobre la Historia Sagrada y sobre la vida particular de Jesús de Nazaret. No entendería ni el contexto histórico ni la gramática del latín. Pero mi amor de entonces tenía casi cincuenta años y se había educado en la misma fe cristiana de nuestros mayores, y yo no entendía muy bien su desapego por las bromas geniales de los Python. Y claro: también empecé a mirarla de reojo.

A media película ella se inventó un malestar y tuvimos que dejarla a la mitad. Prometimos retomarla una noche cualquiera de las muchas que gozan los amores eternos. Pero las promesas de la cinefilia, como las del amor, se las lleva el viento del desierto. Fue una pena, pero hay que mirar siempre el lado luminoso de la vida.




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Yo, yo mismo e Irene

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“Yo, yo mismo e Irene” ha sido la entrada más leída durante diez años en este blog carente de lectores. Desde que publiqué la versión original, allá por 2015, rápidamente escaló posiciones y se convirtió en la niña mimada de las estadísticas. Hoy que he vuelto a ver la película he releído su contenido y he quedado... horrorizado. Antes de borrar el texto para siempre y de sustituirlo por esta confesión con penitencia incluida, he comprendido al fin mi destierro a los mundos muy fríos y poco transitados. El sospechoso y sempiterno silencio de los visitantes.

Ahora sé que el navegante que caía aquí por casualidad buscaba la entrada más vista para hacerse una idea general y salía espantado al constatar la nula profundidad de mis análisis y la verborrea supuestamente chistosa que en realidad no es más que adolescencia retardada. Un poco lo mismo que hago ahora, la verdad, pero por entonces mucho peor escrito, más descarado para mal, grosero y directo como una película de los hermanos Farrelly. Una película,  por ejemplo, como “Yo, yo mismo e Irene”, que he vuelto a disfrutar en la intimidad más profunda de mi soledad para que nadie se entere de las imperfecciones más imperfectas de mi alma. 

Leyendo aquella entrada que parecía mi estandarte y sin embargo era mi perdición, he recordado que fue justo entonces cuando presenté en sociedad a Max, mi antropoide interior, ese australopiteco que vive instalado en mis tripas como Leon vive instalado en la casa de Larry David en “Curb your enthusiasm”. Max, como Leon, como el Hank que se apodera de la personalidad de Charlie,  sólo vive pendiente de la belleza de las mujeres y fantasea mundos imaginarios donde las conquista.  

En esa entrada inaugural, Max vivía enamorado hasta los sobacos de  Renée Zellweger y yo, para tenerle contento y que no diera mucho la barrila, le dediqué a su musa más de media entrada alabando su cabello de trigo y sus pómulos de lapona. Un poco como sigo haciendo ahora, a veces, pero a lo burro, a lo Farrelly, sin tacto ni delicadeza, para que se rían cuatro gatos -o ni eso- y se espanten todas las mujeres que buscan la sensibilidad. Ay. 




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La habitación de al lado

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Tengo la impresión de que Almodóvar ya sólo rueda películas para que se vea que es un tipo cultísimo con gustos exquisitos. La metamorfosis completa del provocador de La Movida... Pues bueno: yo también sé reconocer un cuadro de Hopper cuando lo veo, y conozco el monólogo final sobre la nieve de “Dublineses”, y hasta sé que hubo una pintora llamada Dora Carrington porque una vez vi una película con Emma Thompson que la interpretaba. Y ya ves: vivo en la provincia y soy un funcionario de lo más gris y secundario.

Es como si Almodóvar aprovechara cualquier resquicio de sus tramas -o más bien, como si construyera las tramas alrededor de los resquicios- para que se vea que ha dejado muy atrás las cáscaras de gambas y las batas de boatiné. Y es una pena, la verdad, porque sus películas más transgresoras o más apegadas al terruño siempre fueron las preferidas de todos los defraudados que ya sólo vemos sus películas para sostener una opinión ante la avalancha publicitaria y la monserga en las tertulias.

Cuando Almodóvar defiende una causa en las conferencias de prensa o en las entrevistas para El País yo casi siempre estoy de su lado. Si el mundo se divide en barricadas él, desde luego, combate a nuestro lado. El problema es que su discurso, en las películas, está metido con calzador. Casi nunca viene a cuento y además es contradictorio, porque lo defienden ultrapijos liberales y ultrapetardas ensimismadas. En eso, “La habitación de al lado” es la quintaesencia del nuevo Almodóvar, un personaje pedante, redundante, sofisticado, internacional... Progre pero altanero. De izquierdas, pero fascinado por el estatus. 

¿El paisanaje de la película?: pijas cultísimas y maromos supersensibles. ¿El paisaje?: unos apartamentos de lujo y una casa en el campo para flipar. En el nuevo mundo de Almodóvar ya no hay ruidos de tráfico ni mochufa molestando. Tilda Swinton y Julianne Moore ni siquiera hacen ruido al masticar las barritas de zanahoria. Viven en un mundo tan límpido que casi parece imaginario. El cielo antes de la muerte, quizá. 




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No digas nada

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Antes de retirarnos a dormir el guía nos citó para las ocho de la mañana . 

- Ocho o’clock- insistió, haciendo un chiste con las palabras pero no con la mirada. 

