Gracias por fumar

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Fumé mi primer -y único cigarrillo- a los 51 años. Lo tenía que haber hecho a los 15, como todo el mundo, pero el destino prefirió invertir el orden de las cifras. 

Siguiendo esa pauta, mi primer beso de amor verdadero llegará a los 61, y mi primera manifa en la Puerta del Sol a los 71. Echaré mi primer polvo en la playa a los 81 y abandonaré el marxismo-leninismo de la juventud a los 91, ya casi en el lecho de muerte y rodeado de los míos. Mi vida, de cumplirse esta inversión numérica, será un poco el curioso caso de Benjamin Button. 

Podría tirarme el rollo y decir que nunca fumé un cigarrillo -salvo aquella noche de vicios inconfesables- porque soy un hombre responsable que cuida mucho su salud. Pero no es verdad. Si así fuera, tampoco comería carne roja, ni queso cheddar, ni bebería un par de cervezas cuando quedo con el amigo. En ese mundo ideal del cuerpo sin oxidantes yo escogería los pimientos asados en vez de la cazuelita de callos cuando se acerca la camarera con la bandeja de las tapas.

No soy fumador porque nunca sentí la necesidad. Así de simple. Nunca tuve que sostener un cigarrillo en la boca para resultar más varonil y seductor. Son tantos mis defectos que una sola virtud no hubiera repercutido en el conjunto... Fue la inanidad, y no la responsabilidad, la que me alejó del tabaquismo. Existe un universo alternativo en el que yo soy un fumador empedernido -de tres paquetes diarios y además de marca americana- porque una mujer hermosa me ha preferido por ello a todos los demás. Porque ha deslizado en mí oído la turbia y humeante idea de que con un cigarrillo en la boca yo seré siempre el Humphrey Bogart de su corazón. Mi reino por un caballo. Mis pulmones sanos por otros henchidos de orgullo. 



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El candidato

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Si hacemos caso de lo que se cuenta en “El candidato”, Gary Hart habría ganado de calle a George Bush en las elecciones celebradas en 1988. Es política ficción, claro, pero soñar es gratis y a veces alivia los síntomas de una distopía cotidiana. 

Si no hubiera sido por el antropoide interior de Gary Hart -siempre dispuesto a anteponer el instinto sexual sobre el cálculo político- puede que jamás hubiéramos conocido a George Bush hijo, el heredero defectuoso. Y lo más importante de todo: jamás hubiéramos visto al presídente "Ánsar" haciendo el ridículo con unas piernas estiradas sobre una mesa de café. El antropoide, la mariposa, el tornado...

Gary Hart era un político joven, simpático, guapetón. Arrollador. Un tipo con lecturas y con un discurso chispeante ante los ataques de la prensa. Un parto bien aprovechado que lo mismo te talaba un árbol que te echaba un discurso muy profundo sobre el estado de la economía. Pero los candidatos demócratas, ay, tienen una habilidad especial para pegarse un tiro en el pie con el Winchester 73 o con el Colt 45. Incluso con la propia minga, cuando se bajan el calzoncillo de sopetón frente a la amante de turno. 

Gary Hart ejercía el mismo poder de seducción sobre el electorado que sobre las chicas guapas que se le acercaban al terminar los mítines para ofrecer su colaboración entusiasta en la campaña. Y Gary, por supuesto, como cualquiera de nosotros, no estaba hecho de piedra, sino de una carne más bien débil que ya había dormido muchas veces en el sofá cuando la señora Hart tenía conocimiento de su devaneo.

Quién sabe: puede que al final Gary Hart no se acostara realmente con Donna Rice, la chica que al decir de ambos sólo le salivaba los sobres de propaganda. Pero llovía sobre mojado y  nadie le creyó. En España, sin embargo, Gary Hart habría subido quince puntos en las encuestas. A este lado del charco no nos importa mucho la ejemplaridad matrimonial ni la integridad de los políticos -que ya damos por perdida de antemano. Aquí Gary Hart habría alcanzado la mayoría absoluta tras su devaneo sexual porque lo que se lleva es la envidia cochina y la palmadita admirativa: 

- Jo, macho, qué suerte tienes. Quién pudiera...




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Tierra de mafiosos

🌟🌟


Los Soprano, como los Corleone, son unos profesionales que sólo sacan la pipa cuando no queda otro remedio. Son unos psicópatas, sí, pero unos psicópatas con raciocinio. Lo primero que aprenden en las calles es que el aleteo de una bala en Nueva York puede provocar un terremoto en el prostíbulo más exclusivo de Las Vegas. Ellos evitan las muertes gratuitas o excesivas para que el equilibrio inestable no se vuelva tormenta devastadora.

Los Harrigan, en cambio, o los Stevenson, que son los clanes enfrentados en "Tierra de mafiosos", son dos familias cuyos miembros lo mismo entran y salen de la cárcel que entran y salen del frenopático. Están locos de atar. A lo que más se parece “Tierra de mafiosos” es a un tebeo de Mortadelo y Filemón. O a un episodio animado de los Looney Tunes. Aqui todo el mundo es como Bigotes Sam, el pistolero loco que la emprendía a tiros con el primero que le miraba de soslayo.

 - Me cargué a ese fulano –y luego me comí sus ojos y le puse la polla sobre la cabeza- porque se llamaba Michael y a mí los Michael siempre me han dado mala suerte en los negocios. 

Me lo invento, sí, pero en “Tierra de mafiosos” es todo un poco así. A lo Tarantino, pero mal. Bochornoso. Pierce Brosnan no para de hacer el ridículo y Helen Mirren -que va de gran dama del cine y lo subraya imponiendo su nombre durante muchos segundos en los títulos de crédito- está tan pasada de rosca que casi mueve más a la risa que a la tensión.

