Poquita fe. Temporada 1

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En ninguno de los 12 episodios de “Poquita fe” aparece la advertencia de que ningún animal fue lastimado en el rodaje de esta serie. Pero no por descuido, sino porque no hay animales en estas tramas costumbristas del siglo XXI. Ni salvajes ni domésticos. Los protagonistas de “Poquita fe” viven en Madrid y no tienen tiempo para nada. En el paraíso ayusista, entre el trabajo y los desplazamientos, ya se les van doce horas al día a los ciudadanos liberados. Y luego, claro, hay que preparar la comida, fregar los cacharros, bajar la basura, ver series de Movistar, tomarse un carajillo, recibir la visita de los suegros... Echar un polvo del siglo o cascarse una paja según vengan las amarguras y los disgustos de cada día.

En el mundo ultraliberal de “Poquita fe” no hay tiempo ni espacio para pasear un perro o acariciar un gato. Los únicos animales que pululan por “Poquita fe” -aparte de varios merluzos y de algunas cacatúas- son unas palomas que cagan sobre los seguratas a la puerta de un Ministerio. 

Sí sale, sin embargo -o puede que lo haya soñado-  un rótulo que advierte que “Ningún  obispo, monarca, teniente-general o político fascistoide ha sido ofendido en el rodaje de esta serie”. Son los nuevos tiempos de Movistar +. Desde que la neutralidad política es marca de la casa ya solo se toleran chistes sobre sexo, drogas y rock and roll. Los accionistas de la plataforma no tienen problema con esto porque forma parte del negocio. 

En “Poquita fe” nunca sabrías a qué partido vota cada personaje. Ni remota idea. Es una serie sobre... nada. Como “Seinfeld”, pero de categoría regional. Los tertulianos de la cultura -entusiasmados, por supuesto, con una serie tan poco dañina para las encuestas- dicen que es una serie sobre el aburrimiento vital. Y tienen razón: cuando el diablo no tiene nada que hacer, con el rabo espanta a las moscas. Así que sale mucho Raúl Cimas espantando moscas al estilo peculiar e intransferible de Raúl Cimas, y ya sólo con eso te entretienes y te echas unas risas de vez en cuando.






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Brian y Maggie

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Los días que Margaret Thatcher iba a ser entrevistada por Brian Walden ya no se limpiaba el culo en la ducha o en el bidé. No le hacía falta. Ya estaba Walden para dejárselo como los chorros del oro ante la audiencia televisiva. Pero antes de la limpieza, porque estamos entre gente que se ama, un poco de conversación agradable para ir relajando el esfínter y ejercitando la punta de la lengua. Un espectáculo "liking granny’s ass" que sin embargo se colaba sin censura en los hogares de los votantes. Un beso negro mucho más indecente que los que salen en el Pornhub, porque ahí, al menos, no se dilucida el bienestar económico de los espectadores.

Brian Walden fue diputado laborista hasta que descubrió en Margaret Thatcher una heroína de los ricos que le bajaba los impuestos. Deslumbrado por su verborrea libertaria, Brian se cayó del caballo, dimitió de su escaño y abrazó la fe del neoliberalismo para poder comprarse otro Rolls Royce y ampliar la piscina de verano en su mansión cojonuda de las Midlands. Otro hijo de puta, vamos. Otro imbécil de la Tercera Vía. Otro que confundió la meritocracia con las témporas, y al emprendedor con el culo.

Al poco de abandonar su escaño, Walden fue contratado por la London Weekend Television para que entrevistara a sus excolegas políticos en profundidad. No sabemos cómo se comportaba con los demás, pero con Maggie era todo arrobo y colegueo. Maggie soltaba sus peroratas sobre el mensaje demoníaco del socialismo y Walden aplaudía con sus orejas depiladas de lacayo. Un día, sin embargo, allá por 1989, los directivos de la cadena decidieron apretarle las tuercas a esa hija de fruta y obligaron a Walden a que le hiciera un par de preguntas incómodas. No más que eso: una insistencia boba sobre la dimisión de un colaborador. Por mucho que exclame la publicidad, esta mierda rodada por Stephen Frears no es más que un panegírico de esa sociópata deleznable, y no supone para su honor más que un mordisquito en el esfínter.





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Laberinto en llamas

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Apenas hace un mes que Kevin McKay perdió a su padre tras una larga enfermedad. Llevaba veinte años sin hablar con él, pero un padre, cuando se muere, siempre es un padre. La pena en estos casos es insidiosa e inevitable. 

A Kevin se le ha sumado la pena con la mala vida y se le ve desastrado, mal afeitado, como si comiera mal o ingiriera productos inadecuados. Su madre, además, empieza a dar síntomas de demencia y su hijo adolescente, al que solo disfruta un fin de semana de cada dos, no solo le niega la palabra sino que además le insulta con esa vesania atroz que sólo poseen los hijos americanos.