(Al día siguiente, por la noche, ya de nuevo en la República de Irlanda, el guía nos dejó caer que la prisa no había sido por ir justos con el programa previsto, sino porque no estaba muy claro el asunto de los pasaportes al haber abandonado la Unión Europea un poco alegremente y habernos adentrado en el Territorio Comanche de Irlanda del Norte). 

Esa noche en Belfast iba a ser la última -y también la primera- así que me quedaban muchas cosas por visitar. Sobre todo una, irrenunciable, después de haber leído el libro monumental de Patrick Radden Keefe que inspira esta serie del mismo título. Ya tumbado en la cama del hotel planeé: 

- Me levanto a las 7:00, desayuno en el buffet (porque los buffets en Irlanda son irrenunciables), salgo a toda hostia, recorro los dos kilómetros que me separan de la Divis Tower, le saco una fotografía para la posteridad, regreso a toda hostia, recojo la maleta, aparezco en el aparcamiento con cara de inocente y luego, si acaso, si alguien me pregunta por el sofocón, presumo de que le ha sacado una foto contrapicada a ese rascacieloss que ya es un símbolo de los Troubles que convirtieron Belfast en un campo de batalla hasta 1999, justo un cuarto de siglo antes de que paseáramos por allí sin temor a que una bomba del IRA o un disparo del ejército nos cancelara el viaje de sopetón.

Y lo hice, lo hice, pero dejándome casi la vida en el intento, porque el lío de callejuelas era monumental, y había viejas alambradas cortando calles decisivas, y el buffet super calórico me pesaba en la barriga, y la torre es tan grande que siempre parece más cercana de lo que está. Lo hice, lo hice, y llegué a tiempo a embarcar en el autobús, pero durante veinte minutos fui incapaz de respirar con normalidad y de apostar dos dólares por mi vida. Todo por una foto inocua, de turista más bien obsesivo, pero una foto que he recordado con cierto orgullo viendo esta serie donde la Divis Tower es el epicentro del crimen y del conflicto.




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El irlandés

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Cada vez que les veo reunidos -a Bobby, a Joe, a Pacino, al señor Scorsese que les dirige en la penumbra- siento que participo en una cena con los viejos amigotes. Ellos, en el colegio, me sacaban casi treinta cursos de ventaja, y yo, para forzar el equilibrio universal, llevo más de treinta años quedando con ellos para ir al cine o para ver películas en mi salón. En mis muchos salones, en mis muchos destinos… 

Estos atorrantes, tan reales y tan ficticios, son las amistades más longevas que conservo. Pero no las más profundas, eso no, porque ellos son muy celosos de su vida privada y no suelen cotillear los excesos de la fama. Nuestra amistad no da para convertirlos en padrinos de mis hijos ni en albaceas de mis propiedades, pero sí para celebrar juntos estas películas que son las pequeñas alegrías de la vida, los ratos ganados a las tardes de invierno cuando ya no para de llover.

“El irlandés”. esta vez, lo reconozco, les ha salido demasiado larga. Cojonuda, pero demasiado larga. Confieso que he interrumpido tres veces la sesión del mismo modo que San Pedro negó tres veces a Jesús en un pecado que algunos exégetas consideran mortal de necesidad. Me he levantado una vez para mear, otra para abrir el frigorífico y otra, simplemente, para estirar las piernas por el pasillo, como se hacía antiguamente en los cines cuando ponían el rótulo de “Intermedio” y la gente salía a fumar o a debatir el derrotero de la trama. 

En una sala de cine yo nunca hubiera perpetrado estos pecados contra el séptimo arte. Los cines eran lugares sagrados y las imágenes allí expuestas merecían el máximo respeto. Pero a los cines de mi pueblo jamás llegaron las homilías en latín subtitulado y los in-files consumían alimentos muy ruidosos y ajenos a las hostias consagradas. Es por eso que terminé apostatando de la misa dominical y siempre he visto “El irlandés” en la República Independiente de mi Casa, donde uno, la verdad, tampoco acaba nunca de concentrarse entre los estímulos del teléfono y las preocupaciones que a veces zumban como mosquitos o como balas de una traición inesperada. 









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En tierra de santos y pecadores

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En la película lo llaman el “condado olvidado" porque al parecer fue allí donde san Patricio perdió su mechero. Pero yo mismo, que soy un viajero tardío de muy pocos recorridos, pasé una noche en el condado de Donegal el verano pasado. Un recuerdo que ya es como evocar un verano de la infancia, o uno que ni siquiera hubiera vivido. 

Fue la misma noche en la que Kylian le marcó un gol al Atalanta en la final de la Supercopa y pensábamos que habíamos traído al Jesucristo de los goles. En el comedor del hotel nos pusieron el partido retransmitido por la televisión irlandesa, y yo, entre la crema de verduras y el asado con patatas, me relamía de contento y celebraba su fichaje ante varios excursionistas que procedían de Barcelona y que me miraban con ganas de clavarme el cuchillo en las costillas. 

Kylian, como hubiera dicho William Shakespeare al otro lado del mar de Irlanda, fue el sueño de una noche de verano.

Muchos años después he descubierto en Google Maps que esa noche dormí apenas a treinta kilómetros de donde se rodó “En tierra de santos y pecadores”. Nuestro hotel estaba en Ballybofey, que es como un pueblecito del Far West, con todas sus casas alineadas a lo largo de la carretera. No hay nada que ver allí, y menos de noche, que es cuando llegamos de Belfast tras darnos una paliza en el autocar. 

