Amanecer

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En la Escuela de Jóvenes Comunistas de León -la añorada EJCL- veíamos en bucle las obras maestras del cine mudo soviético: “El acorazado Potemkin”, y “Octubre”, y “La madre” ya olvidada de Vsevolod Pudovkin. Pero las películas del cine mudo americano, salvo las comedias de Chaplin y de Buster Keaton, no venían incluidas en el currículum oficial enviado por Moscú. El corazón se nos volvió rojo como un tomate pero la cinefilia se nos quedó cojitranca para siempre.

Es por eso que años después, en la Universidad, ya mezclado con los jóvenes que provenían de los institutos capitalistas, quise sacarme el carnet de cinéfilo y me suspendieron por culpa de aquellas lagunas formativas. Me dijeron que viera por mi cuenta el cine mudo americano y que volviera a examinarme cuando me creyera preparado. Y como yo era un chico educado en el tesón estajanovista me dediqué a ello con ahínco. Pasé muchas horas en el cineclub universitario de León y en la Obra Cultural de Caja España, alternando los sueños de cinéfilo con los sueños de seductor. El ojo derecho siempre atento a la pantalla y el ojo izquierdo siempre atento a las chicas solitarias de la platea.

Fue entonces cuando vi “Y el mundo marcha”, y “El nacimiento de una nación”, y “La reina Kelly”, y “Alas”, y “El gabinete del doctor Caligari”, y el “Nosferatu” de Murnau, que es por cierto el mismo director de “Amanecer”. Y muchas más películas que ahora no recuerdo... Pero mis esfuerzos -y con muchas “obras maestras” había que esforzarse de verdad- no se vieron recompensados. Cuando me presenté al segundo examen la oficina de cinéfilos ya no existía. La habían trasladado a Oviedo, o a Tegucigalpa, ya no recuerdo bien, pero en cualquier caso  al otro lado de las cordilleras y de los mares.

(¿"Amanecer"?: una cursilada. Bonita y tal. Dicen que es la cumbre del cine romántico y yo no veo el romanticismo por ningún lado. Diez minutos después de que su marido haya intentado asesinarla, ella le perdona y se van de cuchipanda por la ciudad. Groucho Marx habría pedido un niño de cinco años para que le explicara este sinsentido argumental).  




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Código desconocido

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El código que utiliza Michael Haneke en “Código desconocido” es eso: desconocido. O más bien incognoscible. Haneke es como ese sordomudo que al comienzo de la película trata de explicar un sentimiento sin que nadie le comprenda. 

Haneke es un tipo retorcido, demasiado inteligente, y puede que su objetivo sea precisamente ése: que no le comprendamos. Que cada cual se monte su propia película. Él siempre se acoge a ese principio cuando le interrogan: yo respeto la inteligencia del espectador. Y yo, aunque también le respeto, porque su cine le avala y el tipo razona como nadie, a veces pienso que se deja llevar por la vagancia y luego deja que nos apañemos.

Haneke pega cuatro brochazos en "Código desconocido" y los demás tenemos que imaginarnos el paisaje. O la abstracción. Porque ni siquiera eso queda claro: ¿La película es un retrato de Antonio López o una ocurrencia cromática de Kandinsky? Podría ser un conjunto de vidas cruzadas sin más, a lo Robert Altman, pero también una metáfora sobre los abismos comunicativos en la Europa continental. De hecho se mezclan hombres y mujeres, franceses e inmigrantes, hablantes y sordomudos...  Quién sabe. Haneke es medio filósofo y medio melómano, y medio raro. Nos hace gracia no entenderle del todo pero también nos desespera. 

(Lo único que está claro es que está tan enamorado de Juliette Binoche como cualquiera de nosotros. La belleza de Juliette es el acuerdo de mínimos y la referencia indiscutible. Un lenguaje universal).

He leído varias críticas de “Código desconocido” y todo el mundo está un poco como yo: tirando de verborrea para justificar un post en Instagram o un artículo alimenticio. Mal síntoma. Eso es que nadie se ha enterado de gran cosa. Lo que pasa es que nos da un poco igual, porque no dejas de prestar atención a todo lo que pasa. Quizá era ése el objetivo pedagógico: que estés atento a otras vidas y nada más. Que comprendas que todos vivimos relacionados de algún modo. La mariposa y el tornado.





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Happy End

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A Michael Haneke le fascinan los burgueses. Y a quién no, me pregunto, aunque nos tegan subyugados. Lo que pasa es que a Haneke le interesa su vida privada e inconfesable, ésa que sucede en los dormitorios de seda y en los retretes de porcelana. 

Haneke ha montado en “Happy End” un terrario para ver cómo viven estas hormigas en su ecosistema. O más bien las cigarras, si nos atenemos al cuento tradicional, porque más allá de supervisar a sus esclavos o de firmar papeles en las notarías, estos burgueses afincados en Calais no dan ni golpe en toda la película. Los hormigueros son más bien una metáfora del ajetreo comunista e igualitario. Un lugar de trabajo y un cobijo rudimentario, nada que ver con el casoplón de la familia Laurent donde abundan las mantelerías y los candelabros, las sirvientas de cofia y los muebles de Maricastaña.

Haneke, sin embargo, no hace una crítica marxista de sus personajes. Los Laurent son mentirosos y retorcidos, sádicos y puñeteros, pero no por ser burgueses, sino por pertenecer al género humano. La filmografía de Haneke sostiene que lo mismo puedes encontrar estas desviaciones en los pisos de protección oficial que en los chalets de lujo de la sierra. Nuestro austríaco predilecto siempre ha sido un misántropo que no hace distingos de raza o de religión, de procedencia o de clase social. ¿Niñas psicópatas, abuelos suicidas, herederos lunáticos, maridos infieles, amantes coprófilas...? Los pecados de la familia Laurent son ubicuos y transversales.

A Haneke hay que reconocerle, eso sí, que mola mucho más ver estas torceduras entre gente que se viste de gala para asistir a conciertos de violonchelo. En la burguesía se nota más el contraste entre la forma y el fondo, entre la vestimenta y el alma. Entre la cultura y el australopiteco.




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The Pitt

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Siento un alivio muy poco solidario cuando el paciente que ingresa en “la fosa” es alguien que se ha puesto hasta arriba de fentanilo o se pegado una hostia de campeonato conduciendo su Maserati. Porque yo no me drogo, ni tengo carnet de conducir, y me consuelo pensando que estoy libre de ingresar en el Hospital de La Pedanía por asuntos tan festivos como estos.

Me pasa igual cuando el ingresado ha recibido un balazo en un concierto de Rosalía o se le ha tronzado el pene de tanto forzarlo en una orgía. No frecuento esos contextos. Y lo mismo cuando el enfermo es un adolescente que padece sarampión o una señora muy anciana con un problema de vasculitis. Me palpo el carnet de identidad y pienso que ya estoy muy lejos del primero y todavía a varios años luz de la segunda.

Aunque la serie está muy bien hecha y puedes llegar a sentir cierta angustia por el ingresado, estos casos no me agarran de los hombros para zarandearme. No señalan el peligro real que me acecha por ser un descuidado con las comidas o un heredero de varios cromosomas atravesados.

Aunque en la vida real he pasado un par de veces por los boxes más peliagudos de las urgencias, llega un momento, viendo “The Pitt”, que te sientes como inmune, como si la enfermedad o la muerte no te concernieran del todo o fueran una mínima probabilidad de las matemáticas. Hasta que de pronto aparece la camilla que trae desmayado a mi álter ego nacido en Pittsburgh para que se joda la fiesta y regrese la certeza terrible de mi fragilidad. Una hipocondría basada en hechos reales que podría haberme ahorrado con sólo apagar el televisor : 

- “¡Varón blanco, en la cincuentena, rápido, rápido, le cuesta respirar, dolor abdominal, saturación disparada, 50 mililitros de Resucitol y 6 miligramos de Esperanzatril!, ¿usted qué opina, doctor Robinavitch, tenemos que rajarle el abdomen o meterle un catéter por la arteria femoral, pipipipipi... ¡se desploma la tensión!, ¡hay que intubar!, ¡tres inyecciones de Hostiaputaquesenosva!...





