A different man

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A Renate Reinsve la conocimos en provincias cuando pasaron por Movistar “La peor persona del mundo”, aquella película noruega que presumía de varios premios y alabanzas en su cartel promocional. 

Se suponía que Renate interpretaba a una persona ruin y despreciable, pero luego, al final, la cosa no era para tanto: su personaje solo era una mujer frívola, algo perdida e inmadura: la hija irremediable de estos tiempos modernos donde el amor ya no soporta la menor de las contrariedades. Yo esperaba, no sé, una asesina profesional, o una cabeza coronada, o una presidenta de comunidad autónoma que anima a sus votantes a beber cervezas sin parar. 

Recuerdo que quedé completamente prendado de esta actriz que vino del frío y de los fiordos. Son cosas que todavía nos pasan a los hombres sin reciclar. Lo digo porque a enamorarse platónicamente de una actriz -un acto reflejo tan inocente y tan viejo como el propio cine- ahora, las feministas, en su Diccionario de Neolengua, lo llaman “cosificar”. Pero se pongan como se pongan, los amores como éste mío por Renate no son más que bobadas ideales, inocuas, de tertulia de cinéfilos. Ensoñaciones diurnas mientras uno nada en la piscina o friega los platos en la cocina. Una sublimación pixelada de los instintos. 

De hecho, si Renate Reinsve fuera mi vecina, yo jamás soñaría con que ella me concediera sus favores. En mi caso por viejo, y por feo, y por pobre, y en el caso del prota de la película por tener el rostro devastado por la misma neurofibromatosis que padecía el hombre elefante. 

Las mujeres como Renate, en el mundo real -porque es ley de vida y axioma de la selección natural- siempre salen con hombres muy guapos o forrados de dinero. Es por eso que “A different man” yo la colocaría en el género de la ciencia-ficción más desopilante. Su trama transcurre en un universo paralelo donde las noruegas implacables salen con pescaderos poetas o con funcionarios del grupo B. O con pobres desgraciados que sin un duro en el bolsillo tratan de disimular la monstruosidad de su rostro con la simpatía de su carácter. 




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Here

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En esta casa en la que vivo nunca ha vivido nadie más. Bueno, sí: una pareja, por tiempo limitado, que la ocupó cuando yo me mudé por culpa del amor. Tardaron pocos días en descubrir que la casa no se ajustaba a sus necesidades, así que estaba nuevamente disponible cuando al cabo de un par de meses regresé con el rabo entre las piernas: donde siempre ha estado, para mi suerte, pero aquella vez muy tristón y hasta humillado. 

(Iba a decir que regresó con la lección aprendida, pero el hombre, y su miniyó, son los únicos animales que tropiezan dos veces -y las que hagan falta- con la misma piedra del camino).

Mal lo tendría, pues, Robert Zemeckis, si quisiera rodar aquí una película como “Here”. En esta casa no hay fantasmas de las Navidades pasadas rondando por el salón, a no ser los que vivieron conmigo en carne y hueso y ahora son presencias energéticas que se desvanecen sólo por la noche. Por ahí ronda el hijo que voló del nido, y las ex amantes, y los dos compañeros de piso que se murieron del mismo mal... Amigos que vinieron a ver partidos del Madrid y fontaneros que vinieron a desatascar alguna tubería. En el salón de mi casa hubo polvos del siglo y llantos de incomprensión; mucho snooker en Eurosport y discusiones telefónicas que prefiero no recordar. Mucha comida y siestas rotundas. Películas maravillosas y películas ridículas como “Here”.

Porque “Here” es eso: una ridiculez, un monumento a la ñoñería. Un “experimento sociológico” que consiste en imaginar la vida que habrían llevado Forrest Gump y Jenny Curran si él no hubiera sido una persona con capacidades diferentes en un entorno socioeducativo poco inclusivo, y ella, bellísima, pero más bien imbécil, no hubiera tropezado cien veces con los machos más indeseables del ecosistema

Zemeckis quiere imaginarlos así, normales, funcionales, americanos puros de extrarradio, y para no aburrirnos demasiado salpica sus arrumacos y sus mierdas con flashbacks de las parejas que habitaron la misma casa y también soñaron con los polvos de la felicidad y la esperanza de una muerte lejana y poco dolorosa. 



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Bird

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Es difícil, muy difícil, ser misántropo y socialista al mismo tiempo. ¿Cómo interesarme por el bienestar de la gente común si no soporto a la gente común que me rodea? 

Vivo, desde los años de mi formación -o de mi malformación- una contradicción del espíritu que resuelvo por el camino más fácil de la filosofía: no hacer (me) demasiadas preguntas. También soy rojo y del Madrid, maestro y herodiano, jesuita de aspecto y sátiro de corazón. Soy el equilibrio precario de varias creencias incompatibles. El que quiera acorralarme con argumentos lo tiene fácil porque yo no tendría más remedio que darle la razón. Otra cosa es que yo, a mi edad, convencido ya de unas cosas y  de sus contrarias, vaya a cejar en mi empeño de hacer malabares con las naranjas.

“Bird”, por ejemplo, debería tocarme el alma socialista que se indigna con la vida miserable de los extrarradios. Pero me quedo más bien frío, cayetano, indiferente a la suerte de estas chonis y estos drogatas. No sé... Por mí que les den por el culo. Ni siento ni padezco. Mientras no muera ningún inocente y los niños puedan seguir jugando en los parques destartalados, yo ya me retiro tranquilo a mis aposentos. Ningún marxismo, ningún leninismo, ningún asalto de los soviets al Palacio de Buckingham podría salvar a esta gente de lo que son: lumpen. El resto marginal donde no llega ninguna mano tendida ni ningún orden racional. El comunismo quiso cambiar a la gente y se empotró contra el muro  inexpugnable de la biología. Una cosa es ordenar la vida económica para que se redistribuya la riqueza y otra conseguir que el tarado o el irrecuperable se incorpore al engranaje.

Las películas de Andrea Arnold no tienen nada que ver con las de Ken Loach, su compatriota socialista. En las películas del abuelo Ken salen proletarios de verdad, hombres y mujeres que se han quedado en paro o que cobran cuatro duros por deslomarse. Pero ellos quieren trabajar, participar, construir. Pagar impuestos para que luego les salga más barato el autobús o la cama de hospital. Los trabajadores de Ken Loach son mi gente, mis cuates, mis iguales en la lucha de clases. Los personajes de “Bird”, no. 





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