Todos los personajes de “Tierra de mafiosos” son morralla moral. No hay ninguno que te dé pena cuando muere ejecutado. Lo mismo los psicópatas vengativos que sus esposas enamoradas. Sicarios zumbados y putas amorales: en “Tierra de mafiosos” no hay cabida para ninguna flor de la primavera. 

Además, cada generación de los Harrigan y los Stevenson parece más perturbada que las anteriores, así que ya amenazan con el estreno de una segunda temporada. Conmigo que no cuenten. Estoy cansado de perder el tiempo con estas series de "tíos con cojones” que recomienda Arturo Pérez Reverte en la fachosfera.



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Bodegón con fantasmas

🌟🌟🌟


El fantasma más interesante de la película apenas sale unos segundos. Es un ectoplasma desperdiciado. Los demás no tienen gracia o se dedican a dar po’l culo con afanes tontorrones: escapar del limbo, o rematar una manualidad que dejaron sin terminar. O anhelos muy del mainstream, muy del agrado de los suscriptores urbanos, como el de ese señor que siempre se sintió mujer bajo la boina y ahora se aparece ante su hija para que le cambie el nombre de la lápida y le ponga Bernarda en vez de Romualdo.

El fantasma que yo digo es un paisano que se ha levantado de su tumba para decirle a su hijo que el vecino de finca está moviendo las lindes y comiéndole el terreno. Me troncho con él. Es igualito que el 90% de mis vecinos de La Pedanía. Hay mil motivos para pasear el ectoplasma por el mundo, desde los más sublimes hasta los más retorcidos, pero este hombre del agro eligió el que aquí hace furor desde tiempos inmemoriales. 

Hay quien resucitaría un día al año sólo para navegar en la Flotilla de la Libertad y echar una mano -aunque sea incorpórea- a los refugiados de la barbarie. Yo, en cambio, haría un poco lo que dejó escrito Luis Buñuel en sus memorias: me levantaría la noche en que se proclama el campeón de la Champions para satisfacer mi curiosidad y ya de paso echar una ojeada a los periódicos. No me interesaría por mis allegados -que a fin de cuentas irían muriendo y desapareciendo- sino por la marcha general del mundo.

Pero aquí, en La Pedanía, aislados de los demás valles noticiables, la gente está a lo suyo incluso cuando se muere: al viñedo, a la huerta, al campo de las vacas. Más allá todo es ruido o son cosas de Madrid. Cuando están vivos les coges un higo de la higuera al pasar por el camino y te asesinan con la mirada aunque haya otros doscientos estampados contra el suelo. Lo suyo es lo suyo y lo defienden con uñas y dientes, cuando los tienen. Y cuando no, se levantan a supervisar las haciendas bajo una sábana a la que practican dos agujeros.




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Diamantes en bruto

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La Ilustración apenas ha reinado dos siglos y medio. Y qué reinado, además, tan superficial y poco beligerante. Los aristócratas y los nigromantes han regresado de su exilio para dejarlo todo como estaba. Los tendríamos que haber guillotinado a todos en 1793 como propuso Robespierre. 

La Ilustración ha fracasado. Nos dejó tres códigos morales que ya no respeta ningún mandatario y entabló una lucha perdida de antemano contra la estupidez del Homo sapiens. Ningún proyecto humanista podría borrar los defectos acumulados en millones de años de evolución. Seguimos siendo un proyecto en pañales, por mucho que Stanley Kubrick anunciara un Nuevo Bebé proveniente de las estrellas.

Dos siglos después de que aquellos venerables franceses se tiraran de los pelos -y de las pelucas-, los bípedos sin vello nos hemos vuelto más laicos y más desconfiados, pero no menos supersticiosos. El hombre moderno que se conecta a Internet y conduce su BMW sigue siendo un cromañón convencido de que existe una conexión mágica entre las cosas. Un animista disfrazado de extraterrestre tecnológico. Un fraude evolutivo que luego, cuando le rascas el barniz, sigue creyendo que existe una realidad espiritual, intersticial, donde se producen continuamente los milagros y las premoniciones. Los caprichos de los dioses y las carcajadas de los duendes.

Los personajes de “Diamantes en bruto” creen a pies juntillas en los amuletos, en el karma, en los caminos de la Fuerza que explicaban los caballeros Jedi en la galaxia muy lejana. Creen cosas tan absurdas como que acariciar un pedrusco da buena suerte o que el destino particular está escrito en la cábala numérica de las apuestas. Son esos pensamientos místicos, cuasi religiosos, de los que Voltaire y compañía se carcajeaban en sus cartas escritas con la pluma y el tintero.

Al final, por supuesto, la realidad física, mensurable, ¡ilustrada!, es más dura que cualquier diamante extraído en las minas remotas de Etiopía y tallado en las joyerías más protegidas de Nueva York.



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Prince of Broadway

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Estoy casi seguro -al 99’99 %, porque más es imposible- que no tengo un hijo mío perdido por ahí. Un vástago desconocido que lleve el apellido Rodríguez entretejido en sus cromosomas. Entre las medidas drásticas y las travesías por el desierto, duermo bastante tranquilo en ese sentido. Por las mañanas, como todo hijo de vecino, me levanto esperando una desgracia del destino, pero jamás he temido que aparezca una mujer en la puerta para dejarme en custodia el fruto desconocido de un amor. Sería una sorpresa de la hostia. Un alumbramiento tan improbable que hasta podría compararse con el nacimiento de Jesús. Una cosa entre milagrosa y alienígena. Bíblica. El hito primigenio de una nueva religión.

Lucky, en cambio, el hermano negro que trabaja en Broadway trapicheando con zapatillas de contrabando y copias ilegales de bolsos de Prada, es un pichabrava con mucho éxito entre las mujeres, lo que eleva el riesgo de crear vida humana de manera involuntaria. Parece mentira, la verdad, en estos tiempos tan alejados de los curas y tan informados de los métodos, pero siempre hay imperfecciones de la materia y momentos de pura irreflexión. Y quizá, sólo quizá, intervenciones malignas del Diablo. 