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Los que se quedan

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“Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”. Lo decía Lula Pace en “Corazón salvaje” y lo tengo puesto en el frontispicio de mis perfiles. Lula tenía más razón que una santa de los pecadores.

“Los que se quedan”, sin embargo, viene a decir que todo el mundo es raro pero guarda en su interior un corazón de chocolate. Yo, por supuesto, no lo suscribo, ni por razones empíricas ni por pensamiento filosófico, pero reconozco que la película de Alexander Payne me arranca una lagrimita de emoción. Contradicciones... Es la magia del cine, supongo, que te hace creer en los midiclorianos, y en el amor imposible con Julia Roberts en Notting Hill, y ya puestos, en la naturaleza roussoniana de los seres humanos, donde la culpa de nuestros defectos siempre es de los otros o de la sociedad. “Porque nadie me ha tratado con amor...”-

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Viendo “Los que se quedan” me acordé de un profesor que tuvimos en los Maristas, el hermano X., un indeseable que nos daba matemáticas y rudimentos de informática. El hermano X. era burlón y despiadado. Exigente como si estuviéramos en un Harvard provincial. Un “old school” al estilo del señor Hunham de la película, también calvorota y falto de amor correspondido para sublimar sus frustraciones. El hermano X no se parecía ni por asomo el profesor Keating de “El club de los poetas muertos”, cuyo espíritu, por contraposición, también flota en el ambiente. 

El último día de curso, con los exámenes ya finalizados, el hermano X. nos llevó a la sala de audiovisuales y nos dejó boquiabiertos cuando nos mostró su colección completa de rock and roll de los años 50 y nos confesó que aquella era la pasión verdadera de su vida, tan alejada de los cálculos matriciales y de las exégesis de la Biblia. Descubrimos que el profesor más odiado del colegio, el más hueso, escondía un tuétano de rebeldía en su interior. Un ser humano quizá.

Nos sentimos descolocados y un poco avergonzados. Pero el hechizo apenas duró unos pocos minutos: lo que tardó en evaporarse la primera canción de Elvis Presley. En realidad el personaje ya nos daba un poco igual y solo queríamos olvidarle para siempre.  






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Frankenstein

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Todos estamos hechos de trozos de cadáveres, como Frankenstein. Lo que pasa es que nuestras piezas provienen todas del entorno familiar: la nariz del abuelo, las manos de la bisabuela, las cejas pobladas del padre que ya falleció... Los muertos reviven en nosotros gracias al hilo invisible del ADN, que recose sus despojos.

El ADN es el verdadero protagonista de la vida: el que supera las generaciones y nos utiliza como vehículos. Nos creemos la pera limonera y no somos más que las carcasas que los contienen, y los preservan. Y si tenemos suerte en el amor, los traspasan. Richard Dawkins es el autor imprescindible que te cambia la manera de pensar. El otro es Tywin Lannister, el hombre sin escrúpulos que recordaba que lo importante no es el nombre, sino el apellido. O lo que es lo mismo: tú no importas una mierda, sólo lo que dejas en el mundo.  

Los cadáveres son las jeringuillas desechables. Las fases iniciales de un cohete lanzado a la aventura. La cáscara dura de la semilla. Lo realmente valioso es eso pequeñito que viajaba en el interior. El ADN es la hostia: forma nuevas criaturas sin dejar costurones en la piel. Es mucho más armonioso que un corta y pega de laboratorio. El ADN es información pura: el manual de instrucciones que nos recompone con los vestigios del pasado. “Todos somos Frankenstein”: jamás he visto esa campaña solidaria en los foros de internet. 

El ADN es maravilloso, pero no infalible. Por eso no me atrevo a llamarlo divino. A veces es un cirujano tan chapucero como Víctor Frankenstein. Junta los trozos sin armonía, sin sentido de la estética, como si no tuviera nueve meses para pensárselo, y produce seres humanos que lo tienen muy jodido para luego reproducirse. Es entonces cuando decimos que el ADN atenta contra sí mismo. ¿Quieres preservarte y construyes una máquina que no encuentra comprador en las redes del amor? 




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Una batalla tras otra

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Este año, me temo, tampoco haremos la revolución.  La revolución ha quedado aplazada sine die. Yo confiaba mucho en el año 2017, por aquello del centenario, pero habrá que esperar a un bicentenario que yo ya no veré. “A ver si alguien se anima”, me decía yo entonces. Tampoco hace falta que tomemos Manhattan en primer lugar, como cantaba Leonard Cohen. Con un palacio estratégico de Madrid nos vale. Y a partir de ahí, lanzarnos a soñar. Todo el poder para el soviet. 

Pero pasó el año 2017 y nadie recibió una instrucción del comisario de Moscú. De hecho, no sabemos nada de él desde el año 1989. O le han pegado un tiro o se ha sumado a la francachela de Vladimir. 

Las cosas están más o menos como estaban. O incluso peor. Los medios de producción están en manos de los mismos y las fuerzas del orden siguen dando hostias a mansalva. Los ejércitos no están con nosotros y el soviet ha pasado de ser un concepto histórico a una utopía de camaradas. En caso de ponernos burros, ¿qué armas podríamos oponer a las suyas? ¿Un cóctel molotov? ¿Un tirachinas? ¿La escopeta del abuelo? Estos anarquistas de la película al menos viven en Estados Unidos y disponen de armas de fuego que pueden comprar en las tiendas de juguetes. Y aun así, su esfuerzo es bastante tonto y baldío. Suicida. Contraproducente incluso. Menuda imagen que dan de psicópatas y de colgados... La revolución se hace a lo grande o no se hace. Y organizada, coño, dirigida desde arriba. Todo esto, sin el camarada Lenin, es una chapuza lamentable.

Nos quedan las urnas, sí, pero las urnas están diseñadas precisamente para impedir la revolución. Se trata de elegir entre Guatemala y Guatepeor. Si algún día nos diera por votar una propuesta revolucionaria de verdad, ellos sacarían los tanques a la calle o le pegarían un tiro al presidente. Estas cosas no las inventa mi paranoia: ya han sucedido de verdad. Así que está todo perdido. Cautivos y desarmados los ejércitos rojos y las facciones clandestinas, ya solo nos queda pelear por las migajas: un porcentaje, una regulación, una ayudita... Una batalla tras otra.






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Materialistas

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Al principio pensé que "Materialistas" era una película sobre el materialismo dialéctico, ése que enseñaba mi abuelo Karl en sus exilios por Europa. Pero me equivoqué. Ya me parecía raro que Dakota Johnson y Chris Evans participaran en una película de tal calado filosófico... Y revolucionario. Ya nadie habla del materialismo dialéctico desde que cayó el muro de Berlín y así nos luce el pelo a los desheredados. 

“Materialistas” tampoco profundiza en esa sabiduría ancestral que el doctor Severo Ochoa redujo en un axioma inolvidable del pop&rock: somos física y química. Y lo demás, la metafísica y el espíritu, fenómenos emergentes de las neuronas. Porque está el materialismo de mi abuelo Marx y el materialismo más antiguo que predicaba Demócrito de Abdera, y que yo también aplaudía bajo el pupitre y a espaldas de los curas.

