The Studio

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Aún estamos en mayo, pero por mí ya estaría: “The Studio” es la mejor serie del año. Dudo mucho que venga otra igual. En el negociado de las comedias desde luego que no. 

Seth Rogen y sus guionistas han dado con una fórmula imbatible. “The Studio” es frenética, divertida, demencial... Es imposible dejar un episodio a medias. Hacía mucho que no toqueteaba el teléfono en mitad de una función: siempre hay un agujero en la trama, un marasmo, una tentación de huir antes de regresar. Pero aquí no: en “The Studio” no hay excusas para el bostezo o para la dispersión del espíritu. Comienzan a hablar y ya estás inmerso en las correrías. Ya eres uno más de la pandilla y te lo pasas de puta madre. 

A este lado de la tele todo es una pura carcajada, sí, pero allí, en ese Hollywood recreado, todo es motivo de despido o de meterse otra raya para funcionar. En “The Studio” no hay más que proteína y vitamina saludable: pura chicha de personajes al borde del infarto . 

Sospechamos que esta pandilla de miserables que dirige "Continental Studios" está sacada de la más cruda realidad. Puede, incluso, que la realidad sea mucho peor y que haya cosas que no se puedan ni apuntar. Pero nos da igual. “The Studio” es un canto de amor a las películas. Es incluso didáctica para los que amamos las ficciones por encima de todas las cosas. A estos tipos se lo perdonamos todo. Nos da lo mismo que sean unos peseteros, unos egoístas, unos chulos, unos traidores... Unos hombres deleznables o unas mujeres viperinas. Ellos hacen las películas, y las series, y nosotros besamos por donde pisan con sus zapatos italianos. A ellos les debemos nuestro regocijo, nuestra escapatoria, nuestra salud mental. Son más importantes que los curas, que los psiquiatras, que el 97% de la gente que nos rodea. 

Cuando llega la hora bruja, ellos abren la puerta de nuestra jaula para que volemos durante un rato con las alas extendidas. Sabemos que sólo lo hacen por la pasta, pero les pagamos encantados. Benditos sean.





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Chinas

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Aquí, en el Valle de La Pedanía, tan lejos del barrio de Usera, apenas se ven ciudadanos chinos por la calle. Y si ves alguno, lo más seguro es que venga desde Pekín, de peregrino, buscando el perdón de los pecados por el camino de Santiago. 

La Pedanía no es tierra de promisión para los chinos de la China. Para casi nadie de fuera en realidad. La única minoría inmigrante que ha echado raíces es la caboverdiana, tres generaciones después de que aquellos valientes vinieran a trabajar en las minas de carbón. Los chinos primigenios abrieron un par de bazares y de restaurantes y desde entonces han ido sobreviviendo sin expandirse. No ha habido efecto llamada ni nada parecido. No hay ni media calle, en este entramado urbano, que puedas llamar “barrio de Chinatown”, como en las películas americanas o en los extrarradios de Madrid.

Aquí, tan lejos de la capital de la provincia, caló muy fuerte la tontería de que en los restaurantes chinos sólo servían carne de gato o de abuelete no incinerado, y que disimulaban su sabor con la salsa agripicante. Desde entonces, la clientela que ha mantenido más o menos el negocio es justamente la que también vino desde muy lejos, desde el otro lado de las montañas. De León, por ejemplo, como es mi caso de maestro destinado. Los nativos del Valle son todos de sota, caballo y rey cuando llega la hora de comer: empanada, pulpo y botillo. Les sacas de ahí y el universo se contrae ante sus ojos asustados, que casi se achinan, de puro estupor, ante la presencia de otras sugerencias.

En la capital del Valle acaban de reabrir un restaurante chino que antes naufragaba y la cosa parece que funciona. Lo han puesto muy chuli, la verdad, pero no demasiado asiático en la decoración, sin dragones ni farolillos rojos para no asustar a los nativos. Aun así, sólo ves gente joven comiendo los sábados al mediodía. Ni siquiera las camareras tienen ya rasgos asiáticos. Es probable que los dueños lo hayan vendido todo y se hayan ido a vivir al lado de estas chavalas chinas de la película, tan entrañables y tan desubicadas.




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Black Mirror: Eulogy

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Al contrario que Paul Giamatti en “Eulogy”, yo no guardo ninguna fotografía de mis amores extinguidos. Ni de los que ellas cancelaron ni de los que yo mismo cancelé. Es mejor así. Lo recomiendan en varias webs del desamor y yo sigo fielmente su consejo.

El personaje de Paul Giamatti es un sentimental al que se le retuerce el corazón cuando abre sus cajas de zapatos. Pues mira: él se lo ha buscado. El almacenaje es un error de manual. Sólo sirve para refocilarse en el dolor o para descubrir errores mayúsculos e irreparables. Lo mejor en estos casos es la tolerancia cero con los recuerdos. Yo, por ejemplo, no conservo ni fotos alegres ni fotos tristes. Ni siquiera aquellas -una de cada veinte- en las que salía medio guapo para luego reaprovecharlas. No guardo fotos en el ordenador, ni en el teléfono, ni en el OneDrive... Mis nubes sólo admiten amores en desarrollo. El puro presente. Mi pasado, cuando se quema, no produce ni humo: es una de las ventajas del mundo digital.

Mi objetivo final es que los recuerdos se diluyan y que las caras se emborronen. Yo sería el cliente más entusiasta de esa tecnología prodigiosa que se anunciaba en “¡Olvídate de mí!”: una extirpación quirúrgica de la memoria. Pagaría lo que fuese -es un decir- para que no quedara ni rastro de los amores extinguidos. Como si nunca hubieran existido. Un agujero negro que yo luego podría achacar a un hostión con la bicicleta o a una melopea de campeonato. Una amnesia extraña pero de beneficios incalculables para la salud.