Si echas un polvo de Pascuas a Ramos el riesgo se reduce a un cero con escuálidos decimales, pero si eres el príncipe de Broadway al que pocas princesas deniegan la intimidad de sus dormitorios, entonces no hay que clamar al cielo cuando te dejan el pastel con una bolsa de potitos y cuatro pañales desparramados. Es el karma de los grandes folladores: se lo pasan en grande, pero corren ese peligro desconocido para otros. 

Y aun así, los hambrientos, y los desheredados, nos cambiaríamos por ellos sin dudarlo ni un segundo.



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Sirat

🌟🌟🌟🌟


La música electrónica es perjudicial para la salud. Quizá ése sea, después de todo, el mensaje muy poco esotérico de la película. El evangelio de andar por casa que se esconde entre las energías telúricas y las metáforas redentoras. Quizá los críticos y los adeptos han sobreinterpretado a Oliver Laxe. Quizá -aunque ciertamente se le parezca, por el flipe sideral, por el aspecto de dios buenorro- Oliver Laxe no sea la segunda reencarnación de Jesucristo.

Aparte de quedarte sordo, en “Sirat” se nos advierte que la música electrónica puede dejarte tocado de la cabeza, e incluso tullido de un brazo, o de una pierna, como atestiguan esta banda de cojos y mancos que cruzan el desierto de Marruecos saltando de rave en rave como la abeja Maya saltaba de flor en flor.

La música electrónica - pero eso ya no lo cuentan en “Sirat”- también es muy perjudicial para el amor. Lo fue, al menos, para uno que yo tuve, y que se desmoronó como se desmoronan los grandes imperios que parecían destinados a durar: de sopetón, en un fin de semana tan extraño como estroboscópico. 

Un sábado malhadado, N. me llevó a bailar música electrónica a una discoteca de por aquí. Ella ya sabía de mi reticencia, pero insistió. Me dijo que le daba igual, que sólo quería desmelenarse durante un rato. Que conmigo mirándola se sentía segura y no sé qué... A la hora y media empecé a bostezar en mi taburete. Le hice un gesto para marcharnos. Se lo tomó mal. Muy mal. A la salida me dijo que le había cortado el rollo y que nunca me lo perdonaría. Que la música electrónica era su chute y su enchufe con la vida, y que si estos eran los sábados que yo la regalaba ella prefería volverse a su tierra... Eran las tres de la madrugada y yo tenía 51 años. Ella 50. No hay que irse al desierto de Marruecos para encontrar gente que lleva toda la vida instalada en una rave. 

De hecho, mientras Sergi López buscaba a su hija, yo, ya más curioso que nostálgico, buscaba a N. entre la multitud, a ver si por fin había encontrado un novio madurito - tullido o zumbado- que compartiera sus energías.

(@64scaquespasmatriz_: ya tienes la no-crítica que me pediste hace unos meses. Seas mujer o bot, lo prometido es deuda). 





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The New Pope

🌟🌟🌟🌟🌟

El dinero y el sexo mueven el mundo. Casi siempre para buscarlos y muy pocas veces para rehuirlos. Todo lo demás es tiempo de espera o un desvío por carreteras secundarias. Ochenta años antes de los hechos narrados en “The New Pope”, Liza Minnelli, en el Berlín del protonazismo, cantaba “Money makes the world go round” mientras meneaba el escote con lascivia y Joel Grey, a su lado, le hacía gestos obscenos con la lengua. 

El Vaticano -incluso el Vaticano un poco complaciente de Paolo Sorrentino- está lleno de gentuza muy poco recomendable: fascistas, viciosos, pederastas, vendedores de humo y manipuladores muy hábiles del Espíritu Santo. Pero tontos, a esas alturas del cardenalato, no creo que haya ninguno. En la carrera eclesiástica, que es la más exigente de todas las profesiones, los más decentes y los más incapaces se quedan en los primeras vallas a predicar entre las ancianas la renuncia a las riquezas y el valor supremo de la castidad. 

Mientras los curas de tropa cuentan estas martingalas a los creyentes, allá, en la Ciudad del Vaticano, en el Meollo del Asunto, los cardenales viven abrumados por sus pecados sexuales, que son muchos y variados, y también angustiados por la idea de que después de varios siglos de escaqueo, el Gobierno italiano les haga pagar impuestos para terminar con sus días de vino gratuito y rosas en el jardín. 

Bragueta y bolsillo: no hay nada más. Por mucho que se revistan de ropajes y de ceremoniales, los cardenales son iguales que nosotros. Nada les distingue de la plebe a la que amenazan con las penas del infierno. Muchos de ellos ya ni siquiera creen en Dios, porque hace mucho que dejaron de creer en los hombres y en las mujeres. Ya quedan muy lejos los días en los que se sintieron especiales, casi espirituales, cuando escuchaban la voz de Dios y a veces, durantre unos segundos maravillosos, se creían libres del instinto y de las imperfecciones de la carne.




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La buena letra

🌟🌟🌟


En “La buena letra” no hay banda sonora: sólo silencios, suspiros, deseos reprimidos... Y un cerdo que sorbe la sopa como si nunca hubiera salido de la aldea. La primera vez piensas: bueno, es un recurso dramático como cualquier otro: el tipo tiene hambre, y vive en la España del hambre, y carece de modales refinados. Etcétera. Pero a la tercera vez ya no sabes qué pensar. Ese hozar cerduno rompe la atmósfera insonorizada y se eleva a la categoría de metáfora ininteligible. Es una conducta repulsiva y estomagante, sí, pero seguramente esconde un sentido narrativo que se me escapa. Una cosa ya de culturetas, de exégesis profunda del alma de los personajes. 