No. “Materialistas” habla de la tercera acepción del materialismo, que es el afán por el dinero y de la subordinación a su reinado de todo lo demás. Del amor incluso. “Materialistas”, a su modo, está hablando de prostitución. Porque hay muchas prostituciones y no solo la del bar de carretera, o la de la escort en internet. Cuando una mujer como Dakota Johnson decide que ya sólo se casará con un hombre rico para dar carpetazo a su vida romántica, también se está prostituyendo. Y está bien que así sea. Nada que objetar. Si nadie engaña a nadie, miel sobre hojuelas. Sexo a cambio de bienestar: es una transacción tan vieja como el mundo. 

La gran pregunta es cuánta belleza tiene que irradiar un hombre para que una materialista de pro como Dakota Johnson se olvide de la pasta. La belleza de Chris Evans es al parecer deslumbrante y suficiente. Hay tipos con suerte, desde luego... De la otra belleza, la belleza interior, esa que las mujeres dicen valorar por encima de la física porque lo importante es el intelecto y el sentido del humor, no hay ni rastro en la película. Y también esta bien que así sea. Vamos a dejarnos ya de gilipolleces. 




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La mamá y la puta

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A pesar de lo que dice el título, aquí no salen ni putas ni mamás. Sólo amantes contrariadas. Aun así, hay exégetas que aseguran reconocer en un par de mujeres el arquetipo de la madre y el arquetipo de la puta. Arquetipo...: hay palabras que las lees en internet y te pones a temblar. Sobre todo si aparecen en la crítica de una película francesa. Yo creo que el cine francés está sobreinterpretado desde los tiempos de Perpignan. Es la creencia boba de que ellos poseen una interpretación única de las relaciones personales, cuando luego, en realidad, como en cualquier cinematografía que se precie, el cine francés casi siempre trata de una cosa tan básica como el follar. 

“La mamá y la puta” va de hombres y mujeres que se lo pasan en grande follando mientras esperan que de algún polvo alcoholizado nazca por fin el amor verdadero. Es la vida misma de los jóvenes en París, y más de aquellos parisinos desinhibidos tras el mayo del fracaso. La vida misma de los jóvenes sanos y equilibrados en cualquier país civilizado. Un afán tan noble como universal, y tan poco propicio para las sutilezas literarias.

Se pongan como se pongan los refinados, en “La mamá y la puta” ni aparecen las madres de los protagonistas ni hay mujeres que se acuesten con Alexandre por su dinero. Al contrario: Alexandre es un bohemio que se aprovecha de ellas, un vividor que se presenta en las cafeterías -y qué cafeterías, además, las más lujosas del Boulevard de Saint-Germain- con los bolsillos colgando por afuera. A Alexandre le gustaría escribir, publicar, recibir premios y agasajos... Pero se queda en eso: en que le gustaría. Acude a las cafeterías armado con una libreta y un boli solo para disimular que lo suyo es tirar la caña y probar suerte en el amor. 

Alexandre es un gorrón y un picaflor infatigable que lo tiene todo para ser rechazado por cualquier mujer sofisticada: es medio facha, petulante, gorrón, infiel por naturaleza... Pero es la mar de guapo y folla como un campeón en la materia. “La mamá y la puta” es la enésima confirmación de que en el amor primero viene la belleza y luego aparecen las preguntas.




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Nathan for you. Temporada 2

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Decía La Rochefoucauld, en una de sus máximas, que los defectos son más perdonables que los medios que usamos para disimularlos. No la llevo memorizada pero es más o menos así. En caso de necesitarla la tengo doblemente subrayada en ese libro imprescindible. 

Deberían, no sé, enseñarla en las escuelas. En las de filosofía y en las normales. Ponerla sobre los encerados o bien visible en los vestíbulos. Debería ser un mantra fundamental para la autoayuda: si tienes un defecto, tira p’alante con tu defecto y no mires atrás. Sé que es difícil y tal, pero tú puedes. Sé tú. Porque todo eso que haces para disfrazarlo es mucho peor y además vas haciendo el ridículo por ahí. El remedio, en estas cosas, casi siempre es peor que la enfermedad. 

Me acordé de la máxima de La Rochefoucauld mientras veía la segunda temporada de “Nathan for you”, que es una serie de la tele casi clandestina, como maldita o proscrita por las autoridades. Son malos tiempos para parodiar el capitalismo... Se supone que Nathan es un emprendedor especializado en salvar negocios que no funcionan o que tienen un amplio margen de mejora; pero luego, en aras de la comedia, todos los profesionales que le contratan terminan peor de lo que estaban, endeudados hasta las cejas y con la trapa del negocio a punto de caer. 

Nathan es el anti-rey Midas que todo lo que toca lo devalúa. Jamás propone una solución lúcida y simple: lo suyo es aplicar una capa de enredo tras otro, generando nuevos problemas que necesitan nuevas soluciones... Es una espiral muy tonta y sin final. Es la vía muerta y catastrófica del disimulo, como advertía La Rochefoucauld. El puro descojono. 





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La suerte: Una serie de casualidades

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En los países civilizados, más allá de los Pirineos, los torturadores de animales no andan sueltos por la calle. O sí, pero después de cumplir una condena. Y por descontando: nadie les llama “maestro”. ¿Maestro de qué? ¿Del dolor y de la muerte? ¿Del olor a sangre y a mierda, y a miedo? Menudo tronío. Menudo arte. ¡Que viva la Virgen!, y los cojones, la españolía y la idiosincrasia.

Y sin embargo, aquí, en el África europea, en el Mercado Común del dinero pero no de la modernidad, los toreros todavía gozan del aplauso de la chusma y del respeto de la cultura. Es la tradición y tal, te dicen. Nuestra cultura... Será la tuya, cacho cabrón. La mía no, desde luego, y cada día la de menos gente. Pero aún son demasiados, los que aplauden la tortura o la toleran, o la blanquean dándole la mano al que la lleva ensangrentada. Entre ellos los diputados del Partido Ex socialista y Ex obrero. ¿Harían lo mismo si el fulano viniera de atravesar perros con una espada? Quizá también, quién sabe... El mundo subpirenaico está lleno de homínidos que todavía habitan en las cavernas.

La serie -que, por cierto, está muy bien hecha y tiene a un Oscar Jaenada en estado de gracia-  gira en torno a la amistad improbable entre un opositor a la tauromaquia y un torero reconcentrado. Me parece muy bien. Queda muy humano; humanístico incluso. Humanérrimo. Las dos Españas reconciliadas... Casi se me saltan las lágrimas de la emoción. Es broma. Que se vayan a tomar por el culo.   Yo no podría ser amigo de un torturador. Jamás. Ni conocido siquiera. Me extirparía las neuronas para borrarlo de mi recuerdo. No podría ni mirarle a la cara. Me daría vergüenza que me vieran a su lado en una cafetería, aunque fuera por casualidad. Así que imagínate tener que llevarle en taxi a la plaza, o coleguear después de la faena, en el cóctel con las folclóricas.





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Poquita fe. Temporada 2

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Dice Juan José Millás que no se envejece gradualmente, sino por escalones. Y tiene razón: un día estás más o menos presentable y al siguiente, porque te tocaba bajar el escalón, has envejecido varios años de sopetón. En esa noche de Valpurgis se te ha arrugado el entrecejo y se ha expandido la superficie de tu frente. Un vértebra que antes no crujía ahora hace un ruido extraño al levantarte. Te notas un poco más cansado, un poco más resfriado, un poco más hasta los cojones de la gente... Crees que es algo pasajero pero ya no tiene solución. Los escalones, por las leyes de la termodinámica, sólo permiten descender. Has envejecido.

Es por eso, dice Millás, que saludas a los conocidos por la calle y te dices: “Joder el tío, o la tía, está igual que siempre, no sé cómo lo hace... ”, hasta que otro día te los vuelves a cruzar y es como si les hubieran caído cinco años a traición. 