Después del partido- para hacer un poco la digestión y huir de los culés acomplejados- me puse el chubasquero y salí a pasear por la única calle de Ballybofey. Aunque estábamos en agosto caía una lluvia muy fría y horizontal. No se veía ni un alma turista o irlandesa. Ni santa ni pecadora. Pasaban, eso sí, muchos camiones de la Guinness con los faros encendidos.

A punto ya de darme la vuelta encontré un jardincillo apenas iluminado que era un memorial a los héroes locales del IRA. Había, por supuesto, un O’Neill, y un O’Brien, y un Flanagan de toda la vida. Deduje que eran chavales que habían caído en su lucha guerrillera por la unidad de la patria. Y pensé: seguro que aquí mismo, en Ballybofey, tan cerca de la frontera con Irlanda del Norte, vivían y se refugiaban muchos pistoleros del IRA que venían de perpetrar sus atentados en Belfast y alrededores. Y mira tú: la película va justo de eso. 





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Veronica Guerin

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Después de ver la película acudí a Google Maps y encontré la escultura dedicada a Verónica Guerin en el Dubh Linn Garden, a la sombra del castillo. El pasado verano pasé justo a su lado pero no la vi. Entre que iba despistado y que la escultura está metida en un pequeño bosquecillo -fuera del paseo turístico pero apenas a diez metros de los radares- me pasó inadvertida y no la he descubierto hasta hoy, cuando el invierno ya es un hecho tras las ventanas y el verano en Dublín parece como soñado por otra persona más libre y aventurera.

Antes de ver “Veronica Guerin” tuve que hablar seriamente con Max, mi antropoide interior, que es como un niño revoltoso que a veces todo lo jode. Yo sé que Max bebe los vientos por Cate Blanchett, pero no como actriz -que a esas finuras del arte él no llega ni quiere llegar- sino como señora. Max -y yo no se lo rebato- piensa que Cate Blanchett es la quintaesencia de las anglosajonas que sólo en Australia se han preservado como eran en los tiempos míticos del rey Arturo. Un hada y un milagro. Y aunque es un pensamiento bonito y tal, todo un halago de hominoideo, no sería la primera vez que nos ponemos a ver una película con Cate en el reparto y Max empieza a hacer cucamonas, y a rascarse el sobaco, y a lanzar chillidos de primate excitado que me arruinan la función. Él es mi Ello desbocado, y Yo, que soy el cinéfilo responsable, a veces tengo que leerle la cartilla antes de que comience la película.

Veronica Guerin fue asesinada por investigar a los capos de la droga dublinesa y se merecía que los dos estuviéramos muy en silencio, atentos a los devenires y solo ocasionalmente agradecidos a la belleza. Pero la película es un melodrama televisivo con musiquillas de noñería que nos arrancó varios bostezos y muchas desilusiones. Veronica, además, en varias escenas de la pelicula que supongo contrastadas, parecía empeñada en atropellar con su Mercedes a los mismos chavales que trataba de ayudar. La Farruquito de Dublín, creo que la apodaban. Una irresponsable al volante y una heroína contra la heroína: una pura contradicción. 






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Hunger

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Llegando a Belfast el guía nos aseguró que tendríamos la tarde libre para conocer la ciudad. Que haríamos una panorámica general desde el autobús y luego, ya instalados en el hotel, podríamos pasear libremente por sus calles. 

- Ya sé que parece una ciudad chunga -nos dijo, porque había calado nuestras expresiones- pero en realidad es muy segura porque hay cámaras por todas partes y la “Garda” patrulla de continuo.

Su discurso, la verdad, no sonaba muy tranquilizador, pero yo estaba como loco por patear los sitios que conocía de las películas. El muro de Bobby Sands, concretamente, lo llevaba subrayado en la libretita. No podía irme de Belfast sin visitarlo. No después de haber leído tantas cosas sobre Irlanda del Norte. No después de haber visto “Hunger” con Michael Fassbender haciendo de Bobby Sands.

Pero luego todo se torció: el otro guía estaba loco de atar y nos dio cien vueltas innecesarias por el tráfico de Belfast. Llegamos tan tarde al hotel que ya se nos juntó el check-in con la hora de cenar, siempre tan temprana en esos países irredentos. Cuando terminé el postre apenas quedaba un soplo de luz natural, y la idea de internarse de noche por los barrios católicos -que desde el autobús parecían algo así como el gueto de Varsovia- sonaba a misión descabellada y casi suicida. Quedaba la mañana siguiente, sí, pero a las siete y media tocaban diana para llevarnos al museo del Titanic y luego a la Calzada del Gigante.

Después de cenar no subí ni a la habitación. Con la misma ropa bonita que me ponía en los comedores por si ligaba con alguna co-excursionista me lancé a la calle con el Google Maps en la mano. El muro de Bobby Sands, para mi suerte, sólo estaba a dos kilómetros del hotel: veinte minutos de caminata entre descampados, casas baratas y pasarelas con alambradas. Por el camino, ya de noche cerrada, me crucé con varios chicos encapuchados y me entro un poco de acojone. Luego descubrí que todos iban y venían de un badulaque abierto 24 horas en medio de la nada. 

Y al final del camino, en efecto, iluminado por una farola estratégica, el muro de Bobby Sands. El premio a mi espíritu aventurero. Y mi homenaje particular. 