Kevin McKay, por si fuera poco, está a punto de perder su trabajo como conductor del autobús escolar. En una misma mañana recibe una bronca mayúscula de la supervisora y una llamada de la veterinaria para decirle que su perro no tiene solución y que es mejor sacrificarlo. Y en el horizonte, mientras conduce camino del colegio, surgen unas llamas pavorosas que son como la metáfora de su propia vida que se quema...  

Chiquito de la Calzada siempre decía que una mala tarde la tiene cualquiera, pero quedaba implícita la idea de que también se podía tener una mala noche o una mala mañana como ésta de Kevin McKay en California.

Luego, la película, se reconvierte en una de aventuras con autobús escolar escapando del fuego y de la muerte. Una de Paul Greengrass de toda la vida, con su montaje frenético y su tensión in crescendo. Su título original es “The lost bus”, pero aquí, por aquello de buscar el morbo y la confusión, la han titulado “Laberinto en llamas” para ver si la gente se pensaba que esto era un thriller erótico con mucho folleteo. Había una película de Almodóvar titulada “Laberinto de pasiones” y una serie con Úrsula Corberó que se llamaba “El cuerpo en llamas”. No sé... Asociaciones... 

Yo, por mi parte, me acordé de aquel autobús escolar que Supermán libraba de caer por el puente de San Francisco. Hace siete años, en los incendios terribles de California, Supermán debía de estar de vacaciones. O en El Ventorro, flirteando con una titi.




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Más allá de los dos minutos infinitos

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Yo también tengo un televisor que viaja dos minutos en el tiempo. Pero en mi caso no es un televisor japonés, sino coreano. Quién los distingue, de todos modos, cuando entras a comprarlos.

Cuando el Madrid marca un gol -o se lo marcan, o le dejan de pitar un penalti para que se cumpla lo pactado con Negreira- tengo que esperar dos minutos para poder comentar la jugada con mi hijo a través del WhatsApp. Si se lo comento al instante, le jodo la emoción. Él, no sé por qué, lleva dos minutos de retraso respecto a mi televisor. Y mi televisor, a su vez, por aquello de los satélites y de la velocidad de la luz, lleva varios segundos de desfase respecto a lo acontece en el Santiago Bernabéu o en las fortalezas miserables de los infieles. 

Mi hijo vive en León, y a León, desde La Pedanía, las emisiones electromagnéticas no deberían de tardar más de 0’000366 segundos en llegar. Me lo ha calculado la IA en el teléfono. Lo que pasa es que mi hijo ve los partidos en su ordenador, y aunque es un ordenador cojonudo y un dispositivo autorizado por Movistar +, está castigado por la tecnología a ir siempre dos minutos por detrás de la actualidad. 

Antes, con la antena parabólica, estas cosas tenían una explicación plausible y pertenecían a la ciencia pedestre de andar por casa. Pero ahora, con la fibra óptica, que debería llevarlo todo a la vez y a todas partes -como en aquel otro flipe de película- se producen desfases que sólo pueden ser explicados con la mecánica cuántica y otras teorías igual de complicadas.

Quiero decir que si nos comunicáramos por videollamada, y no por WhatsApp, mi hijo podría ver en mi televisor lo que está a dos minutos de acontecer en el suyo. Que me aspen si esto no es otro viaje más allá de los dos minutos infinitos... En esa hipotética videollamada -tan factible como jamás realizada- él no estaría hablando con su padre contemporáneo, sino con su padre del futuro: uno que ya sabe lo que nos espera de la vida transcurridos 120 segundos en el reloj.




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Un fantasma en la batalla

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Hace un par de semanas, en un programa cultural de la fachosfera, entrevistaron a Agustín Díaz Yanes para promocionar “Un fantasma en la batalla”. Los amigos, o amiguetes, le llamaban “Tano”; los demás, Agustín a secas. Digo esto porque algunas de esas amistades son... peligrosas, como aquellas de Choderlos de Laclos. No sé si “Tano” las aprecia de verdad o si al colgar el teléfono se olvidó de que existían.

Tratándose de una película sobre ETA me temía lo peor. Y lo peor, aunque tardó en llegar, era tal cual yo lo imaginaba. Mientras entrevistaron a “Tano” todo fue más o menos civilizado. Hablaron de la película como película y también como recordatorio de la barbarie. “Un fantasma en la batalla” es un thriller estimable pero también un documento de la época. A mi hijo, por ejemplo, que tiene 26 años, le hablas del terrorismo de ETA y es como si le hablaras, yo qué sé, del Muro de Berlín, o de los tecnócratas de Franco. De chaval, en los telediarios, él ya sólo conoció los asesinatos muy espaciados y desesperados.

Cuando despidieron a “Tano”, los tertulianos de la radio "plural" metieron un poco de publicidad y a la vuelta ya estaban todos atizándole al Gobierno. Estaba claro que no iban a desaprovechar la ocasión. A su izquierda todo es ETA y Pedro Sánchez es un hijoputa. No lo dicen exactamente así porque son cultos y refinados,  pero su audiencia no es tonta y sabe completar los puntos suspensivos. Ni siquiera hace falta que los amos les llamen por teléfono. Ellos son como son y ya saben dónde están. Se juegan el pan de sus hijos y yo esas cosas las entiendo. Lo que me jode es el oportunismo y la contradicción. Toda esta gentuza se tiró años pidiendo que la izquierda abertzale rechazara las armas y entrara en el juego democrático; y ahora que lo han hecho, lo que piden, casi a gritos, es marginarlos para ver si vuelven al monte y empuñan de nuevo la Parabellum. 