Eso mismo es lo que me ha pasado con varios personajes de “Poquita fe”: que hacía dos años que no los veía y de pronto me han parecido avejentados y arrugados. Golpeados por la vida y maltratados por la entropía. Se ve que en algún momento de este paréntesis les tocaba envejecer. En sus rostros no han transcurrido dos años, sino cinco, o incluso más. El tiempo no respeta ni a los famosos. Ni a los personajes de ficción. Yo mismo acabo de bajar un escalón y sé muy bien de lo que hablo. Me miro en las fotografías de hace dos años y no termino de reconocerme. Justo cuando ya me recuperaba del mal de amor empezaron a fallarme los cromosomas...

Viendo la segunda temporada de “Poquita fe” me dio por pensar en la corrupción de la carne y no me he reído tanto como planeaba. La serie me hace gracia pero no me arranca la carcajada. Lo mío es el humor salvaje, ofensivo, el que corta cabezas y no conoce ni a su padre. “Poquita fe” es humor ingenioso pero inocuo. Bajo en calorías, apacible y tontorrón.





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Muertos S. L. Temporada 3

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A veces, supongo que comotodo el mundo, imagino cómo será mi funeral allá en el tanatorio. Jamás en la iglesia, porque es justamente en las iglesias donde vive el Maligno. Yo las tiraría todas por dentro para hacer salones de billar... Si tengo tiempo dejaré instrucciones para que nadie acerque mi cadáver a semejante negociado. Y si no, tampoco creo que sea necesario: los pocos allegados que me queden ya sabrán de mi repelús por Jesús, como rimaba Javier Krahe. 

Pero nunca se sabe: sé de un ateo fallecido en La Pedanía al que luego su familia traicionó con un funeral religioso. Es una putada de la que no te enteras, y además sin venganza posible, pero no deja de ser una putada.

El mío, desde luego, no iba a ser un velatorio muy concurrido. Amigos pocos; primos ninguno; una ex amante como mucho e hijos, que yo sepa, sólo uno reconocible. Los empleados de Funeraria Torregrosa no iban a recibir peticiones extrañas ni dolientes exagerados. Se limitarían a cumplir con cuatro burocracias imprescindibles, con cuatro acompañantes muy bien educados, y el resto del tiempo se lo pasarían enredando con sus cuchipandas habituales.

Cuando se muere un vecino de La Pedanía, en cambio, acuden cientos de personas al tanatorio. Son la gente de aquí, la de toda la vida, que se presentan por afecto verdadero o por no verse señalados en la ausencia. En la España Profunda aun rigen esos códigos de etiqueta. Pero yo no soy de La Pedanía, ni me relaciono gran cosa con los lugareños. Muchos ni siquiera se enterarían de que yo falto por el vecindario. 

Luego me doy cuenta de que quizá todo esto suceda en León y no en La Pedanía. No sé cómo lo gestionaría mi familia ni el seguro contratado. Pero sería bonito, lo de León: cerrar el círculo geográfico del nacimiento y de la muerte. Que regrese al polvo leonés lo que del polvo leonés emergió. Le daré verde a los cipreses y amarillo a las lecheras. Al menos en León las llamamos así: lecheras, a esas flores amarillas que cuando las cortas es como si manaran caucho pegajoso.




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Yakarta

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El único entrenador que yo tuve no se parece en nada al personaje de Javier Cámara en “Yakarta”. Son como la tesis y la antítesis en la dialéctica de Hegel. El doctor Jekyll y el señor Hyde de los pabellones deportivos. La serie de mi adolescencia se podría haber titulado “Oviedo” porque era allí donde se jugaban las fases finales de nuestros campeonatos de baloncesto. Y Oviedo no se hunde en el mar, sino que se eleva sobre el valle. 

El hermano Pedro dirigía la selección escolar y era un auténtico hijo de puta. Que le apodáramos “HP” tenía poco que ver con lo de hermano Pedro o con la fotocopiadora Hewlett-Packard de conserjería. El hermano Pedro no te animaba a mejorar. No confiaba en ti. No te enseñaba cosas útiles para derrotar al enemigo. Es verdad que no te robaba el dinero para jugárselo en el bingo ni se ponía a llorar por las esquinas recordando que una vez abusaron de su inocencia. Cuando le conocimos, HP ya era un carcamal destrempado y no creo que le interesaran demasiado nuestros cuerpos. Él era un devorador de almas y vivía de la energía que nos succionaba. Un vampiro de nuestro amor por el baloncesto. De nuestra fascinación adolescente por la NBA de los imperialistas.

Ninguno de nosotros iba a jugar jamás en la NBA, pero jolín: te lo tomabas en serio. Querías plantarte en Oviedo para derrotar a los prisioneros de los otros campos de concentración. Querías aprender movimientos de ataque y conceptos defensivos para luego jugar las pachangas con los amigos y dejarles en ridículo ante las chavalas que miraban, y que admiraban. Pero el hermano Pedro se dedicaba a pitar los partidillos y a reírse de ti con fina ironía si fallabas una canasta tonta o cometías una falta innecesaria. 

- El señor Rodríguez parece que está deseando irse con la chusma, a jugar al fútbol...

Porque el hermano Pedro también era un clasista y un franquista declarado. En la vida civil nos daba clase de literatura y allí aprovechaba para cargar contra el peligro socialista y el advenimiento de los maricones. De Javier Cámara, en la serie, si hablamos de lo sociopolítico, solo podemos decir que parece un poco meapilas y nada más. 




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Los girasoles

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Creo que es la mujer más guapa que he visto en mi vida. O al menos esta semana, en las innumerables ficciones donde encuentro mi refugio. Pero no estoy hablando de Sophia Loren -que a mí, la verdad, disidente de mi generación, siempre me ha provocado una inexplicable indiferencia. Una subjetividad gélida frente a la objetividad de sus encantos.

Yo estoy hablando de Lyudmila Savelyeva, la campesina en la que Marcelo Mastrioanni encuentra la paz de las nieves y el calor en la cabaña. Lyudmila es un ángel de la estepa; la aparición mariana de una tovarich comunista y pelirroja. El ideal político-sexual de este bolchevique encanecido... Hasta hace un par de horas, Lyudmila era una completa desconocida para mí; a partir de hoy, será la musa principal de mis añoranzas. La carne y el hueso de mis ideales enamorados. Ya no sabré si decantarme por ella o por Mary Kate Danaher cuando un reportero dicharachero me pregunte por la calle.

He buscado a Lyudmila en internet y apenas existen cuatro referencias -y todas en inglés- sobre su carrera profesional. Un puñado de películas soviéticas y un permiso del comisario político para rodar con Vittorio de Sica una película en Occidente. Podría buscarla en ruso, por supuesto, en ese idioma adorable que ella parlotea como un pajarillo y que ahora la tecnología ya traduce casi el instante al cristiano verdadero. O mejor aún: podría hacer como Sophia Loren en la película: coger el petate e irme directamente a Moscú, a buscar el amor perdido tras la guerra devastadora. Porque existen las guerras mundiales y las guerras particulares.

Lo que pasa es que ahora ir a Moscú está más difícil que en tiempos de la Guerra Fría. Se necesitan más permisos y además corres el peligro de que tu avión sea derribado por los ucranianos. O por los mismísimos rusos, para luego echarle la culpa al cha-cha-chá. 




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Milagro en Milán

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El último milagro en Milán tuvo lugar el 6 de mayo de este mismo año. La Iglesia Católica todavía no lo ha reconocido, pero somos muchos los que hemos firmado la petición en Miracolos.org. Y la hemos firmado, además, ateos y creyentes por igual, porque el fútbol es un terreno ecuménico donde nos juntamos los apóstatas con los católicos. El balón es el único dios que aún nos reúne bajo su imperio. 