Al traidor ni agua: ése es mi lema. Porque al final todos los amores terminan en una traición. La tuya, o la suya, o la compartida. Las promesas de amor eterno deberían estar prohibidas por la ley y sin embargo seguimos escupiéndolas porque la carne es débil y el espíritu se ve obligado a disimular.

Sin fotos puedes olvidar poco a poco el rostro que te apuñaló. Sin fotos, el rostro que apuñalaste tampoco puede reprocharte ya nada.





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Black Mirror: Bête Noire

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De chavales, en la calle, cuando jugábamos a los superhéroes, la mayoría soñaba con volar por encima de los edificios imitando a Supermán. Otros, los menos, preferían dar hostias al estilo de La Masa, o estirarse como Mr. Fantástico para encestar canastas imposibles. Y al final de la fila, donde los borregos descarriados, estábamos los que añorábamos una visión de rayos X para verles las bragas a las chavalas. Eran otros tiempos, sí...

Yo, además de los rayos X, siempre quise tener los poderes telequinéticos de Carrie, que no era  una superheroína de los tebeos sino un personaje de Stephen King que luego protagonizó una película. Carrie se vengó de los que la habían humillado moviendo objetos mortales con la mente, sin apenas despeinarse. Una venganza bestial, a cara descubierta, en las antípodas de esta vendeta sofisticadísima que perpetra la psicópata de “Black Mirror“. 

A mí me molaba mucho la telequinesia porque con ella podías vengarte de los abusones desde el más recóndito de los anonimatos. Con el arte de la telequinesia -moviendo solo una ceja o girando levemente el cuello como hacía Sissy Spacek- ya podías pincharles una rueda de la bici a veinte metros de distancia, o el balón de reglamento, o hacerles un agujero en el pantalón para que se pasearan por el patio con el culo al aire y fueran el hazmerreír ya eterno de los cotarros. 

Ah, la dulce venganza... Yo entiendo en parte a esta tarada de "Black Mirror". De qué sirve un superpoder como el suyo -que es, por cierto, el superpoder definitivo, la elección continua del futuro más favorable para uno mismo- si no puedes dejar las cosas en su sitio con ciertos personajes. Es el exceso vengativo, y no la venganza en sí, que es justa y honorable, lo que convierte a esta mujer tan parecida a Nicole Kidman en una sádica irritante. La Ley del Talión es lo más recomendable en estos casos: devolver puya por puya, maledicencia por maledicencia, estafa por estafa, mentira por mentira... Gol anulado por gol anulado. De nada sirve ser el Emperador del Universo si no puedes permitirte esos pequeños desahogos. Yo, en eso, le doy toda la razón.




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Black Mirror: Common People

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Esta vez el futuro de “Black Mirror” ya está llamando a nuestra puerta. Charlie Brooker y sus guionistas sólo han tenido que anticiparse unos años  a los abusos hospitalarios que dentro de nada nos sacarán el dinero a navajazos. ¿Cuánto queda para que nos curen una enfermedad grave a cambio de que vayamos soltando anuncios por la boca...? 

“Common People” es un cuento de terror absoluto, aunque parezca -y de hecho lo es- una historia de amor demoledora. El acojone era la intención inicial de “Black Mirror” cuando secuestró nuestra mirada. Anticiparnos el reverso tenebroso de la tecnología y ponernos sobre aviso. Pero luego vino el desbarre, el mainstream, tal vez el agotamiento creativo, y nos fuimos desentendiendo de la serie hasta casi olvidarla por completo.

Pero no hay mal que cien años dure: parece que Charlie Brooker ha vuelto muy fresco y vitaminado. Es como si hubiera pasado, precisamente, por una clínica de rehabilitación neurológica... Esperemos que Charlie no esté en manos de “Rivermind” y que pronto empiece a decir sandeces por no pagar la suscripción Plus + de su terapia psicológica.

Los seguros privados de salud ya funcionan de un modo parecido al que vende “Rivermind”, esa empresa sin escrúpulos que uno se imagina gestionada directamente por el tío del Lambo -¿o al final era un Maserati?- y su novia la Quironesa. La “common people” muriéndose por no poder pagar su seguro y ellos de fiesta en el ático, o en la playa de las Seychelles, dando vivas a la libertad. 

En este año del Señor de 2025 ya hay cosas que cubre la póliza contratada y otras que necesitan una autorización expresa que no siempre se produce. Cuando la cosa se pone jodida empiezan las jodiendas y aparecen las propuestas de ampliación: Salud Extra, Bienestar Premium, Cobertura Óptima y Total... Todo va bien hasta que no aparece la enfermedad mortal que necesita un pastón en tratamientos. Mientras hablamos de gripes o de brazos rotos todo son sonrisas y tías buenas atendiéndote. El día que vaya a hacerme una prueba y me atienda la enfermera menos agraciada empezaré a temerme lo peor.






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La canción

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No veo un festival de Eurovisión desde que Rodolfo Chiquilicuatre compareció en Belgrado con su guitarrita de juguete. Y eso fue en el año 2008, que ya es como si me hablaran, pues eso, de Massiel y el “La, la, la”. El “chiki chiki”, por cierto, también es patrimonio nacional y algún día rodarán una serie explicando su gestación.

Lo de ver al Chiquilicuatre fue una excepción. Un seguir la broma de Buenafuente hasta ver cómo terminaba. Yo mismo, que jamás voy con España en ninguna competición internacional, hubiera dado dinero para que Rodolfo se llevara el premio y fuera declarado digno sucesor de Massiel. Pero fue por eso, ya digo: por la broma, por la cuchipanda, por las ganas de molestar... Llevaba 20 años sin ver el festival y han pasado otros 20 que tal cual. Mi indiferencia puede sonar a postureo intelectual o a desprecio aristocrático, pero es verdad que Eurovisión no me interesa en absoluto: los sábados por la noche siempre hay fútbol, o NBA, o un torneo de los magos del billar. No es que me dedique precisamente a leer a Proust o a practicar la meditación trascendental. Lo mío es la Tercera División del populacho.