El terrorismo fue muchas cosas terribles, pero también un negocio cojonudo. Una excusa patriotera. La sonrisa maligna del facherío.




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El hijo del siglo

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Le he puesto cinco estrellas pero reconozco que el primer episodio me descolocó. Esperaba una recreación que siguiera al pie de la letra lo escrito por Antonio Scurati y encontré una narración distorsionada en la que Mussolini rompe continuamente la cuarta pared para confesarnos sus pensamientos inconfesables: su inteligencia rastrera y su olfato político al servicio de la barbarie. 

Si Milán, en la serie, parece el Gotham City de Batman, Mussolini es el Pingüino que trata de reinar en los bajos fondos de los mafiosos. Es una pena ya irremediable que los socialistas italianos no pudieran recurrir a Batman cada vez que los fascistas los apaleaban o los apuñalaban... La historia de la humanidad hubiera seguido quizá otros derroteros. Me temo, sin embargo, que Bruce Wayne se hubiera aliado en las palizas con las fuerzas del capital. Para ese millonario asqueroso, como para todos los demás, es mejor que impongan su ley los paramilitares ociosos que los rojos que distribuyen.

La banda sonora de “El hijo del siglo” es del siglo XXI, machacona y estroboscópica, pero los planos, retorcidos y esquinados, parecen sacados del viejo expresionismo alemán. Es una mezcla extraña entre lo viejo y lo nuevo. Pasado y presente conviven en el mismo plano como si no hubiera un siglo que los separase. Y ese es el gran logro de la serie. Por eso es imprescindible y turbadora. “El hijo del siglo” cuenta cosas de hace cien años que están volviendo a suceder. Punto por punto. Mussolini dejó un reguero de migas de pan que nadie se ha comido todavía. Los pájaros no se atreven y los barrenderos pasan del asunto. Los paramilitares de ahora, por muy lerdos que parezcan, no tienen más que seguir el caminito para imponer la ley del estacazo.

Tuve que llegar al segundo episodio para comprender que “El hijo del siglo” es una serie de terror. De ahí su tenebrismo y su predilección por la noche. Su narración excéntrica y deformada.  De ahí el revoltijo molesto de mis tripas. El fascismo es una de esas pesadillas que siguen ahí cada vez que te despiertas.




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La buena vida

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“La buena vida” es una película del año 1996 que hoy en día ya no se podría ni  rodar. Es posible, incluso, que el mismo David Trueba abjure de su ópera prima cuando le entrevistan en los medios comprometidos. Ser progresista en estos tiempos requiere estar muy atento a las preguntas. Y mucho más atento a las respuestas... Basta con soltar un matiz, una disensión, una opinión formada pero distante, para que la periodista te coloque el sambenito y las acólitas desfilen con antorchas encendidas frente a tu puerta. 

“La buena vida”, en el fondo, es tan inocente y tontorrona como un pirulí de caramelo. Pero ahora mismo, bajo los auspicios de la Nueva Inquisición, ya nadie se atrevería a rodar la historia de un adolescente no gestante obsesionado con el sexo. Sí, quizá, si el protagonista fuera un asesino como aquel chaval de “Adolescencia”, que es como ahora se percibe la sexualidad de los “violadores en potencia”: problemática y atravesada. Siempre al borde de la denuncia o del delito. Un tarado de cada 100 ha convertido a los 99 restantes en sospechosos habituales. 

En "La buena vida", Tristán Romero es un adolescente de toda la vida, medio listo y medio bobo, en el que podemos reconocernos los que venimos de la caverna educativa. Atrapado en un colegio de élite donde las chicas están proscritas porque distraen del estudio y del espíritu formativo, Tristán no tendrá más remedio que buscarse las habichuelas extramuros, allá donde los más guapos cortan el bacalao y no dejan para nadie ni las migas. 

Tristán, encerrado en su micromundo, cumplirá paso por paso todos los protocolos que siguieron los desheredados de la educación mixta: enamorarse de una profesora cañón y tentarle la suerte a una prima desinhibida. De manual, vamos. Falta la vecina del cuarto, que es otro clásico imprescindible, pero aquí la sustituye una prostituta muy salerosa. Lo que digo: motivo de escándalo y carne de cancelación.




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Katmandú, un espejo en el cielo

🌟🌟

En el colegio donde yo trabajo todas las maestras se llaman Laia -o algo parecido- y también proceden de Barcelona o de lugares equivalentes. La mayoría, sin embargo, no son tan guapas como Verónica Echegui. Pero Verónica Echegui, claro, era una actriz, y no una maestra. Su personaje es insoportable pero al menos no te aburres al contemplarla. Pobre Verónica Echegui, cómo se nos fue... 