El milagro del que hablo fue una aparición de la Virgen María en el estadio de San Siro. Pero no con su disfraz de los cuadros del Barroco, sino encarnada en Francesco Acerbi, el central del Inter de Milán, que fue quien marcó aquel gol en el tiempo de descuento contra el Barça. Yo ya lo daba todo por perdido cuando Acerbi apareció de la nada -o descendió de los cielos, según una toma lejana del VAR- para enviar el partido a la prórroga y evitar que los muchachos de Negreira se plantaran en la final de la Copa de Europa. He visto el gol cien veces repetido y yo creo que no lo firmaría ni el mismísimo Jesucristo.

Desde entonces, desayuno todos los días en una taza nerazurri que mi hijo trajo una vez de sus viajes por Italia. Esa taza es el copón sagrado donde yo celebro cada mañana el misterio y la alegría.

El milagro en Milán del que habla Vittorio de Sica no tuvo lugar en su campo de fútbol, sino en un descampado de las afueras. Allí pasaban el invierno de 1951 los pobretones de la ciudad, cobijados en unas chabolas todavía más precarias que las que construían los charnegos de “El 47”. Buscando agua potable bajo el suelo, los pobres de Milán descubrieron petróleo bajo sus pies y fueron desalojados sin contemplaciones por el dueño del terreno, ya todo símbolos del dólar -o de la lira-en sus pupilas de carroñero. 

En el milagro de la película ningún chabolista fue descalabrado ni encerrado en un calabozo. Todos lograron huir en unas escobas mágicas como aquellas de Harry Potter. La Iglesia, por cierto, tampoco ha reconocido esta fuga voladora como una intercesión del Altísimo. Las escobas son cosas de brujas, y los triunfos de los pobres, maquinaciones del Maligno. 




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Umberto D.

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La Democracia Cristiana, enemiga acérrima del socialismo redistributivo, le prometió al señor Umberto una pensión decente y el derecho a una vivienda. Son cosas que se ponen en la Constitución, ya se sabe, y que luego se cacarean en las campañas electorales con mucho brazo agitado y mucha garganta desgañitada. Forma parte del circo democrático. Son promesas tan falsas y mitológicas como el crédito fácil o la crema antiarrugas. Hay que ser un imbécil para creérselas. O un buen hombre como el señor Umberto, que confía en las promesas oficiales y en el buen corazón de los gobernantes.

Y luego, lo de toda la vida: en la primera crisis económica provocada por la burguesía, al señor Umberto le recortan la pensión y lo dejan sin poder pagar el alquiler. A la puta calle, él y su perro Flike, que no tiene culpa de nada el pobrecito. 

Las películas del neorrealismo italiano nunca pasan de moda porque sus circunstancias tampoco pasan de moda. Si aquellos italianos vivían en la posguerra y eran pobres de solemnidad, los españoles de ahora seguimos siendo pobres -pero sin solemnidad- y vivimos las consecuencias de una posguerra que nunca se termina. La única diferencia es que ahora, quienes no tienen futuro, quienes cobran una miseria y no pueden acceder a una vivienda respetuosa, son nuestros jóvenes, nuestros hijos, mientras que a los ancianos como el señor Umberto todavía les queda un resto de monetario para arrimar cebolleta en Benidorm. 

Los ancianos de hoy en día son muchos más que en la Italia de don Umberto, y además se organizan, y se hacen valer cuando llegan las elecciones. Los partidos les temen y les conceden unas migajas de riqueza. Pero los jóvenes... Los jóvenes que se jodan. La muchachada es como es, ya lo sabemos, pero luego nos extrañamos de su indiferencia electoral, o aún peor: de su voto retorcido a los nostálgicos de la violencia.




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Ladrón de bicicletas

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Los pobres, como los ricos, necesitamos comer todos los días. Es un imperativo biológico que algunos capitalistas consideran una manía o un capricho de consentidos. Nos querrían desnutridos, sí, con las energías justas para mover la maquinaria y nada más. Pero ahora, por culpa de ese rojo de Karl Marx, los gobiernos civilizados cuentan las calorías y montan un pitote si no se alcanzan unos mínimos humanitarios. 

(Cuando los economistas modernos afirman que ya no existen las clases sociales -o que, si existen, están superadas por la concordia nacional- se deben de referir a eso: a que ricos y pobres no comemos lo mismo pero sí almacenamos más o menos las mismas calorías, aunque las nuestras sigan siendo de mucha peor calidad).

Fue precisamente un discípulo de Marx el que dijo que la diferencia entre un pobre y un rico es que el pobre tiene que buscarse la vida y el rico se la encuentra por ahí. Un rico, por ejemplo, a excepción de los campeones del Tour de Francia, jamás ha tenido que ganarse el pan montado en una bicicleta. Los pobres, sin embargo, han vuelto a dar pedaladas como hacían hace ochenta años los italianos de la posguerra. Es el ciclo de la vida. El eterno retorno de las ruedas. Entre el Souleymane que reparte comida por las calles de París y el Antonio que pega carteles de Rita Hayworth por las calles de Roma no hay ninguna diferencia. Los dos necesitan la bicicleta como otros necesitan un marcapasos: un artículo esencial para sobrevivir. Un objeto de lujo. 

Ahora mismo hay cientos de Antonios como el de la película rodando por la ciudad, llevando paquetes urgentísimos y pizzas calentitas. Van a toda hostia por obligaciones del servicio y además andan temerosos de que les manguen la bici cuando aparcan. Porque la otra gran diferencia entre los ricos y los pobres es que los ricos se roban entre ellos pero se unen como legionarios cuando lo necesitan, mientras que los pobres -porque en cierto modo nos lo merecemos- siempre somos unos lobos para el pobre.






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Alien: Planeta Tierra

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La IA predice que el F. C. Barcelona será campeón de Liga en la temporada 2119/20 con 37 puntos de ventaja sobre el segundo clasificado. También predice que al principio nadie encontrara una explicación razonable porque el dopaje fue erradicado en el año 2094 y los árbitros del siglo XXII -tras la sentencia del caso Negreira- ya serán todos robots infalibles e incorruptibles. Los rivales del Barcelona no tendrán otro remedio que lamerse las heridas mientras los expertos del fútbol escriben mil artículos tratando de analizar y comprender. 

La IA asegura que un equipo de reporteros a sueldo de la caverna descubrirá poco después que los jugadores del Barcelona no eran en realidad seres humanos, sino una mezcla de cíborgs, humanoides sintéticos y extraterrestres secuestrados por la Weyland-Yutani Corporation. El escándalo, por supuesto, será mayúsculo. Arderán las redes y arreciarán los improperios. Al día siguiente, en rueda de prensa, el presidente del Barcelona, Ludwig Laporta, tataranieto de aquel otro famosísimo, acusará a los medios de Madrid de difundir bulos y de enturbiar la competición. No admitirá, por supuesto, preguntas de los periodistas.

Todos los clubs de la Liga -salvo el Atlético de Madrid- denunciarán los hechos ante los tribunales deportivos. Las pruebas llegarán a ser tan abrumadoras que al final, el Barcelona, acorralado, pedirá un recurso de amparo ante el Consejo Superior de Deportes. Allí, como ya es tradición, absolverán al equipo azulgrana para no joder la mayoría parlamentaria en el Congreso. Les impondrán un rezo de tres Padrenuestros y la declaración firmada de no volver a usar aliens ni humanos reforzados. Los dirigentes de la FIFA, mientras tanto, que venían a Barcelona con ganas de cortar cabezas y de dar ejemplo de fair play, serán acallados con bandejas de canapés y prostitutas de gran lujo. Algunas de ellas serán, también, extraterrestres.

(¿La serie?: una cosa ridícula, casi abyecta, pero con un par de capítulos muy entretenidos). 