Y sin embargo, poco después del “La, la, la”, hubo un tiempo infantil en que el festival de Eurovisión era fecha señalada en el calendario. Esa noche, en mi casa, se cenaba en el salón sacrosanto para no perdernos las canciones, y luego, con la barriga llena, nos sentábamos en el sofá para hacer nuestras quinielas y aprender los primeros números en idiomas extranjeros. Íbamos con España, claro, porque mi madre era una ciudadana ejemplar y yo todavía no sabía que esto es una monarquía bananera moldeada por un dictador.

Creo que la noche que Betty Missiego se quedó a las puertas de la gloria fue una de las más tristes de mi vida. Yo tenía 7 años y lo viví como un trauma de la hostia. Tan es así, que más de cuarenta años después me enamoré de otra india sudamericana que se le parecía un huevo cuando sonreía. A veces la llamaba Betty y ella se mosqueaba. Se pensaba que era por otra cosa y yo trataba de explicarle. Al final, ya ves tú, fue el menor de nuestros malentendidos.



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Rafael Azcona, oficio de guionista

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De niño, en el parvulario, porque los curas renegaban de la democracia y hacían lo que les daba la gana en sus recintos, los retratos de Franco y José Antonio presidían nuestros primeros esfuerzos escolares. Nosotros no sabíamos quiénes eran, o muy lejanamente, y nos daba un poco igual mientras reseguíamos las letras en la cartilla de Palau.

Cuando los rojos que gobernaban en Madrid les obligaron a retirarlas, los hermanos Maristas, cagándose en Cristo, las sustituyeron por un retrato del beato Marcelino Champagnat -que ahora ya es santo- y otro de la Virgen María que inspiraba sus oraciones. Ahí ya no éramos tiernos, pero sí algo creyentes, porque nos habían inculcado el terror de los infiernos y asumíamos la imaginería católica sin mayores traumas ni rebeldías. Hágase tu voluntad.

Al entrar en la Universidad descubrimos que ahora sólo había un retrato encima de las pizarras, pero con dos reyes, rey y reina, encerrados en su interior. Ahí ya teníamos conciencia política y nos jodía cantidad la parejita, pero nadie, que yo sepa, elevó jamás una protesta al rectorado. Quizá era obligatorio que estuvieran ahí, no sé, recordándonos sus estatus.

Ahora, de profe, en la paz de mi aula, en una esquina casi escondida para las miradas, tengo dos retratos muy pequeñitos de Azcona y de Berlanga. Es mi manera de exorcizar tanto retrato escolar del facherío. La foto de Azcona la tengo a la izquierda según miras porque ése es para mí el lugar de privilegio. Berlanga sin Azcona no era nadie, pero Azcona sin Berlanga seguía dando lo mejor de sí mismo. Azcona fue un genio, un referente, un influencer de Logroño. De mayor me gustaría ser como él fue.

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“A mí, las experiencias, sólo me han servido para una cosa: cuando me ha sucedido algo que me había sucedido antes, la experiencia me ha servido para acordarme de que ya me había sucedido, pero para nada más”.

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“No me río “de”, me río “con”, porque enseguida descubro que si me río de algo que le está pasando a alguien, eso mismo me está pasando a mí y soy tan imbécil que no me doy cuenta”.

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- ¿Tomas notas, a veces?

- No, porque sostengo que lo que se te olvida es porque no te importa.





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Vivir es fácil con los ojos cerrados.

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“Vivir es fácil con los ojos cerrados” es el homenaje muy cursi de David Trueba a los españoles que resistieron en silencio los años del franquismo. A esos rebeldes cotidianos que obedecían a la Guardia Civil mientras hacían una peineta por dentro del bolsillo. A los que veían en la tele al Generalísimo y soltaban un insulto por lo bajini para que no se oyera al otro lado del tabique. 

Javier Cámara, en la película, es uno de estos silentes cabreados que ve en la rebeldía de los Beatles una oportunidad para el desahogo y la apertura de conciencias. Una chance of gold para la exaltación del inglés como lengua universal y propicia para ligar con las extranjeras. 

Victoria Prego nos contó que a la muerte de Franco la mayoría de los españoles sonrieron aliviados porque habian sido demócratas de toda la vida. Pero es mentira. A la mayoría se la traía al pairo que gobernara el dictador mientras hubiera orden y limpieza, religión de domingo y polvo de sábado sabadete. Lo que pasa es que la historia siempre la escriben las minorías ilustradas, no las mayorías conformistas, que lo único que quieren es ganar dinero y que los rojos no les graven con muchos impuestos. Nuestra democracia, a efectos prácticos, sólo trajo revistas pornográficas y películas de destape. Esa fue su mayor aportación al espíritu nacional: la alegría de las domingas. Y ahora, encima, nos las quieren quitar. El puritanismo ha cambiado de bando de un modo sorprendente.

Tipos disconformes como el personaje de Javier Cámara había muy pocos. Cuatro lanzados en las universidades que luego vendían sus heroísmos para quilarse a las chavalas. Los tipos como Javier Cámara no querían llevarse una hostia de la Benemérita ni perder su puesto de trabajo. No desplegaban pancartas ni desafiaban a los grises en una carrera, pero también olían la hediondez y soñaban con que Europa viniera a ventilar las habitaciones algún día. 


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¿Qué fue de Jorge Sanz? III

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Cuando las cosas van bien conviene prepararse para lo peor. La cima de la felicidad es también el kilómetro cero de la desgracia. Lo dice el I Ching y yo firmo debajo con mi número del DNI. 

Un pesimista es un realista que ha vivido lo suficiente para saber que a una buena racha le sigue, más temprano que tarde, un revés de la fortuna. Y no sólo eso: que a una mala racha no tiene por qué seguirle forzosamente una buena. Esto no es un camino de ida y vuelta. Los estados malditos o desgraciados, aún no sabemos cómo, tienden a perpetuarse o a volverse más desgraciados todavía. Es como un axioma gamberro de la vida. Una entropía que es la cuarta ley de la termodinámica.