“La Pedanía, espejo en el cielo”... Aquí también vivimos entre montañas y los chavales sólo conocen su valle y sus costumbres ancestrales. Somos como el Nepal muy poco nevado de la provincia.

Ellas, mis compañeras, son como Laia cuando se levanta de su camastro. A las ocho de la mañana te dicen “namasté” -o se lo dicen a sí mismas-  y lucen una sonrisa muy poco contagiosa, toda hecha de entusiasmo. Siempre llegan animadas, parlanchinas, como si madrugar fuera una fiesta en vez de un castigo de los dioses. O no se han enterado todavía o no tienen los años suficientes. A esas horas del desaliento, cuando la gente normal desearía seguir en la cama y que suprimieran la jornada laboral,  ellas llegan dispuestas a inculcar un día más los valores trascendentales y los conocimientos imprescindibles. Son unas optimistas patológicas. No conocen el desaliento ni la contrariedad. Si los niños avanzan, pues cojonudo; y si no avanzan, dicen que sí avanzan y ya está. Su labor consiste en pintar la vida de color rosa y luego decorarla con florecitas.

Se sienten elegidas para desarrollar una gran labor social, como los que compran el cupón. Son unas fanáticas de lo suyo. Son como monjas del magisterio y a mí me aterran tan como las otras. Su lema es que la educación es la herramienta definitiva que forma las mentes y doblega las sociedades, y yo no puedo estar más en desacuerdo. Todo está en manos de la tele y de Tik Tok. El progresismo renunció a las pantallas y perdió la guerra cultural. 

Los niños nepalíes vivían muy felices sin redes sociales ni escuelas organizadas hasta que llegó Laia para darles el coñazo con la Casita de las Letras y el método Montessori.





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La herida

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Ana es una mujer... dificilita. A su lóbulo frontal le cuesta filtrar los impulsos que llegan de su amígdala y eso le crea problemas muy serios en las relaciones personales. Ana tiene unos ojos vivaces y una sonrisa demoledora, pero de pronto, por algún seísmo endógeno, o por cualquier contratiempo exógeno, sus mirada se vuelve turbia y su sonrisa se hace mueca y desagrado. Y a partir de ahí a saber: lo mismo te tira un trasto a la cabeza que se recluye en su habitación a lesionarse con una cuchilla.

Su novio ha hecho mutis por el foro y sus amigas ya no le cogen el teléfono. Pero no hay nada que reprocharles: a los dos minutos de conversación con cualquiera, Ana ya está torciendo el morro y cagándose por dentro -y a veces incluso por fuera- en la puta madre de cualquiera que la matice o la contradiga. Su madre, por cierto, con la que convive porque ya no le queda otro remedio, le habla con un tono de voz que no se permite ninguna inflexión admonitoria, y aun así, la pobre, se lleva un rapapolvo diario e incluso tres. Ya digo que Ana es... complicadita. 

Ana es lo que antes de Irene Montero llamábamos una mujer bipolar, casi al borde de padecer un TLP. Yo mismo estuve enamorado de dos mujeres así en mi corta y maltrecha vida amorosa. Una caminaba sin diagnosticar y otra estaba diagnosticada sin yo saberlo. Internet es así, como una caja de bombones: nunca sabes lo que te va a tocar.  Viendo “La herida” he sentido escalofríos en algunas escenas casi calcadas a mi experiencia particular. El despliegue emocional de Marián Álvarez es acojonante y está más allá de cualquier elogio de cinéfilo.  

Ahora, sin embargo, esos adjetivos psiquiátricos sacados del DSM-5 ya no se pueden sacar a colación. Irene Montero bajó del monte Sinaí para decirnos que ya no hay mujeres locas, sino mujeres enloquecidas por culpa de los hombres. El catolicismo de nuestra infancia, tan ridículo y tan denostado, era al menos en eso más igualitario: el pecado original -el de la locura, o el de cualquier otra enfermedad del espíritu- lo llevábamos por igual hombres y mujeres. Eso sí que era paridad y no lo de ahora.





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Gente en sitios

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Gente en sitios... Eso es lo que somos: gente en sitios. Y poco más. El título vale para esta película y también para todas las demás. Incluso para la vida real, que también es gente en sitios. Hace un rato yo era gente que estaba en su sitio viendo la película. Y así todo.

Es un resumen de la vida en tres palabras misteriosas: gente en sitios... El devenir de los humanos y la madeja de los destinos. Está todo ahí.  Y también la nada. La nada que somos. Despojada de adjetivos y de palabrerías, la vida es tan simple como eso: gente en sitios. Si prescindimos de la literatura y del arrebato, solo somos gente que pulula y luego descansa. O gentuza. Gente que nace y mata, que construye y destruye, que folla los sábados por la noche o reza los domingos por la mañana. Gente en sitios, públicos o privados, haciendo cosas o jodiendo la marrana. Produciendo o molestando. Desproduciendo. 