En los tiempos de la masculinidad tóxica se decía que estas películas eran “cine de tacitas”. De mujeres que se contaban sus cosas íntimas en las sobremesas del té o del café: las frustraciones sexuales, los devaneos del marido, los logros inigualables de los hijos... Pero ya no vivimos en esos tiempos de expresiones incorrectas. Ni siquiera hay tazas de té o de café en “La buena letra”, porque recuerdo que estamos en la posguerra de los perdedores y que aquí todas las infusiones se hacen con achicoria. Las tazas del matrimonio Casamajor son de latón o de una loza ya muy desconchada. Tazas de pobres, de parias del pueblo, que viven con lo justo porque el marido es un rojo de mierda y la mujer apenas gana cuatro pesetas deslomándose en la máquina de coser. 

Su casa, además, carece de valor inmobiliario en 1940. Hoy, sin embargo, costaría un millón de euros por estar tan cerca del mar y guardar las esencias del mundo mediterráneo. Es lo que tienen los pobres: que siempre nacen en la familia inadecuada, y en el sitio inadecuado, y en la época inadecuada. La diferencia entre la riqueza y la pobreza reside apenas en un puñado de genes, en unos pocos kilómetros, en unos años de desfase en los calendarios. 




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Una quinta portuguesa

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Me paso la vida soñando con retiros asturianos o escandinavos, pero también me valdría, por qué no, un casoplón colonial en Portugal. Una quinta portuguesa en el norte del pais. Un sitio donde llueva con frecuencia y no te ases de calor; que sea barrido por el anticiclón de las Azores -ese hijo de puta- pero también por las borrascas benditas que llegan del Atlántico. Un lugar donde nadie del pasado pueda encontrarme, y si me encuentra, que tenga que pensárselo dos veces antes de coger el coche y luego el burro que sube por los senderos. 

Sería ideal, sí, para decirle adiós a todo eso, una quinta sólida y señorial, construida por una familia de cabrones que explotaron mucho a sus esclavos. No pasa nada: se iza una bandera roja en lo más alto del torreón y ya queda limpia de pecado. ¿No bendicen los curas las propiedades de los ladrones? Pero eso sería, claro, si yo fuera el dueño de la hacienda. En la vida real nunca podría comprarla con mi sueldo de funcionario, así que habría que echarle la misma jeta que le echa el protagonista de la película: plantarme delante de la dueña y decirle, ni siquiera en portugués, que soy un jardinero cualificado y simular un dominio vergonzoso de la azada. Y que salga el sol por Antequera. O por el Alto Miño. 

Una habitación tranquila con vistas al monte o al mar: no pido más. Si no puedo ser el dueño, ser, al menos, un huésped con privilegios. Silencio. Sobre todo silencio. Con eso me vale. Que la carretera y la fiesta del pueblo queden a tomar por el culo. Para o inferno com isso. Y a ser posible, una conexión por cable, o por satélite, para seguir viendo la liga manipulada de Negreira y al menos indignarme muy lejos de la cueva de Alí Babá. 

No sentir saudade por lo que quedó atrás. Por nada ni por nadie. O sólo por los vips. Ya tengo bastante con las pesadillas. Renacer en un país vecino pero distinto. Y sobre todo: no tener que hablar en inglés nunca jamás. No volver a ponerme en evidencia. Portuñol para todo. Para el amor y para el supermercado. Para dar los buenos días a los lugareños y también para alejar a los turistas con indicaciones equivocadas.



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Mi ùnica familia

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Incluso los incultos que nunca la hemos leído sabemos que “Ana Karenina” comienza con una frase celebérrima que dice -gracias, Google- así: 

"Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada".

Ya que este blog no deja de ser un diario en marcha, podría hablar de las infelicidades familiares que rodean mis dos rancios apellidos, pero esos detalles escabrosos -lo recuerdo una vez más- sólo están disponibles en la versión de pago, así que me viene de perlas esta película de Mike Leigh para ilustrar la cuestión. Porque si es verdad que la historia del cine podría resumirse en el argumento de chico busca chica, no es menos verdad que también podríamos interpretarla bajo la frase lapidaria de León Tolstoi. Qué son los Corleone, o los Skywalker, la familia de Cassen en “Plácido” o la de Antonio en “Ladrón de bicicletas”, sino familias infelices que se han ido trabajando la desgracia o se la han encontrado sin merecerla. Las familias que no terminan con un loco dentro terminan arruinándose o diezmándose en trágicos accidentes. En realidad, por mucho que sonrían, no hay ninguna familia que no esté podrida por dentro. El cúmulo de agravios y decepciones es un poderoso oxidante celular.

La familia de “Mi única familia” se viene abajo porque uno de sus miembros -en concreto la esposa y madre- ya se vuelto insoportable del todo. Un auténtico cáncer de la convivencia que no recibe tratamiento farmacológico ni ayuda psicológica. Y sin embargo, nadie tiene el valor de mandarla a tomar por el culo o de avisar a los loqueros para que vengan con la camisa de fuerza. A veces lo llaman cariño, o aguante, pero en realidad sólo es miedo a la soledad, o incapacidad de sobrellevar las tareas del hogar. Hay gente como estos hombres de la película que prefiere aguantar a una loca sin remedio a tener que prepararse ellos mismos la cena o hacer la colada los sábados por la mañana.





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Becoming Madonna

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Madonna fue el mito erótico de mi adolescencia. Quedé hipnotizado por sus ojos, y por todo lo demás, desde que la vi gateando en aquella góndola de Venecia. Fue justamente eso: una aparición de la Virgen. Like a virgin... No la conocía de nada y de pronto me pareció la mujer más guapa del mundo. Luego vino el vídeo de “Material Girl” y la fascinación ya se tornó en enamoramiento aristotélico, que es un poco más sucio que el enamoramiento platónico de los inocentes.