En la tercera y última entrega de “¿Qué fue de Jorge Sanz?”, el trasunto de Jorge  ha dejado de hacer el panoli y ha vuelto a probar las mieles del éxito. Es por eso que desde el minuto 1 ya sabemos que la desgracia va a cernirse sobre él en el minuto 105... Pero hasta entonces que le quiten lo bailado. El infarto de miocardio, como sucede en muchas resurrecciones, pudo haberle matado pero le ha regalado una segunda oportunidad. Jorge ya no bebe, ya no esnifa, ya no eliges malos proyectos. Ha vuelto a rodar una película gracias a la confianza de los hermanos Trueba. Jorge ha tomado las riendas de su carrera y para ello ha contratado a una representante de verdad tras despedir al amigo gordinflas que antes vendía quesos por las ferias.

Jorge ya no se acuesta con directoras de sucursales bancarias para que le aporten dineros metidos en un sobre. Si en temporadas anteriores sus hijos casi eran una molestia, ahora se los lleva a los rodajes y les da consejos de padrazo que sabe cosas de la vida. Se le ve tan maduro y tan jovial que hasta cree haber encontrado el amor verdadero en Úrsula Corberó. Nos ha jodido. Y quién no... Jorge sigue mariposeando, claro, porque su picha curtida en mil seducciones no conoce el descanso ni el compromiso, pero cuando está con Úrsula se siente por fin un hombre maduro y en la cima de su éxito. 

Ya digo que es tanto el regocijo que la hostia venidera va a ser de campeonato y además de las que provocan mucha risa.






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¿Qué fue de Jorge Sanz? 5 años después

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A no ser que te toque la lotería o que te asalte una enfermedad incapacitante, cinco años no te cambian la vida ni el talante. Algunos dirán que cinco años son tiempo suficiente para encontrar el amor verdadero o reconciliarte con Jesús nuestro Señor. Incluso para viajar a la India y conocerse a uno mismo mirándose en el Ganges. Pero a partir de ciertas edades los espíritus, como las venas, se esclerotizan  y se vuelven inflexibles para el cambio.

Hace cinco años, por ejemplo, yo estaba más o menos como ahora: el trabajo, el perrete, la cinefilia, el snooker cuando toca y el fútbol los domingos y fiestas de guardar. Los amigos de siempre y el hijo por encauzar. Existe el Dia de la Marmota y también el Año de la Marmota.

Eso sí: estos cinco años han teñido de blanco tres cuartos de mi cabellera, y me han dejado tres puntos de dolor de esos que crujen al levantarse y ya nunca se recuperan. Son las abolladuras de la vieja carrocería. Pero por dentro todo está más o menos igual: los órganos y el madridismo, y la misantropía, y el desencanto continuo con la izquierda. Quizá me he vuelto un poco más maniático, lo reconozco, pero son las mismas manías de siempre y además he comprobado que le pasa igual a todo el mundo.

Cinco años tampoco le cambiaron la vida a este Jorge Sanz que es un poco el Jorge de Schrödinger, medio real y medio ficticio, en dos estados superpuestos de la existencia. En esta segunda parte de su Quijote de los Madriles, Jorge sigue en decadencia artística pero en plena forma sexual, porque las titis nunca le faltan al muy suertudo: unas por famoso, otras por medio guapo y otras porque vive en un ecosistema muy favorable al folleteo. Le ponía yo en mi entorno laboral, a ver qué rascaba el muy galán...

La gracia de esta segunda temporada es precisamente ésa: que nada ha cambiado, ni Jorge Sanz ni la caterva que le rodea. Se les ve a todos un poco más gordos, eso sí, un poco más dejados, pero con la misma mala pata de bobos entrañables. Yo soy de los que niega el cambio al estilo de Parménides y siempre me río mucho con lo invariable.




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¿Qué fue de Jorge Sanz?

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La serie que nunca se estrenará en Movistar +, ni en ninguna otra plataforma de la tele, se titula “¿Qué fue de Augusto Faroni?”. Porque yo, a mi modo, también fui un niño prodigio: de las tareas escolares, y hasta que otros me superaron, pero un niño prodigio, famoso en los entornos familiares y en las tiendas del barrio porque mi madre, cuando otras se ponían alabanciosas con sus hijos, decía que yo sería ministro en Madrid y que me iban a llevar en coche oficial los chóferes con gorra de plato.  

Mientras Jorge Sanz ganaba la fama internacional por actuar en “Conan, el bárbaro”, y la adoración nacional por hacer de niño enamorado en “Valentina” -aunque ya con 13 años y seguramente con erecciones en la bragueta- yo, en los Maristas de León, era el niño mimado de las maestras externas y de los curas residentes: un alumno repelente que clavaba la lectura de los textos, la ortografía de los dictados, la suma de las fracciones, la ubicación de los afluentes y la fecha exacta de las conquistas imperiales. 

Antes de que surgieran de la nada otros alumnos igual de asquerosos como yo -como aquel Carlos Calleja de mis pesadillas- yo era el alumno modelo que recibía parabienes en público y sobresalientes en los boletines. Y collejas, la hostia de ellas, cuando jugábamos en el patio.

Ahora que todos los niños ya nacen superdotados -porque si nace tonto también se le presupone una inteligencia oculta bajo la superficie- tengo que decir que yo, en los tiempos en que la superdotación era una rareza psicológica, fui tomado por un portento hasta que la realidad demostró todo lo contrario. En “¿Qué fue de Augusto Faroni?” me reiría de todo aquello, de mis torpezas de adulto y de mis tontunas de engreído, como hace Jorge Sanz en su serie intachable y divertidísima. 

En la serie saldría, no sé, en mi vida diaria, aburriéndome con Vargas Llosa, o equivocándome en un cálculo sencillo, o encogiéndome de hombros cuando me piden que señale Antequera en un mapa... Cosas así, de ex niño prodigio venido a menos. O a mucho menos.