Qué será, dentro de nada, esta pesada Navidad que ya se anuncia en los supermercados, sino gente en sitios, aunque casi toda desubicada y fuera de lugar, en casa de mamá o en casa del cuñado, contando las horas para volver al sitio propio, al hogar donde uno puede darse la razón y poner los cojones encima de su mesa.  

Gente en sitios... Es una idea enigmática, pura, casi oriental. Un haiku uni-versal de los japoneses

“Gente en sitios”, la película, es una sucesión de sketches con gente rara sorprendida en lugares comunes. Como espectador a veces sonríes y a veces te rascas la cabeza, desubicado. Es difícil saber qué pretendía Juan Cavestany con esta sucesión de surrealismos chanantes. Pero te queda un poso, un provecho, un algo indefinido sobre lo estúpido e impredecible de la gente. Un desasosiego. Hay algo muy turbio en “Gente en sitios”. Una misantropía soterrada. Una advertencia del peligro que nos acecha en cada esquina. No salgas a la calle cuando hay gente, cantaban los Golpes Bajos.




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Borgen: Reino, poder y gloria

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Algo huele a podrido en Dinamarca. Y esta vez no son los cadáveres de Hamlet. Ni siquiera las aguas residuales del puerto de Copenhague, porque allí las depuran cuatro veces al día y pueden comerse huevos fritos sobre las olas. Lo que huele mal, como en casi todos los sitios, es el mundo de los políticos y los periodistas, que diez años después de "Borgen" ya se parece demasiado al trapicheo de los bárbaros mediterráneos. Y si en Dinamarca huele a podrido, es que aquí estamos de mierda hasta las cejas cuando pensábamos que simplemente chapoteábamos con los pies.

Nos quedaba una heroína de la honradez, Birgitte Nyborg, que en esta cuarta temporada aparece en el gobierno danés como ministra de Asuntos Exteriores. Pero la mirada de Birgitte ya no es la misma. Ni siquiera su sonrisa. Algo ha cambiado en ella y no ha sido para bien. Birgitte tiene ahora 53 años y vive sola en su casa de Copenhague. Sus dos polluelos volaron del nido y su exmarido sexy ya no amenaza con regresar. Y los amantes casuales, a su edad, ya serían más bien un lastre que una solución de convivencia. A partir de cierta edad ya no hay polvo comparable a dormir ocho horas seguidas en una cama sin compartir.

Pero Birgitte, curiosamente, en la flor otoñal de su vida, está muy lejos de alcanzar la paz del espíritu. Ahora que todo le sonríe de pronto se ha vuelto mezquina y retorcida. Birgitte ha caído en el lado oscuro de la Fuerza, que también tiene sucursales en Dinamarca. Si antes le importaba el bien común -esa especie protegida que sólo vive en latitudes muy próximas al Polo Norte- Birgitte ahora sólo mira por el bien de su carrera política. Birgitte se ha vuelto... española, o italiana, y sería capaz de vender a su madre para que no la quiten de su puesto.

Anonadados por la sorpresa, los espectadores tardaremos varios episodios en comprender que Birgitte no se ha vuelto mala del todo y que todavía hay lugar para la esperanza. Sucedía, simplemente, que se aburría mucho en casa.Ya lo dijo el poeta Heine: todos los males del mundo empiezan porque la gente no sabe entretenerse dentro de su hogar.




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La última reina

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Mi alma de bolchevique me impide sentir lástima por Catalina Parr. O sólo la justa, en un par de escenas tremebundas. Si Enrique VIII era un monarca sanguinario, Catalina era una chupóptera del pueblo. Una garrapata instalada en el lujo de la corte. Otra hija de puta despreciable. 

Hay muchas formas de matar cuando ostentas el poder y acaparas la riqueza. Si Enrique VIII era una mala bestia que ordenaba ejecutar a quien ya no le servía para procrear varones o sentirse seguro en sus batallas, Catalina Parr jamás despreció un buen matrimonio para seguir viviendo como una marquesa -o como una reina- a costa del sufrimiento del populacho. No creo que le importara mucho que sus vasallos murieran de inanición mientras ella lucía sus trajes de seda y sus bordados de fantasía. 

Los asesinatos de Enrique VIII eran desde luego más salvajes y sanguinarios, de esos que salen muy subrayados en los libros de los historiadores. En cambio, los asesinatos de sus cortesanos, que pocas veces se mancharon con la sangre de sus víctimas, permanecen en la bruma misteriosa de los crímenes jamás resueltos por la policía.

Por ahí me falla la finalidad última de “La última reina”, que es una versión muy libre y muy feminista de lo que sucedía en aquella corte del asesino sin escrúpulos. Catalina Parr, lejos de ser una mujer engañada, ya era una viuda muy rica cuando se casó con Enrique VIII. Y ser rica en aquellos tiempos era casi peor que ser rica en el siglo XXI. La riqueza de ahora no mata tanto como antes. Conlleva, eso sí, que alguien más pobre que tú va a tardar meses en tratarse un tumor o va a tener que comer mierda de supermercado para llegar a fin de mes. Es un matar ladino y silencioso. 