Durante años viví secuestrado por ese ideal de belleza, un poco retaco pero de rostro perverso Mi reino por unos ojazos como los suyos... Mi imperio por ese lunar de su cara que yo siempre preferí a la pinacoteca nacional. Y luego ya ves: ahora son las pelirrojas estilizadas las que pueblan mi imaginación en decadencia. 

Cada vez que un compañero del instituto se metía con ella -que si vaya piernas de ciclista, o que si vaya pandero de paisana- yo me convertía en el paladín medieval que la defendía lanza en ristre sobre mi puente. Yo cosificaba mucho a Madonna, es verdad, pero es que tampoco me quedaba otro remedio. Yo hubiera querido viajar a Nueva York para conocerla mejor: apreciar su belleza interior además de la belleza más evidente que a mí me sulibeyaba.  O mejor aún: que ella, que disponía de mucho dinero, viniera a León para conocer al más rendido de sus admiradores; para que viera que yo en el fondo era un buen chaval y que bastaba una palabra suya para convertirme en esclavo arrodillado.

Pero luego, con los años, Madonna tiró por un camino y yo tiré por el otro. Divergimos. Ella se fue haciendo cada vez más rica y planetaria y yo cada vez más pobre y provinciano. Nunca la olvidé, pero ya no la tuve presente en mis oraciones. Y así hemos vivido, culo con culo, hasta que el otro día, mientras husmeaba en el menú de Movistar, descubrí este documental que relata sus comienzos en el mundo de la música: la vida de Madonna antes de que descendiera de un rascacielos para anunciarse entre los muchachos. Y entre las muchachas. Reconozco que en mi estómago aún sobrevivían un par de mariposas que se pusieron a revolotear.



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Borgen. Temporada 3

🌟🌟🌟

En España tenemos sol, y playa, y cervecita fresca en la terraza. Escaqueo laboral y cachondeo por arrobas. Mientras no haya un gobierno que restrinja estos privilegios nos va a dar igual que nos roben otras cosas fundamentales: el dinero público, o la dignidad. 

La gente de este país, cuando llega el invierno, se conjura para dar un vuelco electoral en las próximas elecciones. Son inviernos casi pre-revolucionarios, como aquellos de la escalinata de Odessa y del acorazado Potemkim. Pero llega la primavera y los mismos que en enero juraban no tener ni un puto duro se acomodan en las terrazas y ya no quieren hablar más de política o de corrupciones. “Como en España, en ningún sitio”, te dicen cuando hace solo dos meses renegaban de su país y del carácter incorregible de nuestra raza. Son los mismos, sí, que hace nada soñaban en voz alta con vivir en los países nórdicos del bienestar, allí donde los políticos dimiten y muchas veces dicen la verdad. El buen tiempo es el aliado natural de nuestros explotadores. El sol es el opio del pueblo.

En Dinamarca, en cambio, tienen frío invernal, y playas chungas, y una cerveza cojonuda pero a unos precios desorbitados. Como el clima es arisco y el café también cuesta varias coronas de más, los daneses se afanan en construir una sociedad que funcione y les aporte felicidad por otros derroteros. 

En el palacio de Christiansborg también hay mucho hijo de puta pululando por los despachos, porque los daneses, hasta que no se demuestre lo contrario, pertenecen a la misma especie que la nuestra. Pero allí el sistema funciona, y los mecanismos punitivos están bien engrasados. Más allá de las ventanas donde los políticos discuten o trapichean, en “Borgen” se adivina una sociedad modélica que uno quisiera copiar en este país. Daría tres salmones ahumados por ser Alicia en un país de las maravillas donde hay impuestos rigurosos, servicios públicos y conciencias ecológicas. Gente que habla inglés con soltura para ser verdaderos ciudadanos del mundo y no unos paletos irrecuperables.





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Lazos ardientes

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Las nuevas masculinidades ya no se inmutan cuando dos amantes lesbianas se pegan el lote en una pantalla. Lo que hemos ganado en mansedumbre lo hemos perdido en alborozo y en capacidad de sorpresa. Los jóvenes han crecido en un mundo donde cualquier preferencia sexual ya no tiene más chicha ni más morbo que cualquiera; y los viejos, que han sido reeducados en clínicas muy caras de las montañas suizas, ya presumen en su mayoría de no excitarse con las mismas cosas de antaño.

Las viejas masculinidades, en cambio -al menos las que todavía no hemos entrado en la pitopausia demoledora- aún tenemos alegres erecciones cuando dos mujeres como Gina Gerson y Jennifer Tilly comienzan a acariciarse los pechos y a besarse con las lenguas juguetonas. Esta erección involuntaria -pero muy potente- que me ha sobrevenido en el momento más caliente de “Lazos ardientes” posee un 70% de orgullo -porque a mi edad ya no son todos los que pueden sostenerla- y un 30% de culpabilidad, por seguir, sí, excitándome con un amorío que ya no tiene nada de excepcional ni de morboso. Esta erección ha sido, como todas la erecciones, un acto casi reflejo, enraizado en capas muy profundas del subsuelo. Una reacción bioquímica irremediable. Una vergüenza, quizá, en un hombre decente del siglo XXI.

Hoy, en la piscina, en ese trance mental que llega cuando ya has perdido la cuenta de los largos y de los cortos, he ido elaborando un pódium de escenas para rebozarme todavía más en el barro primordial. En el número 1, por supuesto, está Adèle Exarchopoulos enamorada de Léa Seydoux en “La vida de Adèle”; en el número 2, Naomi Watts aferrándose a la última esperanza en el cuerpo de Laura Helena Harríng, en “Mulholland Drive”; y en el número 3, quizá por reciente, quizá porque mi memoria no es tan fértil como yo creía, estas dos mujeres de “Lazos ardientes” que lograron salir de una trama mafiosa de mil pares de cojones metafóricos pero también muy reales y agresivos.