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Aún estoy aquí

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Ahora mismo, en España, ser comunista es una práctica de bajo riesgo para la salud. Al menos no te juegas el pellejo como antes. Como mucho te ganas una burla, o una mirada aviesa. Un insulto que se lleva el viento cuando ventilan el humo del bar.  Y si la cosa se pone caliente -que casi nunca se pone, porque yo con los fascistas mantengo la otra hermandad del madridismo- lo más grave que te puede caer es una hostia del revés, o una patada voladora de los Rangers de Texas. Peccata minuta. Sacrificios de chichinabo, si llegaran algún día, por defender la causa obrera que ya ni los mismos obreros quieren defender. 

Ser comunista, en los tiempos que corren, puede ser desesperante en las noches electorales, pero en cuanto a la integridad física casi sale gratis y encima hay mujeres que valoran tu compromiso caducado y se acercan a curiosear.

Los comunistas con cojones eran los de antes, los que vivían bajo una dictadura militar, y no bajo esta dictadura de los mercados que de momento no necesita sacar tanques a la calle. Ser comunista con un fusil siguiendo tus movimientos es ser comunista de verdad y lo demás son heroísmos de cafetería. Rubens Paiva, por ejemplo, no se dejó asustar por los milicos. Él llevo hasta las últimas consecuencias la certeza de que todos los derechos laborales conquistados fueron eso, conquistados, arrancados a hostias, o a resistencias numantinas, pero jamás concedidos por los de arriba. Él tuvo el valor y la integridad de seguir peleando en la primera fila de las barricadas, disparando palabras y compromisos.

Me incomoda mucho “Aún estoy aquí” y no es sólo por el dramatismo de la historia: es porque veo a Rubens Paiva -que si no era comunista al menos era izquierdista colorado -y pienso en las cobardías que hubiera perpetrado yo bajo circunstancias parecidas.  




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El ministro de propaganda

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“El ministro de propaganda” no añade nada a lo que ya sabíamos sobre los nazis. Las intenciones del director son buenas, eso sí: nunca está de más recordarnos quiénes fueron esos sociópatas tan parecidos a los sociópatas contemporáneos. ¿Exagero? No: sólo es cuestión de encontrar el contexto propicio para dar rienda suelta a los instintos asesinos.

Si ves “El ministro de propaganda”, pues kojonuden, y si no, tampoco pasa nada. Se pueden retomar los clásicos del género. Hace unas semanas vi otra vez “El hundimiento” y ya estaba todo allí. Ésa sí que es una película de la hostia. Quizá la definitiva sobre la vesania de los nazis. Había otra que pasó hace años sin pena ni gloria: se titulaba “La solución final" y era una TV movie de HBO. Un disfraz de clase B para un peliculón de categoría A.

Yo venía a "El ministro de propaganda" para que me enseñaran los maquiavelismos secretos del señor Goebbels. La tramoya de su trabajo funcionarial: los procesos mentales, las tácticas guerreras, los trucos para vender el afán criminal de unos tarados como un destino glorioso del pueblo alemán... Pero todo esto se despacha en cuatro brochazos archisabidos. “La gente es imbécil y se cree cualquier cosa”. Pues hombre: hasta ahí llegábamos todos, pero se supone que hay un trabajo previo, unos doctores en psicología, unos expertos en publicidad, unos genios de la estadística... Gente muy lista al servicio del capital.  Lo mejor de cada casa y lo más listo de cada promoción. Tecnócratas que instalan el miedo a los judíos o a los rojos según convenga a las empresas que cotizan en la bolsa.

Los fascistas de entonces, como los de ahora, tontos no son. Hay una sabiduría contrastada en su trabajo: escriben discursos medidos, lanzan eslóganes calculados, conocen la repercusión última de sus provocaciones agresivas. ¿Alguien se piensa que Díaz Ayuso es realmente tonta del bote? Y si lo fuera -que lleva muchas papeletas-, ¿no les picaría la curiosidad por conocer la estructura goebbelsiana que la sostiene por detrás? 




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Palm Springs

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Los bucles temporales también se producen en el mundo real. Parecen una cosa de las películas americanas, de “Palm Springs” o de “Atrapado en el tiempo”, pero a este lado de la pantalla también se confabula la física cuántica para producir retornos eternos. Recorridos de Escher, o ruedas de hámster. Los umpa-lumpas del abuelo Bohr  a veces levantan paredes invisibles en las que rebotas una y otra vez para regresar al mismo despertar. 

Yo vivo en La Pedanía, no en Palm Springs, pero también me levanto por las mañanas en el mismo lado de la cama y voy calcando uno a uno los pasos del día anterior, y del otro, y del otro...: la ducha, el café, la modorra, las noticias del día en el móvil -que son otro ejemplo de bucle temporal. Y Eddie, bajo la mesa, meneando la colita... Y todo así: el trabajo y los placeres, los tropiezos y las glorias, hasta que llega la noche y me voy a la cama con el mismo quejido de huesos ya predoloridos, ya casi prejubilados.

Incluso dormido me reitero por enésima vez, soñando con los mismos fantasmas que nunca me dejan en paz: el de los ojos lunáticos, y el del tatuaje en la espalda, y el amigo que fue y ya no es... Los autobuses perdidos y la torre Eiffel que nunca aparece. Porque en el inconsciente -lo olvidaba- también se producen bucles temporales que esperan agazapados bajo la almohada.

Podría ser peor, desde luego. El dolor y la tragedia amenazan pero no golpean. Mi bucle diario es aburrido pero confortable. Un ver pasar las nubes tirado en la pradera. Por un lado ansío el cambio y por otro lo temo como al diablo. Al rescate de este bucle podría llegar la salvación eterna, sí, pero también la condena definitiva. Quién sabe. Cuando llegue el aburrimiento total o la desesperación intolerable sabré si soy un cobarde que se arruga o un valiente que salta al vacío. 