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Yo, adicto

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En las mil ficciones de nuestra cinefilia hemos conocido clínicas para desintoxicarse de las drogas, del sexo, de las máquinas tragaperras... También clínicas para curarse de la adición a ciertas ideas políticas que se llamaban -y se siguen llamando- campos de concentración. 

(¿Y qué es, en el fondo, un piso de solterón, o una celda en el monasterio de las montañas, sino clínicas de rehabilitación tras los amores muy perniciosos para la salud?).

Lo que todavía no hemos visto es una clínica especializada en tratar a los yonquis de las series de televisión. Un lugar para sacarnos del vicio a los que superpoblamos las plataformas y nos hemos vuelto tan tarumbas que a veces ya mezclamos lo visto con lo vivido, lo ajeno con lo particular. Y aunque es verdad que al protagonista de “Yo, adicto” le quitan el acceso a cualquier pantalla para que se centre en sí mismo y no se despiste con los estímulos exteriores, la desintoxicación de los seriales siempre será en su caso un objetivo secundario. Un perder pelo que luego volverá a crecer tras la normalidad.

Yo creo que esas clínicas todavía no existen. Y si existen, están escondidas en los bosques perdidos o en las marismas remotas. Las plataformas de pago silencian su existencia para que los adictos no renunciemos a la suscripción o al pirateo gratuito que sin embargo contribuye al boca oreja. Puede que Iker Jiménez ya ha abordado esta conspiración empresarial y que yo -como nunca le veo- todavía no me haya enterado. 

Una serie que tratara sobre la adición a las series sería la metaserie que estábamos esperando. Es como si tu camello te recomendara dejar la droga y emprender el camino recto de la vida. Había un episodio en la última temporada de “Black Mirror” en el que las series ya eran tantas que al final, un día, terminabas por encontrarte con una que trataba exactamente sobre tu vida, paso por paso, cagada por cagada, con un protagonista idéntico a ti que parecía haberte robado la identidad. Será entonces -y solo entonces- cuando ya nos volvamos locos del todo y los ministerios de la salud empiecen a tomar cartas en el asunto.






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El conde de Montecristo

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1. No sé si “El conde de Montecristo” es una buena adaptación de la novela. Yo la leí hace casi cuarenta años en un alarde de pre-adolescente repelente y apenas recordaba nada de la historia. Sólo dos cosas: que el conde se vengaba de tres hijos de puta muy notables que lo habían enviado al presidio de If y que allí conocía a otro preso barbudo conocido como el abate Faria: un presbítero que lejos de seducirle para el contacto carnal le convertía en un hombre de provecho y en un millonario como de diputado corrupto del PP.

Además, una película es una película, y un libro, un libro. Es como querer comparar el culo con las témporas. Me da, en todo caso, que aquí hay algo que falla porque la película dura casi tres horas y hay tramas que están mal contadas y otras que avanzan con unas elipsis que te dejan descolocado. 


2. Hace un mes, precisamente, en una comida con los amigos, hablábamos de esos indecentes que al salir de la cárcel tienen asegurado un fortunón escondido en una cuenta de las islas Caimán o en cualquier otro paraíso equivalente. 

Hablábamos -presuntamente, of course- de Luis Bárcenas, al que alguien sacó a colación porque le acababan de conceder la libertad condicional y sabía que a los rojos presentes en la mesa se nos iba a atragantar el pulpo a feira si no bebíamos rápidamente un sorbo de vino blanco. Menudo hijo de puta... El Bárcenas, presuntamente, insisto, y el gracioso, los dos.

La mesa se dividió entre los que pasarían gustosamente por la cárcel si a la salida les esperaban muchos millones y los que jamás querrían vivir una experiencia tan arriesgada y tan poco edificante. Yo, por supuesto, era de los primeros. ¿Unos pocos años en una celda como ésas que disfrutan los ladrones del PP – a todo lujo y non-consensual-sex-in-showers-proof- a cambio de dos vidorras llenas de placeres, la previa y la posterior? ¿Dónde hay que firmar? 

Pero insisto: hablábamos de esas celdas que son como habitaciones de un Parador Nacional, no el agujero infecto donde el pobre Edmundo Dantés -iba a escribir Leonardo, madre mía- masticaba su venganza y afilaba su odio viperino.





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El 47

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En La Pedanía no podemos quejarnos porque aquí llegan cuatro autobuses que nos unen con la civilización: el 2, el 5, el 6 y el 7. El servicio municipal llega justo hasta el número 7 y además hay una línea circular que recorre el perímetro de Ciudad Capital y que siempre transita vacía de viajeros. Son esos misterios de la administración competente, que lo mismo deniega líneas necesarias que pone otras donde nadie las pidió.

(Para llegar a tener un autobús con el número 47 estos territorios tendrían que multiplicar por siete su población, un objetivo utópico dado el cierre de las industrias y el tren de Mínima Velocidad que todavía nos une con la Meseta).

Los autobuses no llegan a La Pedanía porque aquí viva mucha gente, sino porque hace treinta años edificaron el Hospital Comarcal sobre una laguna donde vivían felices las ranas y las cigüeñas. Desconozco si antes de 1994 llegaban los autobuses municipales hasta aquí. Yo vine a vivir en el año 99 y me da pereza averiguarlo. Sea como sea, esto, desde luego, no es Torre Baró, con sus cuestas empinadas y su lejanía en la montaña, sino una planicie cortada a cuchillo por una línea recta y asfaltada. La logística, en el caso de La Pedanía, era prácticamente nula, pero tampoco creo que estas gentes hayan necesitado jamás el servicio municipal. No me imagino a ningún pedáneo autóctono secuestrando un autobús al grito de “¡A tomar por el culo!”.  