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Matrix

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Para mí, ver “Matrix” es como leer “El capital” del abuelo Karl: una explicación del mundo laboral. De la explotación del hombre por el hombre. O por las máquinas. Verdades como puños, y recordatorios como templos, aunque en el caso de “Matrix” se expongan de un modo metafórico por el bien de la taquilla, y vengan disimuladas con hostias de Hong-Kong y ensaladas de disparos. 

El éxito de “Matrix” -su huella profunda en la cultura, su mensaje milenarista justo cuando rematábamos el segundo milenio- se debió a que cualquiera pudo interpretar el argumento a su antojo. Hay para todos. "Matrix" fue como aquel anuncio de la Coca-Cola que vendía el elixir para los listos y los menos listos, los altos y los bajos, los tímidos y los extrovertidos... 

Los hermanos Wachowski -ahora ya hermanas- acertaron con un argumento clásico, de griegos filosofando en el ágora o de germanos bigotudos dando clases en la universidad. ¿Qué es la realidad? Ésa es la gran pregunta que flota sobre todas las demás. Para los creyentes, la realidad sólo es el Más Allá y el mundo apenas un tránsito que dura un pestañeo. Para los físicos teóricos, la realidad es algo en verdad incognoscible; si acaso, el colapso de una función de onda provocado por el observador. Para el obispo Berkeley, en cambio, que no estaba tan alejado de los físicos teóricos, la realidad sólo es un sueño de Dios, un artificio que parece tangible pero en realidad es inmaterial. Puro Matrix si lo piensas. 

¿Y para un bolchevique? Para nosotros, que ya sólo le hablamos a los pájaros, la realidad es la explotación humillante de los trabajadores. Todo lo demás es interesante pero improductivo. Charlas de café. Los humanos de “Matrix” convertidos en pilas son la imagen perfecta de nuestra opresión: porque qué otra cosa somos, si no bestias engañadas, entretenidas con las pantallas de colores, mientras los amos nos ordeñan los vatios para pagarse sus lujos y reírse de nosotros desde lejos, o desde muy lejos, mientras navegan en sus yates o nos sobrevuelan con sus jets. 



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Austin Powers 2: la espía que me achuchó

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María Umpajote, Marifé Lación... Es que las recuerdo y me troncho por la mitad. Y Johnny Mentero, como jefe de la cuadrilla. Y un gordo cabrón llamado Gordo Cabrón... Personajes inolvidables. Puro acervo cultural. A la altura de Sancho Panza y de Dulcinea del Toboso, que también tenían algo de juego de palabras.

A lo tonto a lo tonto, Mike Myers y su doblador Florentino Fernández han dejado memes inmortales para la gente como nosotros, criada en el arrabal: el mojo, y el "¡oh, sí, nena!", ,y por supuesto, el personaje -y el concepto- de Miniyó. Miniyó, con tilde en la o y dedo meñique sobre los labios.

Miniyó es el deshueve absoluto. Un actor enano, por cierto, porque los acondroplásicos también tienen derecho a trabajar. Miniyó es la aspiración máxima de cualquier padre con hijo o de cualquier madre con hija. No sé si las podemitas dirían “Miniyá” o “Miniyé”. A saber. Tampoco creo que Austin Powers esté precisamente en su santoral. Miniyó es un clon no clonado del todo. Una versión mini que sigue nuestro rollo y guarda un  parecido más que razonable. El orgullo de la sangre. El egoísmo profundo del ADN. La tontería fatal de todo progenitor.

La última vez que vi “La espía que me achuchó” fue precisamente junto al Miniyó de mis cromosomas. Aunque él sea más bien Miniellla... De eso hace ya doce años que han pasado como si fueran doce segundos. Apenas unas campanadas de Nochevieja. Miniyó tenía por entonces trece años más inocentes que el asa de un  cubo. Recuerdo que ni siquiera se enteró de la coña marinera de Marifé Lación... O quizá sí, pero no le vio la gracia por ningún lado. Él siempre fue mucho más maduro que yo, que vivo anclado en una preadolescencia con canas en las sienes. En una especie de progeria ridícula de la cinefilia. 

En mi caso debe de ser el mojo, que aún burbujea por las venas. Ya no es edad, pero ahí está, desafiando a la entropía y a la fecha de caducidad. Mi mojo es mi orgullo y mi condena. Mis esperanzas de maduración pasan por su completa evaporación, pero ni las canículas del verano han podido, de momento, con su densidad de agente secreto.



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Austin Powers: misterioso agente internacional

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Me he reído mucho viendo esta estupidez. Esta sandez elevada al cuadrado. Porque la película, salta a la vista, es una majadería pensada solo para divertir a los majaderos. Y eso es lo triste: que a mí me toca. A mí me vale. Porque me troncho. Me parto el ojete. No debería, nena, ya lo sé, pero lo hago. Por gustos así -tan zafios y tan pueriles- te quitan el carnet de cinéfilo y te envían la Mancha Negra las mujeres.

Me he reído como un bobo, o como un bonobo, porque también había algo simiesco en mis risotadas. Algo muy primario, de cuatro millones de años de antigüedad en el árbol evolutivo. Caca, culo, pedo, pis... y el acto reproductivo. Es una mezcla imbatible para los espectadores de lenta o nula maduración. Los chistes de mingas y melones son como un embrujo para mí. ¡La zafiedad al poder! Y en “Austin Powers” hay muchos chistes así. Macanudos, nena. Pistonudos...  Joder: hacía siglos que no oía esa expresión, pistonudo, desde los tiempos del patio del colegio: Butragueño es pistonudo, o las domingas de Marta Sánchez son pistonudas. Mamá, he sacado una nota pistonuda en matemáticas...