Hoy, mientras tanto, dan snooker en la tele. Es un torneo diferente al de la semana pasada. Aquí el atrapado en el tiempo soy sólo yo, no el mundo que gira alrededor.




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Nosferatu

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La masturbación y el sexo fuera del matrimonio son pecados nauseabundos a ojos de la Iglesia. Incluso dentro del matrimonio es aconsejable tener mucho ojito con la concupiscencia. No todo vale ni es agradable a los ojos del Niño Jesús, que siempre está mirando cuando dos cuerpos se entrelazan. Jodido niño... 

Ahora que las ciencias adelantan que es una barbaridad, los curas, cuando llega el momento de la maculada concepción. aconsejan colocarse en las partes pudendas un orgasmómetro que distinga el placer procedente del amor del placer procedente del egoísmo, pues ambos se confunden en el torbellino sexual y precipitan cristales muy dañinos para el alma. 

Los curas llevan soltando estas zarandajas desde los tiempos de san Pedro Quintales y no parece que Prevost I vaya a cambiar el sonsonete. Veremos un papa comunista antes que un papa despendolado. La inquisición del placer es como una manía de neurasténicos, o de sepulcros blanqueados. En cualquier caso, un atentado contra la humanidad. 

Este reboot de Nosferatu -llamado sin más imaginaciones “Nosferatu”- es en esto del sexo una película muy devota y recomendable para el espíritu. De terror sí, y con alguna teta descamisada, y por tanto no proyectable en las parroquias, pero sí muy grata a los ojos de los catequistas. Si algo queda claro en “Nosferatu” es que el sexo fuera del dogma es un reclamo para el diablo. El conde Orlock vivía tan tranquilo en su castillo hasta que la niña Ellen empezó a masturbarse y estableció con él una conexión que escaló las montañas y traspasó las fronteras. Ni siquiera casada como Dios manda ha podido renunciar a ese llamado del pecado. Esas cosas -están hartos de repetirlo- no les pasan a las niñas buenas. 

La época victoriana, aunque inspirada en la mojigatería de los anglicanos, siempre ha sido un referente cultural para los otros intérpretes de Cristo:  los católicos, y los ortodoxos, y los luteranos de la Europa civilizada, que siempre son los encargados de enfrentarse a Nosferatu cada vez que a alguien se le ocurre resucitar al personaje. Y todo ese trabajo por no querer pagar los derechos de la obra de Bram Stoker.






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Tiempo de victoria: La disnastía de Los Lakers. Temporada 1

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Cuando en 7º de EGB llegó la fiebre del baloncesto a nuestro colegio, yo me hice de Los Ángeles Lakers sin haber visto jamás uno de sus partidos. La culpa la tuvo un enterado que conocía el percal de la NBA –no sé cómo, en aquella época sin partidos televisados- que aseguraba que mi gancho de derecha le recordaba al “skyhook” de Kareem Abdul-Jabbar. Fue así, sin conocer de nada al bueno de Kareem, como sentí una conexión instantánea con él, casi una comunión mística entre el caballero Jedi y su padawan aplicado al otro lado del mar.

Un año después, el hermano Pedro, alias HP, que era nuestro “coach” en la selección escolar y además un fascista de mucho cuidado, me afeó que yo emulase a un tipo que había abjurado del cristianismo para pasarse a las huestes de los sarracenos: 

- Usted, señor Rodríguez, siempre se deja seducir por los malos ejemplos -me decía HP refiriéndose al baloncesto y también a más cosas del ámbito político o literario. 

Sus palabras, por supuesto, reforzaron mi idolatría por Kareem y mi querencia por Los Ángeles Lakers, que en realidad eran dos devociones más platónicas que otra cosa. Una fe sin hechos, sin pruebas tangibles, que se sostenía únicamente en los flashes televisivos y en las fotos a todo color que publicaba la revista “Gigantes”. Kareem, en sus páginas, reinaba sobre todos los demás pívots de la NBA con su gancho inalcanzable y yo sentía que algún día podría tocar el cielo como él.

Tuvimos que esperar hasta 1988 para empezar a ver partidos completos de la NBA en TVE, con aquellos comentarios tan estimulantes de Ramón Trecet, el musicólogo de la radio. Fue entonces cuando descubrí -para apuntalar mi devoción por los Lakers y hacerla ya inquebrantable- que las cheerleaders del Forum de Inglewood eran las bailarinas más guapas y sexys de la civilización occidental: un ejército de chavalas que no conocían el defecto físico ni el error en la coordinación. Un coro de ángeles al que años después quisieron deportar al Cielo para salvar nuestras almas de pecadores.





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John Wick

🌟🌟🌟


Mi perrito Eddie vive ajeno a los mundos de la tele. A veces se queda con el morro orientado a la pantalla como si algún estímulo le llamara la atención -los brillos de la hierba, o los actores que se mueven- pero yo creo, más bien, porque al mismo tiempo eriza las orejas y pone el rabo a trabajar, que está más atento a la ventana que hay justo detrás del aparato, allí por donde a veces, a pesar del doble cristal, se filtran maullidos de gatos y estruendos de vendavales. 

En ocasiones, a través de mis auriculares, se filtran ladridos de perros que aparecen en las ficciones, y entonces Eddie pega un respingo y se queda mirando no hacia el televisor, claro, pero tampoco hacia mis orejas, sino a un lugar intermedio que su pequeño cerebro, confundido entre la presencia del sonido pero la ausencia del olor, trata de escudriñar por si apareciera un tercer habitante en el salón.

La indiferencia de Eddie hacia la tele tiene, por supuesto, una explicación científica basada en el ramaje evolutivo, pero yo prefiero pensar que lo suyo es un desdén que surge de su propia voluntad: un desprecio de hippy que preferiría vivir en una cabaña de las montañas junto a un hombre de verdad parecido a Jeremiah Johnson. 