Aquí todo el mundo siempre ha tenido un coche -e incluso dos- y una moto, y un tractor, y una furgoneta, y hasta un quad para el hijo que nació medio tonto, y jamás he visto a uno de mis vecinos -los oriundos, digo, los que hablan esa mezcla de gallego y castellano que es el idioma de la tierra- coger un autobús para hacer nada en la capital. Los usuarios de los autobuses -dejando aparte a los que vienen y van del Hospital– somos los charnegos del lugar, los chavales semiautónomos, las viudas que nunca aprendieron a conducir y los tolais que dejamos la bici aparcada en el invierno porque aquí ir en bici -ni siquiera para recorrer 5 kms. escasos – es jugarse el pellejo en cada rotonda y en cada adelantamiento de los Fitipaldis.





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La virgen roja

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En “La virgen roja” no entiendo a Najwa Nimri cuando habla. Ni en ésta ni en otras películas de su amplia filmografía. Luego, sin embargo, la veo en “La Revuelta” con David Broncano y se le entiende todo con una claridad meridiana: el continente y el contenido. 

Reconozco que me mola mucho Najwa Nimri: su misterio, su rollo, su voz extraída de las cavernas... Es un enamoramiento catódico que no la cosifica para nada. Pero en el cine -no sé si por su culpa o por culpa del tío que sujeta la jirafa- todo se le queda en un farfulleo del que apenas extraigo una palabra de cada dos. Y claro: me pierdo, y acabo un poco aburrido de la función.

(Cuñado Bis, por cierto, me hubiera llamado misógino por decir “el tío de la jirafa”, dando por supuesto que no puede ser una mujer quien desempeñe ese noble arte de la sonorización. O un trans, o una trans, o un fluido indefinido. No tiene razón: yo simplemente escribo ahorrando caracteres).


En la Enciclopedia Salvat de mi Vastísima Incultura -que fui coleccionando por fascículos en mi desperdiciada juventud- había una entrada dedicada a Hildegart Rodríguez que ahora, gracias a la película, ya puedo arrancar sin vergüenza y trasplantar al Jardín de las Cosas que Sí Conozco. La historia de Hildegart, leída en la Wikipedia y en otros artículos que desarrollan su figura, daba para una película muy distinta a la que aquí nos han endilgado. Una película con mil aristas y mil recovecos. Paula Ortiz, sin embargo, ha querido filmar una película "concienciada" al estilo de Yorgos Lanthimos y le han salido los tres tiros del asesinato por la culata. Llevar las luchas del Ministerio de Igualdad a los tiempos de la II República es como querer encajar el motor de un Maserati en un Ford T de la época.

Y además: a la acriz que hace de Hildegart Rodríguez se le nota mucho que recita sus diálogos. Entre su falta de desparpajo y la ronquera de Najwa Nimri, el experimento pedagógico ha transitado por mi televisor sin dejar ninguna huella revolucionaria. 

¡Viva la II República!, por cierto.



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Anora

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¿Se hubiera enamorado Anora de Iván si éste, en vez de ser el hijo de un multimillonario ruso, hubiera sido un pescadero de Brooklyn que celebraba una despedida de soltero? Hablo, por supuesto, del mismo Iván absolutamente idiota e infantil. Pero siendo pescadero, ya digo, de pocos posibles, o estudiante de Filosofía, o aprendiz de mecánico en un taller de chapa y pintura. 

Del mismo modo, ¿se hubiera enamorado Iván de Anora si ella hubiera sido menos guapa y se hubiera comportado en la cama como una lechuga recién sacada del frigorífico?  Son preguntas que me hago... Pero no voy a soltar otra vez el rollo evolutivo. Quizá he leído demasiados libros o he leído los libros equivocados. 

Anora se siente engañada y tiene toda la razón. Llora porque se sabe utilizada por un imbécil que la confundió con una muñeca hinchable, o con un capricho de fin de semana. Cosificada, que dicen ahora. Iván, por su parte, cuando crezca, vivirá con la eterna duda de si las mujeres le quieren por ser como es o si es porque olfatean los rublos incontables en su cartera. 

Si los espectadores estamos con Anora es porque percibimos en ella un atisbo del ideal romántico. Porque intuimos que dentro de su cabeza se proyecta una película clásica, en la película menos clásica que te puedas imaginar. En Anora perviven restos del amor soñado que nos enseñaron de pequeños. Anora es humana. Anora es una de los nuestros. 

La película es una adaptación del cuento de Cenicienta al mundo ultraliberal donde los príncipes ya no gobiernan desde sus castillos. O sí, pero sólo para rubricar las leyes que les dan a firmar los ministros de la burguesía. Ahora los que mandan son los de la pasta gansa, no los aristócratas arruinados, y los de la pasta gansa, después de medianoche, te pagan lo convenido y ya no mandan criados al día siguiente para buscarte con el zapato encontrado sobre un cojín. 

Los príncipes azules ya no existen. Sólo quedaba uno y se lo llevó la señorita Ortiz, tan avispada ella, seguramente muy enamorada de la personalidad ejemplar de los Borbones. Lo mismo que él, “el Preparao”, que viendo el telediario de La 1 no dejaba de admirar la dicción perfecta de aquella presentadora tan resolutiva. 