Me he reído -eso también es verdad- bajo la presión de un complejo de culpa que ha estado ahí todo el rato, latente y pelmazo, pero que no ha llegado a joderme del todo la función. Con los años he aprendido a dejarlo amordazado en su lado del sofá. Cada loco con su tema y cada uno es como es. Supongo que no hay cinéfilo que no guarde un cadáver en su armario, y yo tengo unos cuantos cuando llega la hora de reírse. Los voy desempolvando según mi estado de ánimo y hoy le tocaba plancha y almidón al cuerpo presente de Austin Powers.

Aun así, aunque me autojustifique, sé que tengo el gusto perdido y el alma podrida. Nueve de cada diez adultos consultados consideran que “Austin Powers” es una mierda pinchada en un palo. Una película hortera y chabacana. Una broma de mal gusto. De hecho, las payasadas de Austin Powers ya están incluidas en el “Índice de Películas Prohibidas por la Nueva y Santa Inquisición”. 




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Superestar

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Creo que nunca vi dos minutos seguidos de “Crónicas marcianas”. Era un mundo incomprensible para mí, ajeno y endogámico. Aquello del Mississippi sí que lo veía un poco más, en la cadena rival, pero sólo porque salía Lucas Grijander haciendo homenajes a Chiquito de la Calzada, que es el santo fundador de nuestra cofradía de payasos. 

La verdad es que la noche del mainstream nunca ha sido mi varadero. En aquella época, por ejemplo, los marcianos de la tele siempre me pillaban viendo la copa de Europa o la película de las diez que daban en Canal +; y luego, a las doce, mientras me tomaba el Cola-Cao, sintonizando el informativo de CNN + para ver a Leticia Ortiz dando las noticias del día. Qué guapa era, jolín. Y qué guapa sigue siendo... Yo estuve enamorado de ella mucho antes que el puñetero príncipe de Beukelaer.

No vengo aquí a presumir de haber sido un no-televidente de “Crónicas marcianas”. Cada uno pierde el tiempo como quiere y el mío siempre lo pierdo persiguiendo un balón con la mirada. No había altura intelectual en el programa de Sardá, pero tampoco la había en un Inter de Milán-CSKA de Moscú o en Ferencvaros-Rapid de Viena. O sí, pero sólo un poquito más: lo que tiene el fútbol de metáfora o de esfuerzo colectivo. Yo vengo de la purrela y en la purrela me solazo. Nunca se produjo el salto de calidad ni el refinamiento de los gustos.

Y así, con tan escaso bagaje -apenas aquello de Boris Izaguirre enseñando el cilindrín y una noción muy básica de quiénes eran Tamara Seisdedos y toda su cohorte de Friquilandia- me embarqué en esta serie creada y perpetrada por Nacho Vigalondo al regazo de los Javis. 

Yo venía a recuperar un poquito de nuestra historia televisiva pero he acabado perdido entre gentes desconocidas o irrelevantes. Sólo he visto completo el episodio dedicado a Leonardo Dantés porque él sí es un viejo conocido en los entornos futbolísticos: un compositor como la copa de un pino de himnos ridículos y cánticos sandungueros. Un ídolo, y un referente. Lo que hace Secun de la Rosa con su personaje es un milagro del suplantamiento. 




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Sonrisas y lágrimas

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“Sonrisas y lágrimas” empieza, literalmente, en todo lo alto, sobrevolando las cumbres alpinas que rodean Salzburgo. Aún no suena la música -the sound of music- pero el paisaje es tan bonito que por unos segundos nos sentimos conmovidos. Era todo tan cursi en mi recuerdo... 

Cuando la cámara desciende al valle y aparece Julie Andrews vestida de novicia católica -pero dando vueltas como un derviche musulmán- me agarré instintivamente al brazo del sofá porque empecé a temerme lo peor. De pronto ya era todo muy insufrible en mi recuerdo... Y aún así, lo peor aún iba a tardar unos minutos en llegar". Porque "The sound of music”, la canción, es bonita, e incluso pegadiza, y Julie Andrews está mucho más guapa que en mi recuerdo de la infancia, quizá porque entonces yo no me fijaba tanto en esas cosas. El paisaje es hermoso, y la alegría es contagiosa, y por un momento quiero creer que las casi tres horas que dura “Sonrisas y lágrimas” no van a ser un tiempo perdido. Me acordaba de mi madre, en el cine Abella de León, en un reestreno ya irrecuperable en la pantalla grande, canturreando las canciones dobladas al español y yo a su lado dejándome llevar por los sonsonetes. 

Pero el hechizo, ya digo, apenas dura lo que tarda Julie Andrews en recoger su toca y regresar al convento de Salzburgo a toda hostia consagrada. El siguiente número musical es un engendro azucarado cantado por las monjitas, y a partir de ahí ya todo será bochornoso, descatalogado, como rodado hace sesenta siglos y no hace sesenta años. 

Hay cositas, claro: alguna canción, alguna señorita guapa, y sobre todo el parecido asombroso de Christopher Plummer con Ernesto Alterio, hasta hoy ignorado por mi cinefilia. Pero “Sonrisas y lágrimas”, la verdad sea dicha, ya no hay quien la aguante. Me lo temía. Yo sólo venía por lo turístico, por ver Salzburgo en una película, ya que este verano paseé por sus calles buscando los fantasmas de la música y del viejo celuloide. 




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A different man

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A Renate Reinsve la conocimos en provincias cuando pasaron por Movistar “La peor persona del mundo”, aquella película noruega que presumía de varios premios y alabanzas en su cartel promocional. 

Se suponía que Renate interpretaba a una persona ruin y despreciable, pero luego, al final, la cosa no era para tanto: su personaje solo era una mujer frívola, algo perdida e inmadura: la hija irremediable de estos tiempos modernos donde el amor ya no soporta la menor de las contrariedades. Yo esperaba, no sé, una asesina profesional, o una cabeza coronada, o una presidenta de comunidad autónoma que anima a sus votantes a beber cervezas sin parar. 