En el siglo XVI, en cambio, vivir en un castillo rodeada de lacayas y de lameculos implicaba que un poco más allá, en los arrabales, la gente conociera la miseria verdadera que nosotros no podemos ni imaginar: todo suciedad, y muerte prematura, y dolor sin anestesia, y sopas de piedras y cardos para llenarse la barriga.




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Presence

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En esta casa donde yo vivo no hay ningún fantasma. Y si lo hay, es uno la mar de silencioso. Uno que quizá en vida se educó en un colegio de pago y luego se dedicó a una profesión intelectual y meditabunda. En eso he tenido mucha suerte. Y él conmigo creo que también. Porque yo no pongo la música alta ni me levanto a las cinco de la mañana -de momento- a quejarme del insomnio y ponerme un colacao. Yo sé que él también agradece que le haya tocado un ser humano como yo. Lo nuestro, de haberlo, es una convivencia ejemplar entre compañeros de piso que proceden uno de la realidad y otro de la ficción. O de la locura. 

Mi fantasma es un primor de conviviente que no tira cosas al suelo ni ulula amenazas en las madrugadas. Tampoco me enciende y me apaga las luces cuando se aburre de pasear. Si yo estoy a lo mío -al fútbol, a la lectura, al trajín por la cocina- él está a lo suyo, a sus cosas de fantasma: flotar por el pasillo, mirar por las ventanas, dejar pasar los días hasta que reabran por fin la autopista A-77 del Más Allá.

Antes de poner dobles ventanas yo aún vivía con la duda del fantasma. El tráfico creciente de La Pedanía quizá enmascaraba sus quejidos o sus susurros. Pero desde que se ha hecho el silencio en las habitaciones -salvo cuando pasa un lugareño con el tractor, o un hijo de puta con la moto- ya tengo por seguro que mi fantasma no existe o existe en otra dimensión. 

En “Presence”, sin embargo, porque esto es una película de terror, el fantasma es un ente que no para de dar p’ol culo a los habitantes de la casa. A los miembros de la familia Ghost les molesta mucho que el fantasma les mueva los libros de la estantería o les susurre distorsiones al oído, pero no parece importarles haber pagado un millón de dólares por vivir justo al borde de la carretera por donde transitan los camiones que van a Canadá. Yo, en su caso, me preocuparía más de las ventanas que de los ectoplasmas. Quizá el fantasma sólo les está diciendo que llamen a un cristalero y que pongan fin a los motores en la madrugada. 





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Misión imposible: Sentencia final

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Siempre hay un momento en las películas de “Misión imposible” en el que me pregunto: ¿y todo esto para qué? Es la mar de entretenido pero no sirve para nada. La humanidad se va a ir al carajo tarde o temprano. Es cuestión de años. De unos pocos siglos a lo sumo. Casi todas las novelas de ciencia-ficción se desarrollaban en futuros milenarios y cada vez nos parecen más utópicas e inocentes. Todas las misiones imposibles de Ethan Hunt no son más que una lucha desesperada contra el destino. Tanta pasión para nada. Tanta operación de jeta y tanta tabla de gimnasia para encarnar a un héroe del todo innecesario. 

Cualquier día aparecerá el coronavirus definitivo o se estrellará un meteorito tan grande como Australia. Uno de estos veranos la temperatura se pondrá en 50º C a la sombra y ya no bajará de ahí hasta el día de Navidad. Se secarán las fuentes y nos quedaremos sin resuello. Las guerras por el petróleo serán una broma histórica comparadas con las guerras por el agua. Quizá, quién sabe, ya ha nacido el loco que un día apretará el botón nuclear jaleado por su pueblo. Y luego está la Inteligencia Artificial, claro, que aquí se llama “La Entidad” pero en las películas de Terminator ya era conocida como “Skynet”. Es una vieja conocida de la cinefilia. 

Después de todo, ¿qué es la humanidad? Mi humanidad es el puñado de personas a las que quiero y me sobran dedos para contarlas. También está el puñado de las personas a las que admiro -que es mucho más numeroso y variopinto- pero todas ellas viven muy lejos, allá en Madrid o en California. O en Sebastopol. Ellos son los escritores, los artistas, los magos del balón... Les aprecio pero están a muchos grados de separación. Cuando leo sus muertes en el periódico me entristezco pero no lloro. No me joden el día. 

Sin embargo, los animales que sufren o que mueren me enternecen el corazón. Los salvajes y los domésticos. Los que pertenecen a alguien y los que un día me pertenecieron. Ethan Hunt tiene la misión imposible de resucitarlos en una nueva entrega que ya nunca se rodará.




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Misión Imposible: Sentencia Mortal

🌟🌟🌟🌟


A mitad de película tuvimos que parar porque ya nos dolía la cabeza de tanto procesar información. Nuestro software bioquímico no alcanza ni de lejos las prestaciones de la dichosa Entidad de las narices.

En la pausa yo tomé un café solo y mi hijo uno con leche. Galletas para mí y nada para él. Tom Cruise es más que un actor cojonudo para las nuevas generaciones: también es un ejemplo de barriga plana y de actitud positiva ante la vida. Si le mencionas a mi hijo que el tío Tom se ha operado la jeta varias veces se mosquea un poquitín. Dice que son imperativos del guion; arreglos necesarios para que el personaje sea convincente y nos siga regalando películas como ésta.