Otras veces, como ayer por la noche, me gusta pensar que Eddie se pone en huelga de ojos porque ya está cansado de que todos los perros que aparecen en las películas sean carne de cañón y recurso facilón de guionistas carniceros. ¿Para qué empatizar con un amiguete al que tarde o temprano van a apalear los gamberros, envenenar las ex amantes o atropellar los borrachuzos?  No le merece la pena y yo le entiendo perfectamente.

La noche pasada, por ejemplo, cuando apareció este perrete tan salado de “John Wick”, Eddie se dio media vuelta y ofreció su culo despreciativo a los guionistas previsibles. Yo tuve que haber hecho lo mismo -por lo del perrete, y por todo lo demás- pero me quedé paralizado e idiotizado al mismo tiempo. El ramaje evolutivo también explica esta fascinación por las ensaladas de tiros y de hostiazos, pero prefiero no indagar demasiado en la psique profunda y salvaje de los humanos. 





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Historia de un matrimonio

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El amor termina igual que empieza: de sopetón. Se enciende con el resplandor divino de un cuerpo y se esfuma con el fundir inesperado de una bombilla. No hay transiciones ni estadios intermedios. No hay listas de pros y contras en una libreta cuadriculada. Se ama o no se ama. La misma duda ya es un síntoma del desamor.

La bioquímica es sin embargo tozuda y puñetera. Cuando nos sabemos enamorados lo reconocemos con certeza, pero cuando nos intuimos desenamorados las sensaciones se vuelven más difíciles de interpretar. La música que antes sonaba en allegretto ahora es una cacofonía donde las tripas tocan una melodía y la razón otra muy distinta que las contradice. 

La cosa se complica cuando en la pareja a uno se le apaga el amor y al otro todavía le resplandece. El todavía amante -que ya no amado- se queda descolocado, con cara de lelo, y se instala en un mundo fronterizo que es mitad dolor por el amor perdido y mitad esperanza por el afán de recobrarlo. Ayer mismo el amor estaba ahí, indudable, con vocación de eternidad, y de repente se ha esfumado tras la discusión última y definitiva.

En "Historia de un matrimonio”, el personaje abandonado, el que se queda haciendo pucheros como un niño, es el de Adam Driver, que intenta recobrar a Scarlett Johansson con cien argumentos que se estrellan contra su decisión inamovible. A Scarlett se le terminó el amor y punto. Harta de escuchar su cacofonía interior, decidió que era mejor alejarse del escenario que seguir aguantando ese concierto insoportable de notas discordantes. 

Adam Driver llamará varias veces a su puerta, llorará, implorará, tratará de razonar lo que ya es irrazonable y visceral en el ánimo de su mujer. Sufrirá, y mucho, pero al final de la ruptura, en la derrota final, le consolará saber que el cariño mutuo permanece. Porque “Historia de un matrimonio” no es “Kramer contra Kramer”, ni “La guerra de los Rose”, sino una batalla civilizada donde los dos contendientes van a salir tocados pero no hundidos, fácilmente reciclables para otros amores que les devolverán la sonrisa y la ilusión.




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Estación Central de Brasil

🌟🌟🌟


Hay películas que te quitan las ganas de visitar aquellos países donde se ruedan. Funcionan como verdaderas anti-campañas de su Ministerio de Turismo. Yo, desde luego, si fuera el gobernante, a estas películas que luego triunfan en el extranjero les obligaría a devolver las subvenciones concedidas. Las realidades chuscas tienen que quedarse en casa, como sucedía en el cine franquista gracias a los censores, que vendían una realidad paralela donde todo el mundo comía tres platos diarios y estaba encantado de conocerse.

Antes de ver “Estación Central de Brasil”, la excolonia portuguesa ya ocupaba el puesto número 67 en mi lista de preferencias viajeras. En Brasil, si hacemos caso de sus películas, la violencia campa a sus anchas, hace un calor inhumano, pulula demasiada gente sin oficio y en cualquier contexto aparece alguien montando una batucada para interrumpir el sagrado derecho a nuestro silencio. Copacabana y sus mulatonas ya no son atractivos recomendables si lo que buscas es paz y ausencia de tentaciones.

Antes que Brasil tendría que recorrer Europa entera y luego aventurarme en el choque cultural con el Extremo Oriente. Conocer Australia, y Nueva Zelanda, y por supuesto Estados Unidos, que es el escenario eterno de mi cinefilia. Y aprovechando el viaje también Canadá, e incluso México, si me juran por Huitzilopochtli que no va a hacer demasiado calor. La lista de países es larga y exige sacrificar muchas pagas extraordinarias. Brasil ya no me llamaba nada la atención, y ahora, por culpa de la película, ha descendido 20 posiciones en el ránking. Es como ver cualquier película ambientada en la India o en Indonesia. No sé: me agobia.

Esta es la segunda vez que veo “Estación Central de Brasil”, pero la primera que puedo verla en portugués con subtítulos gracias a las opciones de Movistar +. Pero me ha gustado menos que entonces. Donde antes había sentimientos hoy sólo he visto sensiblerías. Apenas dos momentos entrañables salvan esta road movie que transcurre por el inhóspito sertão. Creo que ya solo me conmueven las historias de desamor. Para todo lo demás me ha salido una piel como de elefante. 






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El día de la bestia

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“El día de la bestia” ya forma parte de nuestro entramado neuronal. De momento, hasta que vengan otras generaciones a jodernos la marrana y a sumirnos en el olvido, es una película inmortal. No sé si buena o mala: solo digo que inmortal. 

Cuando alguien la menciona te vienen a la cabeza las imágenes imborrables y los diálogos antológicos: “Soy satánico, ¡y de Carabanchel”; “Sí, padre, yo peco la hostia”; "Hace de Cé"... Qué recuerdos. Qué chanzas con los amigotes. Santiago Segura en su “prime". Todo lo suyo que vino después -salvo algún chiste afortunado del primer Torrente- ha sido decadencia y mercantilismo calculado. Una pérdida incalculable.    