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Weapons

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A mí me da más miedo la primera parte de “Weapons” que la segunda. La segunda es el susto de toda la vida, y el asco de la sangre. Es la música que chirría y las vísceras que sobresalen. Pero es solo eso: susto, asco, reacciones automáticas de la médula espinal. Un engañabobos muy entretenido. Ninguna de estas pirotecnias me quita el sueño cuando me meto en la camita.

A mí me quitan el sueño los banqueros, los  militares, los paramilitares, los árbitros de Primera... Los estafadores que se emparejan con presidentas de comunidades autónomas. Y las presidentas mismas. Y los presidentes... El terror verdadero no me lo provocan las brujas ni los fantasmas. Más que nada porque no existen. Tampoco existen los monstruos de Frankenstein ni los vampiros de Transilvania. 

Lo que también acojona de verdad, casi tanto como lo otro, es la gente normal, el vecino corriente y moliente que un día es amable contigo y al día siguiente te mataría por un litro de leche o de gasolina. La masa pacífica convertida de pronto en jauría de poseídos. Es la supervivencia, estúpido. “No salgas a la calle cuando hay gente”, cantaban los Golpes Bajos. 

“¿Y si no vuelves...? ¿ Y si te pierdes...?”

A mi me dan miedo esos padres de “Weapons” que acaban de perder a sus hijos y le echan la culpa a la pobre maestra que pasaba por allí. Serían capaces de descuartizarla si les dejara la policía. Es esa mezcla de rabia y de ignorancia lo que vuelve a la gente peligrosa. Y la gente, vaya por Dios, sí existe. Con ellos no nos queda el consuelo de lo ilusorio o de lo fantástico. Están hechos de carne y hueso como nosotros y son ciento y la madre si te pones a contarlos. Son tan parecidos a nosotros que se redobla la inquietud. De qué no serían capaces si la tomaran contigo por sospechoso, o por judío, o por llevar gafas fuera de la moda...

Cuando la bruja de “Weapons” se vaya, quedará la gente a la que ella embrujaba. Ya fueron hechizados una vez por un alma viscosa. Ya están preparados para seguir ciegamente al próximo manipulador.




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Vermiglio

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“Vermiglio” termina con el plano sostenido de una cama matrimonial. Una cama vacía, recién hecha, condenada a no ser ocupada hasta después de los dolores. Antes vendrán los del Centro Reto a retirarla que nuevos cónyuges a disfrutarla. O a padecerla, porque la cosa del amor está muy jodida en las montañas de los Alpes. Las camas son así: la fuente del placer pero también el grifo del desconsuelo. El amor comienza en una cama, boca con boca, y termina en otra distinta -o en la misma- culo con culo.

La razón de que esa cama esté vacía es el cogollo de la trama y no seré yo quien la desvele. Es lo bueno que tienen estos escritos: que al no diseccionar las películas, sino las pelusas de mi ombligo, rara vez cometen el pecado del spoiler. Antes los usuarios se quejaban de que yo no hablaba de las películas y no sabían si verlas o no atendiendo a mis (inexistentes) recomendaciones. Yo, como el Conde Draco en “Barrio Sésamo”, les animaba a contar las estrellitas que pongo encima y entonces se ofendían y ya nunca regresaban.

Sólo diré que el drama de “Vermiglio” gira en torno a lo que sucede en esa cama matrimonial. O a lo que no sucede... La cama, si lo pensamos bien, es el epicentro de la vida. Antes se nacía y se moría en la cama del hogar; ahora lo hacemos en la cama de un hospital y es más o menos parecido. Salvo los que son concebidos en el asiento trasero de un coche o en el retrete unisex de una discoteca -cosas, además, muy de películas- todos provenimos del goce más o menos intenso que tiene lugar sobre una cama. Para eso hay camas conyugales, y camas de hotel, y camas que vienen anunciadas en la web de Airbnb.

De niños y de mayores alimentamos nuestros sueños en una cama. En la cama descansamos de la jornada o nos cansamos más todavía según lo que soñemos. La cama puede ser el remanso o la tortura. Hay quienes comen en la cama, y leen, y escriben sus poesías. Los hay incluso que viven de venderlas. En la cama gozamos o nos gozan. O nos autogozamos. ¿Distinguen las almohadas las lágrimas de alegría y las de tristeza? Mi lavadora sí, desde luego. Las lágrimas de tristeza, no sé por qué, siempre necesitan un lavado extra para extinguirse.




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F1: La película

🌟🌟


No me interesa la Fórmula 1. Ni las carreras de coches en general. Ni los coches siquiera. Las motos tampoco. Ésas son las peores... Cualquier cosa que haga brum brum y venga lanzada por el asfalto me resulta indiferente. Es más, tiende a ponerme de los nervios. Cuando terminan los grandes premios de la Fórmula 1, todos los locos de La Pedanía agarran sus bugas y pasan por delante de aquí atropellando y atropellándose. 

Me dan por culo los automóviles. De hecho, no tengo ni carnet de conducir. También es verdad que nunca lo he necesitado para sobrevivir. Y para los lujos ya existen los trenes, en los que puedes ir distraído, y los aviones, desde donde puedes ver las carreteras con aires de superioridad. Y hasta la bicicleta, para prevenir el infarto de miocardio.

De niño, sin embargo, sí veía la Fórmula 1 en la tele. Pero en blanco y negro, en la vieja Philips de mis padres, sin colores en las escuderías. Yo sabía que los Ferraris eran rojos porque luego los veía en las revistas. Pero esto no quiere decir nada: de niño yo veía cualquier deporte -o competición entre machos- que pasaran por la tele. La Fórmula 1 me interesaba tanto como la pelota vasca o el voleibol. Y dónde estarán ya, la pelota vasca o el voleibol...

Mi ídolo, no sé por qué, era Niki Lauda, quizá porque me daba pena su rostro desfigurado, o porque de chavales, cuando escuchábamos el “Lady Laura” de Roberto Carlos, cantábamos “abrázame fuerte, Niki Lauda”, para hacernos los graciosos. Luego vino Fernando Alonso y tengo que reconocer que me picó la curiosidad. Pero tampoco veía las carreras enteras. Menudo coñazo. Veía las últimas vueltas para tener argumentos en las tertulias y no quedarme desplazado. Hubo un tiempo no muy lejano en que no eras hombre del todo si no dabas tus razones para los éxitos y fracasos de don Fernando. La junta de la trócola y todo aquello... 

Mientras veía “F1: La película” me imaginaba precisamente a Fernando Alonso en el papel de Brad Pitt, tratando de reflotar la escudería APXGP pero hundiéndola ya del todo en la irrelevancia, como creo que hace ahora con los Alpine.




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Una casa llena de dinamita

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La caída de un pepino atómico no figura entre las doce primeras preocupaciones de los españoles según el CIS. Y aunque es verdad que el CIS es un  poco la TIA de Mortadelo y Filemón, me extrañaría mucho que ese miedo figurara incluso en la trigésimo cuarta posición. La indiferencia nuclear se palpa en las conversaciones de los bares. Es decir: que no se palpa, que yo no veo a ningún vecino de La Pedanía asustado por no tener un búnker forrado de plomo bajo el chalet. 

A los españoles, que vivimos en el extremo occidental de Europa y somos más África que Maastricht, más aspirantes que pertenecientes, nos preocupa más el pan nuestro de cada día y la independencia postergada de Cataluña. Lo primero porque necesitamos calorías y lo segundo porque somos gilipollas y vivimos alienados. Otra cosa sería si España fuera un país báltico o tuviera fronteras con los países comunistas. El canguelo iba a ser mucho mayor, claro, pero la distancia, según nos enseñan en la película, tampoco nos va a librar del pepinazo si la cosa se revuelve.