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Celeste

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Mi historia con “Celeste”:

1. Allá por el mes de noviembre descubro en la parrilla de Movistar “otra” serie protagonizada por Carmen Machi. Esta mujer no descansa jamás y no puede ser por casualidad. Seguramente es una actriz eficaz y todoterreno, pero a mí no termina de convencerme. Reconozco que es un sentimiento irracional y maniático. Muy injusto también. Pero no lo puedo controlar. En su día me perdí el fenómeno “Aída” y desde entonces siempre ando a remolque con esta mujer. 

El que diga que no tiene prejuicios parecidos con otros actores u otras actrices que tire la primera piedra.

2. El amigo, en La Pedanía, me dice que soy un prejuicioso y que el primer episodio de la serie anuncia grandes emociones. “Enorme, Carmen Machi”, me asegura. Le prometo que le daré una oportunidad a “Celeste”. No creo demasiado en mis buenos propósitos.

3. Pocos días después, en la radio, Javier del Pino entrevista a un inspector de Hacienda que ha ejercido de consultor para los guionistas de la serie. Cuenta anécdotas muy jugosas sobre la labor detectivesca de los funcionarios. Sobre todo cuando se enfrentan a millonarios protegidos por un ejército de asesores y abogados. 

Descubro que Celeste, en “Celeste”, no es Carmen Machi, sino la cantante mexicana a la que ella intenta sacar las vergüenzas. Celeste es el trasunto poco disimulado de la ex novia de Piqué. El tema me empieza a interesar.

Además, cuando se habla de pagar impuestos, me sale una vena bolchevique que late muy fuerte y bombea sangre muy envenenada. Leña al mono. Todo el poder para el soviet.

4. En las vacaciones de Navidad me pongo a ver “Celeste” aprovechando los muchos trayectos en el tren. El primer episodio me engancha; los demás son igual de buenos. Descubro, tonto de mí, que el creador de la serie era Diego San José. Este tipo es el creador de la saga de Juan Carrasco, el político de Logroño. Tres jodidas obras maestras. No me extraña lo de “Celeste”. 

5. A la vuelta de vacaciones le cuento al amigo que me ha encantado la serie. “Pues para mí, decepción total”, me suelta. Es el girito final. 




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Dream Scenario

🌟🌟🌟🌟


¿Hasta qué punto somos responsables de las cosas que soñamos? ¿Si soñamos que le somos infieles a nuestra pareja o que robamos un banco a mano armada estamos reconociendo una tara oculta o una debilidad en nuestro carácter? ¿O simplemente sublimamos una tentación malsana en un producto inocuo y volátil? ¿El sueño nos delata o nos redime? 

Casi dos mil años después de que los griegos del ágora ya se formularan esta pregunta, mi abuelo Sigmund, el de Viena, la convirtió por este orden en un éxito editorial, en un quebradero de cabeza y en una fuente de ingresos para los psicoanalistas. ¿Yo soy el que sueña o el que sueña es el Otro? ¿Hasta qué punto mi yo y mi subconsciente forman parte de la misma persona culpable o inocente? ¿Soñar es continuar el camino o es una fractura esquizofrénica que dura ocho horas sobre un colchón? 

En “Dream Scenario”, el personaje de Nicholas Cage le explica a su hija que los sueños son “pequeñas psicosis”, idas de olla sin delito ni responsabilidad. Yo no estoy tan seguro. Recuerdo que a la mujer que más amé le contaba mis sueños cada mañana precisamente porque la amaba. Mi desnudez era total. Me animaba el hecho de que ella se interesara tanto, de que prestara tanta atención a lo que para mí era un desahogo y un intento de autoexplicarme. Pero tuve que dejar de hacerlo porque ella le sacaba significados torticeros a todo. Es lo que tiene la paranoia y la mala baba...

Aprendí que los sueños es mejor guardárselos para uno mismo y dejar que se escurran en el olvido junto con las escamas y los sudores, en la ducha matinal.

“Dream Scenario” va un paso más allá y se pregunta qué pasaría si un día descubriéramos que nos hemos convertido en objeto de sueño universal. Si de repente todo el mundo, conocidos o no, soñara con nosotros como si se tratara de una locura colectiva. ¿Seríamos responsables de lo que nuestro yo onírico perpetra en las mentes ajenas? Cuando alguien sueña conmigo, ¿se lo inventa todo o yo le influyo de algún modo perverso -o bendito- en la narración? ¿Hasta qué punto el otro yo actúa en mi nombre y usurpa mi firma? 

Si te mueres y siguen soñando contigo, ¿sigues vivo? 



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Sick of Myself

🌟🌟🌟

Llamar la atención es la ocupación primordial del “Homo sapiens”. Y también de la “Femina sapiens”. En eso somos todos iguales. Criaturas del Señor. 

Todo lo que hacemos desde que nos levantamos hasta que nos acostamos es anunciarnos: ponernos un cartel en el pecho o un letrero luminoso sobre la cabeza que dice mira qué guapo soy, mira lo que hago, mira lo que tengo, mira qué cosas hago... 