Nada que objetar.

Para aclararnos con la película nos pusimos a hablar de los giros de la trama, pero luego se nos fue el oremus comentando detalles fisonómicos de Rebecca Ferguson y de Vanessa Kirby. Al final resultó que yo soy más de Rebecca y mi hijo más de Vanessa. De la protagonista principal no dijimos nada y la verdad es que no entiendo nuestro desdén de enamorados.

Nos dolía la cabeza, sí, pero no en plan mal, de vaya rollo de película, sino en plan de computadora que ya no da abasto con el argumento. Érase una vez dos sistemas recalentados. Yo juraría que algunas de mis neuronas se hicieron un nudo tratando de comprender. “Misión imposible: Sentencia mortal” es el rizo del rizo. El rizo 7.0. Y es solo la primera parte del colocón... 

Hace unas horas que terminó y ya no sabría muy bien cómo resumirla. Está la CIA, el FMI -el otro FMI, idiota- el MI6, los rusos del submarino, una IA global desquiciada, un malo malísimo, una intermediaria de París, una asesina casi albina y una ladrona que roba cosas sin preguntar qué son o para qué valen. Todos mezclan verdades con mentiras y algunos se ponen máscaras de látex. Los hay, incluso, que cambian de bando de repente, y cuando ya crees que has retomado el hilo de la acción te ponen a Rebecca Ferguson en primer plano y ya se te va el oremus otra vez. 


O a Vanessa Kirby, que tanto monta monta tanto.




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Nathan for you. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟


Nathan Fielder también pasó una vez por La Pedanía, aconsejando a los empresarios y a los políticos del lugar. Y dejó, como sucede en la serie de televisión, un par de ideas brillantes y varios negocios arruinados. Así nos luce el pelo desde entonces... Lo que pasa es que todo aquello sucedió en sus tiempos de prácticas en la Universidad del Descojono, así que no ha quedado plasmado en ningún episodio de “Nathan for you”. Pero nosotros lo recordamos.

Nathan ya era por entonces un emprendedor tan idiota como inteligente. Un tiro al aire. Nathan, como Alberto Chicote, es capaz de coger un negocio en ruinas y ponerlo a funcionar, pero también de asesorar a un fulano que ganaba mucho dinero y hundirlo totalmente en la miseria. Por eso “Nathan for you” es una serie de humor y no un documental pro-capitalista de esos que ponen en Discovery Max. Nathan alterna grandes ideas con ocurrencias propias de aquel tipo que asó la manteca en un libro de cocina..  

En La Pedanía, por ejemplo, para fomentar el uso del transporte público, Nathan propuso que los autobuses fueran 100% ecológicos y viajaran pintados de amarillo en vez del naranja tradicional. Eso último nunca lo entendimos muy bien. Sea como sea, aquel dispendio dejó las arcas del ayuntamiento como aquellos baúles con telarañas que salían en Mortadelo y Filemón, así que ahora nos han suprimido varias rutas y ya no sabemos ni a qué hora pasan los escasos autobuses -flamantes, eso sí- que todavía sobreviven. 

Sin embargo, para compensar el descenso de nuestra calidad de vida,  Nathan resucitó uno de los pocos bares que ya nos quedaban en La Pedanía. Su medida fue tan simple como mal vista por nuestras vecinas feministas: poner a una tía buena a servir las mesas de la terraza. En apenas un par de semanas -lo justo para que se corriera la voz y la mirada- aquello reflotó y ya ni siquiera navega, sino que corta el mar y ya vuela, el velero bergantín.




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Batman vuelve

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Si me hubieran preguntado ayer mismo por el momento más erótico del cine de los años 90, hubiera respondido sin dudar que el descruce de piernas de Sharon Stone en “Instinto básico”. Otros, los más raritos, habrían mencionado, yo qué sé, una escena tórrida en una película perdida de Abbas Kiarostami, pero en provincias, donde el mainstream forma parte de nuestra cultura ancestral, el potorro jamás visto de Sharon Stone -porque nunca se vio en realidad y se jodieron muchos VHS tratando de capturarlo- ocupa el número 1 en el hit parade de nuestra indecencia. 

O mejor dicho, ocupaba, porque hoy, viendo “Batman vuelve”, he recobrado el beso húmedo de Catwoman sobre el Batman derrotado y se ha encendido una bombilla de varios amperios donde hacía muchos días que no se registraba actividad eléctrica por culpa de la caló. Ha sido el primer brote verde del otoño. Michelle Pfeiffer enfundada en cuero negro ha fundido varios plomos de mi memoria desmemoriada. La recordaba, claro que sí, pero no así, y no para tanto. 