Yo, por mi parte, tengo el miedo atómico en el puesto 507º de mis preocupaciones. Es quizá por eso que “Una casa llena de dinamita” me entretiene pero no me altera. Me da un poco igual que el misil de los norcoreanos vaya a caer justo encima de Chicago. Allí no tengo familiares ni conocidos. Yo vivo más preocupado por el escándalo Negreira y por la salud rotuliana de nuestros blancos gladiadores. También por la salud de los gatos callejeros a los que doy de comer antes de acostarme. Más que el hongo nuclear me preocupa la inexistencia del otoño y la corta duración de la primavera. Y los estudios de mi hijo, y la salud de mi corazón. La puntualidad de los trenes y la amabilidad  de las camareras. Me jode no recordar como antes los datos de las películas: sus títulos, o los nombres de los actores. Rebecca Ferguson no me ama como yo la amo y además han subido el precio de los jamones. Esas son las inquietudes verdaderas de mi alma... Que Cataluña se independice me importa tres cojones y medio, pero que gobiernen los fascistas ya va a ser harina de otro costal. 







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El fin de la comedia. Temporada 2

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Dos años después de sus primeras andanzas por los límites de la comedia, el ingenioso cómico don Ignatius de las Canarias sigue buscando el ideal caballeresco por los barrios antiguos de Madrid. 

Ignatius está viviendo ahora una edad de oro profesional gracias a sus colaboraciones en la radio y a sus apariciones en la tele. Al calorcillo de la fama, los garitos nocturnos donde él se desnuda en cuerpo y alma se van llenando de mujeres curiosas y de jovencitos confusos que esperan expectantes un exabrupto que habrá de escandalizar a los tirios y de ofender a los troyanos. Y entre medias un “¡all right!”, y un grito sordo, y un “fascismo del bueno” coreado a voz en grito por la concurrencia.

Fuera de los escenarios, sin embargo, Ignatius sigue siendo un pobre hombre que aún no levanta cabeza en su vida personal. Ignatius, entre otras cosas, padece esa maldición bíblica que muchos otros también sufrimos en silencio: la de tener un aspecto físico que no se corresponde en absoluto con la verdad de nuestras entrañas. A uno, por ejemplo, se le ha ido quedando con los años una pinta de cardenal que nada tiene que ver con el espíritu libertino y revolucionario que vive encerrado en su interior. Y al pobre Ignatius, por su parte, que es un bonachón y un pedazo de pan, se le ha quedado una apariencia de orate escapado de un sanatorio mental con muy poco cuidado con las puertas. Y los conciudadanos, claro, se inquietan con su contacto, y él lo nota, y se siente abrumado por su timidez, y al final todo es un despropósito de consecuencias tan graciosas como funestas. La comedia...

Ignatius Farray es un osito de peluche con apariencia de oso grizzly que no termina de encontrar su lugar en el mundo. Un incomprendido de la vida que sólo quiere vivir sin molestar a nadie: ganar dinero, conquistar mujeres, hacer favores a los vecinos... No pasar más de largo y servir para algo. Pasar muchas horas con su hija. Un poco como la buena gente que sigue la serie y se reconoce en él, y se descojona con sus aventuras.




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El show de Truman

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La primera vez que ves “El show de Truman” sólo estás pendiente de las andanzas y malandanzas de Truman Burbank. Jim Carrey monopoliza la película y uno está que se come las uñas con su despertar del engaño y su fuga hacia ese Mundo Exterior donde le espera Natascha McElhone sonriendo. (Que ya quisiera uno -digo yo- pasar varios años en la inopia vital, vigilado por un dios ridículo ataviado con boina, si la compensación es que luego, ya unidos para siempre, Natascha te dedique varias danzas melanesias al calor de las fogatas).

Hoy, en cambio, porque he vuelto a ver la película con el desenlace sabido y la moraleja digerida, me ha dado por pensar en las otras personas que viven atrapadas con él en el decorado de Seahaven. Porque si Truman es un prisionero de la vida, ellos, los actores que se dedican a engañarle, no dejan de ser unos prisioneros del trabajo. Habrían merecido una película paralela que nos contara sus vidas singulares, o un spin-off en forma de serie, ahora que hay un millón de plataformas galácticas sobrevolando nuestro planeta.

Hannah Gill, por ejemplo, es una actriz que también se pasa todo el día encerrada entre las cuatro paredes de la farsa, fingiendo un matrimonio con Truman Burbank que no es el suyo. Debe de ser agotador y lacerante. Supongo que durante el día, mientras Truman va repartiendo sonrisas y pólizas de seguro por Seahaven, Meryl Burbank vuelve a ser Hannah Hill por unas horas y aprovecha el asueto para refugiarse en su casa verdadera, seguramente a pocas millas de distancia por si a Truman le da la ventolera de regresar. Allí puede que su duche otra vez, que coma lo que le gusta de verdad, que se acueste por amor con su marido verdadero... Porque ése es otro personaje interesantísimo, el señor Hill. ¿Qué pensará él de todo esto, un hombre que disfruta de su propia esposa a ratos perdidos, casi de contrabando, mientras Truman Burbank se cree legítimamente casado con ella y le hace cosas en la cama que se emiten, aunque sea censuradas, para una audiencia de millones de personas en televisión?



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Gallipoli

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Este soldado que finalmente muere en  “Gallipoli” habría merecido el Premio Darwin de 1915 a la muerte más tonta del año. Es una pena que este premio tardara tantos años en instituirse... Porque hay que ser un memo, casi un irresponsable de carcajada, para sacrificar el esplendor de la hierba que le esperaba en Australia, tan lejos de las guerras y de los imperios europeos, para ir a defender los intereses de la burguesía británica en la I Guerra Mundial. 

Que te recluten a la fuerza so pena de cárcel o de fusilamiento es una cosa. Cuando desertar es más peligroso que ir al frente uno agacha la cabeza y se entrega a su destino. No queda otra. Pero vivir en el Quinto Pino y decidir, sin que nadie te obligue, sólo por deber patriótico y por amor a la bandera, ir a defender los privilegios del rey Jorge V al estrecho de los Dardanelos, y liarse a tiros con unos turcos ignotos que viven a 14.000 kilómetros de tu casa, y sin saber exactamente qué se está dirimiendo en la batalla polvorienta, es, a mi modo de entender, siempre muy apátrida y muy poco dado a lo castrense, una conducta suicida digna de escándalo y de reprobación. 

Tarados los hay en cualquier sitio, desde luego. Aquí mismo, en España, si la cosa se pusiera jodida para los burgueses y hubiera que invadir, qué sé yo, la ciudad de Tánger, o anexionarse Portugal para repartir nuevos dividendos en el IBEX 35, habría un puñado no desdeñable de anormales que se presentarían voluntarios en las oficinas de reclutamiento. Por Dios, por la Patria y el Rey... Pues muy bien. ¿Pero qué Dios, so memos, si Dios no existe? ¿Pero qué Patria, so imbéciles, si la Patria solo es un trapo y un mapa coloreado? ¿Pero qué Rey, so lameculos, o qué Reina, si todos son herederos no sanguíneos de Franco? ¿La expresentadora del Telediario? ¿La nueva heroína de los periódicos, doña Leonor, que cada vez que aprueba una asignatura o recibe el Premio de Ser Ella Misma nos la sacan en portada para que se inflame nuestro ardor guerrero y no dudemos en dar nuestra vida para que ella siga disfrutando de sus privilegios?




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La Costa de los Mosquitos

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La Pedanía no está en la Costa de los Mosquitos. Aquí, para llegar al mar, a cualquier mar, hay que coger el caballo de hierro o la diligencia de las doce. La Pedanía, en cambio, sí está en el Valle de los Mosquitos, en el noroeste Peninsular, allá donde nunca llegaron los ingenieros del siglo XIX para drenar las zonas pantanosas por motivos de salubridad. Cuando las ardillas de este valle hacen un agujero en el suelo para guardar sus bellotas, brotan géiseres de agua como si fueran chorros de petróleo en las tierras de los texanos.