La lucha por la supervivencia y la selección sexual: no hay nada más. Eso es to..., eso es to... eso es todo amigos. Ya lo decía el cerdito Porky, y lo dejó escrito el abuelo Charles en sus papeles: que cualquier cosa que hagamos o digamos se inscribe en una de estas dos batallas fundamentales. Hay que medrar, y ganar dinero, y colarse en la fila... Conseguir que las mujeres se fijen en uno. Es una lucha diaria y continua, heredada  del primer australopiteco que caminó por la sabana. A veces es un afán consciente y a veces un instinto traicionero. Pero sea como sea, ningún gesto es trivial. Nada es gratuito. Evolutivamente hablando todo tiene un sentido y una intención. Yo mismo, que desprecio los símbolos de la riqueza y del estatus, vengo a estos escritos para demostrar que me funciona mínimamente el cerebelo, y que soy digno de cruzar mis genes -o de fingir que los cruzo- con alguna señorita que pase de visita.

Los sociólogos modernos están muy preocupados con la fiebre de los likes. Aseguran que la gente se está volviendo loca de remate por conseguirlos. Y no les falta razón. “Sick of Myself”, por ejemplo, cuenta la historia de una tarada que decide arrancarse la piel a tiras para llamar la atención del populacho y labrarse una carrera como modelo e influencer. El rizo del postureo. Parece una conducta demenciada -y de hecho lo es- pero no es más que un paso adelante en nuestro devenir evolutivo. Apenas una mutación de cuatro bases nitrogenadas. De hecho es el paso lógico a seguir. La belleza estará siempre ocupada por cuatro suertudos y por cuatro privilegiadas, pero la fealdad, y la monstruosidad, son campos que ofrecen infinitas posibilidades para llamar la atención y destacar. 





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El libro de las soluciones

🌟🌟

Empecé a ver “El libro de las soluciones” el 26 de julio de 2024 a las cuatro de la tarde. Pensaba verla de cabo a rabo para después escribir estas líneas, sacar al perrete y luego, ya libre de obligaciones, abandonarme en el sofá a ver la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos. El planazo era pasar del París de Michel Gondry al París de Zinedine Zidane como si mi vida fuera un puente muy poco lustroso sobre el Sena.

Pero al llegar más o menos a la hora de metraje me quedé dormido con la canícula de la siesta. Antes de hacer deporte estas cosas no me pasaba nunca: vivía en un electroencefalograma plano que casi nunca se desconectaba. Mi atención era una bombilla de 10 vatios en la que siempre podías confiar. Ahora, con los esfuerzos -porque el médico me lo recomienda y porque quiero estar medianamente presentable ante mi última oportunidad- paso en apenas un minuto de la lucha contra las grasas al ronquido de un cerdo satisfecho. Es como si me bajaran el telón en mitad de la función, sin avisar. Es tan repentino el tránsito que no me da tiempo ni a protestar. 

De hecho, desde que practico deporte de chichinabo, pongo las estrellas de calificación según la virulencia del cansancio con el que enfrento las peliculas: si no me duermo, obra maestra; si caigo a los diez minutos, una película insufrible; y si caigo más o menos a la mitad, como en “El libro de las soluciones”, un quiero y no puedo que no merece más de dos estrellas, tres a lo sumo.

Me prometí seguir con la función al día siguiente, con el cuerpo descansado y el pebetero ya encendido. Pero lo cierto es que escribo estas líneas muchos meses después sin haber terminado la película. En el fondo me da igual lo que le pase a este alter ego de Michel Gondry: sus neuras, sus caprichos, sus malos modos, sus genialidades... Me da igual que su personaje gane el premio César o acabe pidiendo calderilla en una esquina. Me la suda. No aguanto esa afirmación continua de “soy un genio incomprendido”. El humor a veces no basta para disimular la egolatría.

De Michel Gondry, ay, siempre nos quedará el eterno resplandor de una mente sin recuerdos.





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Hipócrates

🌟🌟🌟🌟

Hay muchas formas de matar. Las que acaparan más titulares en los telediarios tienen que ver con los dictadores, los terroristas y los machistas despechados. Son los crímenes más espectaculares del repertorio y merecen la condena de cualquier espectador con raciocinio. Hay violencia explícita y culpables definidos. También son los crímenes más usados por Hollywood para enhebrar sus historias truculentas.

Pero hay formas de matar más silenciosas -e incluso más eficaces- que no forman parte de la crónica de sucesos ni de las páginas de  internacional. Cada vez que un telediario anuncia que el gobierno de Madrid o el subgobierno de cualquier autonomía va a reducir el presupuesto en sanidad se comete un crimen atroz equiparable a los citados anteriormente. Y esto ya casi nadie lo denuncia. 

De hecho, la mitad de la población vota a los partidos que defienden estos recortes asesinos; a estos tipejos y tipejas que prefieren no gastarse 1000 euros en un tratamiento para luego gastárselos en una obra no necesaria o en un fiestón con prostitutas. Son los llamados “votantes desinformados”, los tontos del culo, los sociópatas de toda la vida. Es triste pensar que uno de cada dos ciudadanos con los que te cruzas por la calle está de acuerdo con que la gente sufra más de la cuenta o se muera directamente porque la ambulancia no llegó a tiempo, la enfermera no dio abasto, el especialista estaba de vacaciones o la cama tuvo que ser atravesada en mitad de los pasillos.