Treinta años después de la venida fallida del Anticristo, yo caminaba por la Gran Vía de Madrid bajo el anuncio luminoso de la Schweppes y recordé, como en un acto reflejo, que allí, en el edificio Capitol, o en el estudio que lo recreaba, estuvieron colgados el padre Berriatúa, Jose Mari el rockero y el profesor Cavan del Chichinabo. Los tres Reyes Magos del Anticristo... Recuerdo que hice una foto nocturna para el Instagram y como único comentario puse “666”. Nadie la entendió, o al menos nadie le dio al like. También es verdad que mi cuenta es un sistema muy alejado del centro de la galaxia. 

El último día de mi turisteo por Madrid decidí ir caminando hasta la estación de Chamartín. Y en el camino, claro, me topé con las torres KIO, que oficialmente son la "Puerta de Europa" porque Castilla no es Europa pero sirve de antesala. Y recordé que allí detrás, en una obra que ahora estará sepultada bajo otras diez innecesarias, nació el anti-Dios que fue sacrificado casi de inmediato por el mismo Diablo que lo engendró. En eso, la verdad, “El día de la bestia” siempre ha sido una peli muy confusa. Rematada casi con desgana. 

El Anticristo, al final, era la Anticrista, y ya tenía 16 años cuando el padre Berriatúa vendió su alma para encontrarla. Se ve que llevaba muy equivocados los cálculos de la Cábala. Y en esas estamos, al borde del fin del mundo, como pronosticaba la película, con la Anticrista viviendo en un ático y los cayetanos poniendo orden en las aceras.  





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The White Lotus. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟


Nueve de cada diez seriéfilos encuestados aseguran que esta tercera temporada les parece un chicle estirado y una completa decepción. “¡Nada que ver con la segunda!”, gritan a coro en las tertulias del asunto. 

La mayoría, curiosamente, asegura haber llegado hasta las playas del tercer episodio y allí ya tumbarse a la bartola. Lo que aconteciese tierra adentro, en los bungalows de lujo o en los putiferios del alto standing, de pronto les traía sin cuidado. “La vida es corta y las series son infinitas”, aseguraban imitando a los monjes budistas que viven apartados de la vorágine turística.

Otros espectadores, los que a pesar de todo perseveran porque se sienten en deuda con las temporadas anteriores, reconocen que  la tercera entrega carece de un desarrollo ágil y de unos personajes carismáticos. Y que Tailandia, además, tan bonita y tan variopinta, queda reducida a una playa y a unas palmeras como las que puede haber en Lanzarote. Sólo los muy pacientes conocerán las calles de Bangkok en los últimos episodios porque de ellos es el reino de los Cielos.

Yo estoy en esa minoría silenciosa que ha llegado al último episodio altamente interesado.  Quizá es porque los ricos siempre me han resultado fascinantes, al mismo tiempo despreciables y dignos de estudio. En “The White Lotus” -como en “Succession” o en “Larry David”- yo les observo y me hago preguntas de índole muy comunista. Es una pedrada que -lo reconozco- proviene del rencor de clase y también de la envidia cochina. Viendo la tercera entrega de la serie yo me preguntaba cuánta pasta hay que tener para coger un avión en Wisconsin, plantarte en Tailandia y no salir durante toda la semana de un chiringuito de la playa. El despilfarro y la vagancia. 

Nadie que tire así el dinero puede ser una buena persona. Si es verdad aquello que dijo Jesús sobre el camello y el ojo de la aguja, las playas de Tailandia, como las de Hawai o las de Sicilia en temporadas anteriores, deberían ser alegorías del infierno: almas avariciosas quemadas por soles de justicia. 






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La semilla de la higuera sagrada

 🌟🌟🌟


El algoritmo ya ha llegado a las tierras de Irán. Sálvese quien pueda. Nadie se libra de la epidemia. Incluso allí, bajo la mirada de los ayatolás, ya todo será la misma película archisabida con ligeras variaciones. Chorizos en la fábrica, o quesos de los Zagros.

Ya no existen los tonos de gris, los personajes complejos, las dudas en el alma... Las películas se han vuelto tan simples como el guiñol para los chavalines: hay un bueno, un malo y un cachiporrazo merecido. Los tiempos modernos son tiempos de certezas. El simple hecho de dudar, o de pedir más información, te posiciona junto al enemigo. Ha vuelto el maniqueísmo. Mani, por cierto, predicaba en el desierto de los persas.

En la primera mitad de la película, Iman es un buen hombre superado por las circunstancias. Él, como el verdugo de Berlanga, sólo quiere ascender en la judicatura para comprar un piso más grande y que sus dos hijas adolescentes puedan dormir en habitaciones separadas. Él es un funcionario del régimen, sí, pero un hombre con corazón. Cuando le ascienden salta de alegría, pero a las pocas semanas comprende que los ayatolás le están utilizando para firmar sentencias sin parar, sin apenas tiempo para emitir un juicio justo.

Iman no es el padre de Jessica Lange en “La caja de música”. No es Eichmann en Jerusalén. No se enorgullece de lo que hace. En ese contexto de lunáticos no es lo peor del escalafón. Iman es un hombre atormentado que regresa a casa con el corazón dividido. Por un lado la lealtad a su país; por otro, el bienestar de su familia. Podría haber salido una película cojonuda de aquí, pero estas dualidades ya no se estilan. O eres un hijo de la gran puta o no eres nada. 

Lo normal hubiera sido que las hijas de Iman, que son activistas contra el régimen, dudaran al menos en acabar con su reputación. Con su carrera y casi con su vida. Dos almas igual de divididas y otro drama la mar de interesante... Pero ahora mismo no estamos para esas tonterías. El bebé de “El Verdugo” jamás habría denunciado al pobre José Luis diecisiete años después. Eran otros tiempos. 




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