Recuerdo que quedé completamente prendado de esta actriz que vino del frío y de los fiordos. Son cosas que todavía nos pasan a los hombres sin reciclar. Lo digo porque a enamorarse platónicamente de una actriz -un acto reflejo tan inocente y tan viejo como el propio cine- ahora, las feministas, en su Diccionario de Neolengua, lo llaman “cosificar”. Pero se pongan como se pongan, los amores como éste mío por Renate no son más que bobadas ideales, inocuas, de tertulia de cinéfilos. Ensoñaciones diurnas mientras uno nada en la piscina o friega los platos en la cocina. Una sublimación pixelada de los instintos. 

De hecho, si Renate Reinsve fuera mi vecina, yo jamás soñaría con que ella me concediera sus favores. En mi caso por viejo, y por feo, y por pobre, y en el caso del prota de la película por tener el rostro devastado por la misma neurofibromatosis que padecía el hombre elefante. 

Las mujeres como Renate, en el mundo real -porque es ley de vida y axioma de la selección natural- siempre salen con hombres muy guapos o forrados de dinero. Es por eso que “A different man” yo la colocaría en el género de la ciencia-ficción más desopilante. Su trama transcurre en un universo paralelo donde las noruegas implacables salen con pescaderos poetas o con funcionarios del grupo B. O con pobres desgraciados que sin un duro en el bolsillo tratan de disimular la monstruosidad de su rostro con la simpatía de su carácter. 




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Here

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En esta casa en la que vivo nunca ha vivido nadie más. Bueno, sí: una pareja, por tiempo limitado, que la ocupó cuando yo me mudé por culpa del amor. Tardaron pocos días en descubrir que la casa no se ajustaba a sus necesidades, así que estaba nuevamente disponible cuando al cabo de un par de meses regresé con el rabo entre las piernas: donde siempre ha estado, para mi suerte, pero aquella vez muy tristón y hasta humillado. 

(Iba a decir que regresó con la lección aprendida, pero el hombre, y su miniyó, son los únicos animales que tropiezan dos veces -y las que hagan falta- con la misma piedra del camino).

Mal lo tendría, pues, Robert Zemeckis, si quisiera rodar aquí una película como “Here”. En esta casa no hay fantasmas de las Navidades pasadas rondando por el salón, a no ser los que vivieron conmigo en carne y hueso y ahora son presencias energéticas que se desvanecen sólo por la noche. Por ahí ronda el hijo que voló del nido, y las ex amantes, y los dos compañeros de piso que se murieron del mismo mal... Amigos que vinieron a ver partidos del Madrid y fontaneros que vinieron a desatascar alguna tubería. En el salón de mi casa hubo polvos del siglo y llantos de incomprensión; mucho snooker en Eurosport y discusiones telefónicas que prefiero no recordar. Mucha comida y siestas rotundas. Películas maravillosas y películas ridículas como “Here”.

Porque “Here” es eso: una ridiculez, un monumento a la ñoñería. Un “experimento sociológico” que consiste en imaginar la vida que habrían llevado Forrest Gump y Jenny Curran si él no hubiera sido una persona con capacidades diferentes en un entorno socioeducativo poco inclusivo, y ella, bellísima, pero más bien imbécil, no hubiera tropezado cien veces con los machos más indeseables del ecosistema

Zemeckis quiere imaginarlos así, normales, funcionales, americanos puros de extrarradio, y para no aburrirnos demasiado salpica sus arrumacos y sus mierdas con flashbacks de las parejas que habitaron la misma casa y también soñaron con los polvos de la felicidad y la esperanza de una muerte lejana y poco dolorosa. 



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Bird

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Es difícil, muy difícil, ser misántropo y socialista al mismo tiempo. ¿Cómo interesarme por el bienestar de la gente común si no soporto a la gente común que me rodea? 

Vivo, desde los años de mi formación -o de mi malformación- una contradicción del espíritu que resuelvo por el camino más fácil de la filosofía: no hacer (me) demasiadas preguntas. También soy rojo y del Madrid, maestro y herodiano, jesuita de aspecto y sátiro de corazón. Soy el equilibrio precario de varias creencias incompatibles. El que quiera acorralarme con argumentos lo tiene fácil porque yo no tendría más remedio que darle la razón. Otra cosa es que yo, a mi edad, convencido ya de unas cosas y  de sus contrarias, vaya a cejar en mi empeño de hacer malabares con las naranjas.

“Bird”, por ejemplo, debería tocarme el alma socialista que se indigna con la vida miserable de los extrarradios. Pero me quedo más bien frío, cayetano, indiferente a la suerte de estas chonis y estos drogatas. No sé... Por mí que les den por el culo. Ni siento ni padezco. Mientras no muera ningún inocente y los niños puedan seguir jugando en los parques destartalados, yo ya me retiro tranquilo a mis aposentos. Ningún marxismo, ningún leninismo, ningún asalto de los soviets al Palacio de Buckingham podría salvar a esta gente de lo que son: lumpen. El resto marginal donde no llega ninguna mano tendida ni ningún orden racional. El comunismo quiso cambiar a la gente y se empotró contra el muro  inexpugnable de la biología. Una cosa es ordenar la vida económica para que se redistribuya la riqueza y otra conseguir que el tarado o el irrecuperable se incorpore al engranaje.

Las películas de Andrea Arnold no tienen nada que ver con las de Ken Loach, su compatriota socialista. En las películas del abuelo Ken salen proletarios de verdad, hombres y mujeres que se han quedado en paro o que cobran cuatro duros por deslomarse. Pero ellos quieren trabajar, participar, construir. Pagar impuestos para que luego les salga más barato el autobús o la cama de hospital. Los trabajadores de Ken Loach son mi gente, mis cuates, mis iguales en la lucha de clases. Los personajes de “Bird”, no. 





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