Viendo “Hipócrates” me acordaba todo el rato de Isabel Natividad. Es imposible no tenerla en mente cuando los médicos de la película se ven desbordados por la falta de presupuesto. La falta de medios -insisto- costa vidas o provoca dolores insoportables. Esa mujer indeseable denegó la ayuda sanitaria a los pobres viejos del Covid argumentando que “total, todos se iban a morir”. Lo ves en una película y no terminas de creértelo. 

En aquel momento, la gente decente se echó las manos a la cabeza y yo no entendía el porqué de su sorpresa. Asesinarnos silenciosamente es un objetivo que se debate a diario en los conciliábulos del poder. Es la Solución Final de las modernas democracias.




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Los años nuevos (2023-2024)

🌟🌟🌟🌟🌟


Nochevieja de 2023

Mientras ceno con mi madre, en León, miro el teléfono varias veces por si entrara un mensaje de N. a última hora. Lo seguiré haciendo hasta después de las uvas. Pienso: “entre su kilométrica familia, sus mil amigas, sus innumerables ex amantes y el colapso general de las líneas telefónicas, puede que hasta la una de la madrugada aún haya tiempo para recibir una felicitación ambigua que abra... ¿qué?: ¿una puerta?, ¿una gatera? 

Cuando el reloj marque las dos comprenderé que ese mensaje ya no va a llegar jamás. Ni yo tampoco voy a forzarlo con un mensaje por mi parte. De hecho, ya no tengo a N. en mi lista de contactos. Por un lado ya no quiero saber nada; por otro -aún- quiero aspirar a todo. 

Dormiré inquieto, quizá con dos copas de El Gaitero de más. Al despertar, lo primero que haré será mirar el teléfono con la penúltima de mis esperanzas. El silencio en el espacio electromagnético es atronador. N. ya es, oficialmente, historia.


Nochevieja de 2024

Ceno en casa de mi madre, que es la casa de mi infancia. Estamos los dos solos porque mi hijo está con su madre en la otra trinchera. Le echo de menos. Mi madre ha preparado la sopa de pescado de toda la vida. En la tele dan las mismas tonterías consabidas. Es un déjà vu confortable pero derrotista.

Cenamos en esa mesa victoriana que es todo un lujo de anticuario, de madera de nogal. La talló mi propio padre con motivos vegetales. Mi padre tenía alma -aunque muy escondida- de poeta. Él es uno de los fantasmas de las navidades pasadas que viene a visitarnos. Mi madre siempre le recuerda en voz alta en algún momento. Yo no, pero sí percibo su presencia. 

Iba a decir que mis ex amantes también son fantasmas de las navidades pasadas que rondan por aquí. Pero como no me consta que ninguna haya fallecido, yo diría que son sus cuerpos astrales los que se amorran al ventanal para ver cómo me va en esta soledad ya un poco resignada. Unas para burlarse y otras por simple curiosidad. Ese rato que va del fin de la cena a las campanadas en la Puerta del Sol es sin duda el más tonto del año. Y en algo tienen que entretenerse.






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Los años nuevos (2021-2022)

🌟🌟🌟🌟🌟


Nochevieja de 2021

Poco antes de atacar los langostinos en casa de mi madre, N. reaparece por sorpresa en mi teléfono para felicitarme el año y prometerme que el día 2, esta vez sí, y no como la otra vez, cruzará la cordillera para conocerme. 

La otra posibilidad -que yo vaya a conocerla cerca del mar- siempre la descarta de plano, como si las vías del tren solo tuvieran un sentido. Hay algo muy inquietante en su negativa, pero ella es una mujer guapísima, sospechosamente inalcanzable, y yo prefiero hacerme un poco el despistado. 

N. me asegura que no estaba muerta, ja já, sino solo de parranda. Que se le han ido los días y las noches un poco de la mano... Llevamos un mes jugando al gato y al ratón pero nos habíamos conocido dos años antes, en Tinder. Por aquel entonces las conversaciones quedaron en punto muerto y yo ya no supe más de ella. Ni ella de mí. O bueno, sí: a veces nos seguíamos furtivamente en internet. 

N. reapareció un mes antes de la Navidad con un mensaje de whatsapp -hola, perdona, qué tal vas... - como si la conversación se hubiera interrumpido por un fallo en la cobertura. El “Decíamos ayer” de fray Luis de León. Yo estoy muy interesado en ella, telemáticamente enamorado, pero al mismo tiempo me mosquean sus apariciones de oasis o de espejismo. Su falta de explicaciones razonables. Sus mentiras y sus mentirijillas.

El día 2, por supuesto, no aparecerá. Lo hará el día 7 como regalo de Reyes, siempre tardía, sin reloj ni calendario.


Nochevieja de 2022

Aunque esa Nochevieja nos cruzamos muchas promesas de amor eterno, N. y yo, en el videojuego de nuestra relación, aún no henos alcanzado el nivel de juntar a las dos familias en una mesa comunal. Así que cenaremos separados por la cordillera y por una cierta desconfianza. 

Cuatro meses antes, en verano, hemos viajado juntos por Europa y hemos descubierto que somos espíritus afines. De pronto lo banal se tornó muy trascendente y nos asustamos un poco, así que rompimos, volvimos, nos juramos amor eterno esta vez de verdad... Todo ello en un trimestre.

Esa Nochevieja, los mensajes de amor se prolongarán hasta las 2 ó 3 de la madrugada. Llegaremos a insinuar cosas muy serias y formales. Luego me dijo que ya se iba a dormir. Yo le dije lo mismo. Una parte de mí confiaba en ella. La otra no.




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