Cuando llega el verano, mi piernas nazarenas y mis brazos flagelados dan fe del martirio sanguinolento. Y no sólo en verano: estos mosquitos del Valle -más grandes que las moscas, más bien como tábanos o libélulas de Julio Verne- no se recogen en sus madrigueras cuando llegan las bajas temperaturas. Más que nada porque aquí tampoco se producen bajas temperaturas... Dos heladas en enero y a correr. Eso sí: en cada helada siempre se joden dos manzanos, o cuatro viñedos y los agricultores claman a los cielos su furor de proveedores. Sacan a pasear a la Virgen del Calor, escriben una carta al negociado de Bruselas y amenazan darle un buen par de hostias a Pedro Sánchez si aparece por aquí. 

(La malaria sin erradicar explicaría muchas cosas de las que veo cada día por aquí...).

Lo cierto es que nadie llama a estos andurriales el Valle de los Mosquitos. Y eso es porque los putos bichos sólo me pican a mí, que soy el extraño, el extranjero, el Harrison Ford involuntario. El que vino a ganarse el pan con el sudor de su frente y también, por añadidura, con la sangre de sus heridas. Yo no nací aquí y no estoy correctamente entrecruzado. Soy el único gilipollas que no tiene los anticuerpos convenientes en la sangre. El tolai capitalino que huele distinto cuando esos zancudos salen a buscar víctimas a la caída del sol, como vampiros de una tierra bellísima pero ajena.

(Esta diatriba fue escrita hace tres meses en plena canícula desesperante).





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Master and Commander

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Hoy en día, tal como está el patio (de butacas), los neuróticos ya no podemos ir al cine. O sólo en sesiones muy escogidas, casi clandestinas, como de ambiente de sala X vergonzante. Horarios de cenobitas que ya han desistido de encontrar un comportamiento comunitario como de melómanos en la platea, o de cartujos en los maitines.

¿Por qué la gente guarda las formas en una ópera de Mozart y no en una película de Scorsese? Es un misterio. ¿Por qué está gentuza que rebusca las palomitas, sorbe la Coca-Cola, habla sin rubor, corre por los pasillos, juega con el móvil, golpea los respaldos, se ríe a destiempo, por qué, Dios mío, por qué, cuando van a otros espectáculos de más alta etiqueta se callan como hijos de puta y se comportan como seres humanos civilizados y no como gremlins recién salidos de su Mogwai?

Hoy he vuelto a ver “Master and Commander” en la tele de mi salón, y aunque mi tele es de muchas pulgadas y mi predisposición como espectador era de entrega absoluta y alborozada, la experiencia me ha dejado un regusto de melancolía. Hace muchos años, en la otra vida de León, vi “Master and Commander” en la pantalla enorme del Teatro Emperador y aquella experiencia casi me puso al borde del misticismo. Recuerdo que salí del cine casi tambaleándome, con un colocón de sales marinas y de pólvoras remojadas. “Master and Commander” me pareció la puta película de todos los tiempos quizá porque aquel pantallón era como el mismo mar inabarcable que surcaban la “Surprise” y el “Acheron”.

Recuerdo que éramos cuatro gatos en aquella sesión marginal: cinéfilos recelosos que nos vigilábamos las manos como cowboys a punto de entrar en duelo, a ver si alguien sacaba la bolsa de patatas o el teléfono móvil del bolsillo. Pero no hubo caso, y en apenas unos segundos ya éramos todos marineros a bordo de la “Surprise”, acojonados por el miedo pero excitados por la aventura. Compañeros de armas y colegas de trinquete, sea el trinquete lo que sea.  La pantalla ocupaba todo nuestro horizonte, y el bramido del mar y el cañonazo del enemigo a veces nos cogían de improviso y nos unían en hermandad.




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Muchachada Nui (tres temporadas)

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Han pasado quince años desde que terminó el experimento de “Muchachada Nui” en Televisión Española. No recuerdo los datos de audiencia, pero supongo que serían ridículos, apenas cuatro gatos congregados en el Callejón de las Risotadas. España no estaba preparada -ni lo sigue estando- para comprender a unos surrealistas venidos de Albacete. España sigue siendo Joaquín el del Betis y Leo Harlem hablando de cocidos madrileños.

Yo reconozco que tampoco estuve ahí todos los días, al pie del cañón que chananteaba. Cuando llegan las copas de Europa me cierro en un caparazón y ya no atiendo a nada más en televisión. Pero cuando veía el programa me reía tanto que una vez, en las Rebajas de El Corte Inglés, en la sección de Cine que ya ha dejado de existir, compré los DVD para verlos pasado el tiempo y hacer un estudio sociológico.

“Muchachada Nui” ha envejecido en algunas cosas, pero lo bueno sigue siendo muy bueno y al final ha resultado incluso profético. Todos nos hemos convertido, por poner un ejemplo, en Enjuto Mojamuto. La tecnología ha reducido el tamaño de su PC hasta meterlo en un bolsillo y ya nos pasamos la vida conectados a internet y descargando gilipolleces. Joaquín Reyes también predijo que algún día las celebrities hablarían todas con el mismo acento de Albacete. Y es verdad: bajo la supervisión de los community managers todas hablan exactamente igual y todas dicen exactamente lo mismo. 

¿Y los garrulos como Marcial Ruiz Escribano? Ahí siguen, reproduciéndose en la España vaciada y silenciosa. Hace veinte años parecían una especie en peligro de extinción y ahora mira tú: cada vez hay más. En La Pedanía, de hecho, ya se autorizan cacerías de paletos para controlar su población. Los garrulos ahora van todos sin boina y con el teléfono pegado a la oreja, pero son la misma especie que un día cruzó los Pirineos huyendo de los cromañones.





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La regla del juego

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¿Obra maestra, “La regla del juego”? Será una broma, supongo. Una broma sostenida en el tiempo y avalada por la crítica. Pero una broma, ¿verdad? Porque “La regla del juego” no hay quien la aguante. No sé en 1939, pero desde luego, en el año 2025, hay que tener mucho callo -y también mucha impostura, juraría- para que esta patochada no te arranque el bostezo o la supina indiferencia. También es verdad que en la cinefilia de Madrid la gente posee estudios y exhibe otra sensibilidad; en provincias, en cambio, donde estamos menos cultivados, “La regla del juego” ya viene tachada en el santoral de nuestras iglesias.

¿Dónde está todo eso que cuentan por ahí: la sátira social, el retrato costumbrista, la inteligente disección....? ¿Dónde ese parloteo trascendental que llevamos años leyendo en las enciclopedias? ¿Lo dicen porque los burgueses de la película no paran de hacer el imbécil y viven de espaldas a la necesidad? Será eso... Pero es que es hacer un imbécil de chiste bobo, de gracia sin gracia, de clownismo de payasetes... El “sentido del humor” de Jean Renoir me da que se ha quedado trasnochado.

Es todo muy aburrido en “La regla del juego”. Los burgueses se ponen los cuernos, parlotean, se visten con ropas muy finas de París. Hay  un tipo que se depila las cejas y luego se las pinta con rímel a la moda femenina. Los Javis aplaudirían con las orejas, desde luego. Pero es todo muy raro. Hay que leer entre líneas, por supuesto, pero válgame Dios qué líneas más espesas e intransitables.

Para mofarme de unos burgueses que andan de cacería prefiero mil veces “La escopeta nacional”. Ésa sí que es una obra maestra. Ahí sí que mi inquina bolchevique se sublima en una sonrisa. Y sin embargo, en el mundo de la cultura, pocos son los que hablan de Berlanga como hablan de Renoir, con esa especie de reverencia religiosa. A mí me parece que se lo inventan todo.





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