Su felino personaje es lo más rescatable de una película que tiene pocas cosas que rescatar. ¿He dicho película? Más bien una astracanada tan alejada de los cómics que parece la adaptación grotesca de un cuento para niños. Batman ya no tiene ni la media hostia de la película original y Christopher Walken -que es un santo muy adorado por estas tierras- va haciendo un ridículo espantoso que luego le fue perdonado por nuestro Señor misericordioso. 

El único personaje que iguala las prestaciones de Catwoman es el Pingüino. Hace poco vi la serie de Netflix y se me fue el gas de la risa cuando descubrí que era una parodia de nuestro Jesús Gil perdido por Gotham City. Pero este Pingüino al que da vida y mala baba Danny DeVito es otra cosa: es un personaje nauseabundo y entrañable. Un peluchín asqueroso. Un psicópata benefactor que tiene como objetivo político revertir el cambio climático para que empiece una gran glaciación como aquella de nuestra infancia. Es un cabronazo, sí, pero yo le votaría. “¡El hielo es la civilización!”, gritaba Harrison Ford en “La costa de los mosquitos”.



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Batman

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Aún recuerdo la matraca que nos dieron con el “Batdance” de Prince para promocionar el “Batman” de Tim Burton. La canción de Prince sonaba a todas horas en “Los 40 Principales” de los chavales, pero yo nunca me cansaba de escucharla. A mí me gustaba la canción, o lo que fuera. Yo era tan rarito que llegué a comprar la banda sonora de la película meses antes del estreno. Mis amigos ya se habían pasado al rockabilly o al pop británico y me habían dejado muy solo con mis gustos frankenstenianos: un amasijo de órganos donde compartían sangre Prince y Javier Krahe, Supertramp y Golpes Bajos, Beethoven y Radio Futura, Ana Belén y su marido Víctor Manuel.

La sorpresa llegó cuando fuimos al cine y la canción de Prince no sonó por ningún lado. Sonaron otras, pero ésa no. Ni siquiera en los títulos de crédito finales, que yo me tragué por entero ante la impaciencia del acomodador. Porque aún había acomodadores por entonces en los cines de León, Estoy hablando de 1989, que fue aquel año del Cuaternario en el que cayó el Muro de Berlín, la Quinta del Buitre ganó su cuarta liga consecutiva y Kim Basinger cobró mil millones de dólares por hacer de mujer florero en esta gran superproducción. Supongo que una cosa fue por la otra: “Batdance” no sonó pero Kim Basinger salió más guapa que nunca. Entonces no sabíamos que esto se llama “cosificar” y que está muy mal visto dentro de la progresía. 

Pero nosotros, en la penúltima inocencia de la infancia, no habíamos ido al cine a ver a Kim Basinger, sino a ver a Batman, que era nuestro ídolo nocturno de los cómics. Esperábamos ver un Batman como aquel que dibujaba Frank Miller y nos encontramos con un señor casi cuarentón que tenía entradas en el pelo y no tenía ni media hostia cuando se peleaba con los malotes. El Joker de Jack Nicholson se lo comía con patatas en todas las escenas. De hecho salía más y quedaba mucho más resultón.

Aquel Batman de Tim Burton fue como el primer beso o como el primer polvo: tan esperado como decepcionante. Yo le juré odio eterno a ese mequetrefe que lo encarnaba, pero luego, con el tiempo, nos hemos ido reconciliando.




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Supermán II

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1. Yo estoy con Carlo Padial -que a su modo es otro extraterrestre - cuando dijo que su adolescencia, prorrogada mucho más allá de lo conveniente, terminó justo el día que vio el documental sobre la desgracia y muerte de Christopher Reeve. Ya lo sabíamos, por supuesto, pero verlo en HBO Max fue algo así como un certificado de defunción. Los actores que vinieron después -decía Padial- no son más que unos mindundis para nada creíbles. Unos héroes de pacotilla que fingen haber nacido en el planeta Krypton o en sus cercanías. 

La terrible certeza que conmocionó a Carlo Padial es que Supermán ya nunca más vendrá a rescatarnos cuando nos caigamos por las cataratas del Niágara o nos amenacen tres tarados venidos del espacio exterior. Estamos definitivamente solos. Es -ahora ya sí- el tiempo de la adultez. 

2. La historia romántica que anima ”Supermán II” no se entiende demasiado bien. ¿Por qué Supermán necesita despojarse de sus poderes para acostarse con Lois Lane? ¿Es por aquello que decían en una película guarra cuyo título ahora no recuerdo: que el esperma de Supermán, eyaculado con la superfuerza de sus contracciones, rasgaría cualquier tejido orgánico dispuesto a recibirlo? 

3. “Supermán II”, con su argumento tontorrón, ya nos estaba contando lo que iba a pasar cuarenta y tantos años después con la DANA de Valencia: mientras el mundo entra en caos geológico y se suceden las muertes y las desgracias, el responsable de prevenirlas -en este caso el propio Supermán- se encuentra desaparecido durante las horas más críticas perdido en otros gozosos menesteres. 

4. Recuerdo que de niño tuve muchas pesadillas con la Zona Fantasma: ese romboide como de plexiglás donde viven apresados los tres malvados del planeta Krypton. A veces me despertaba con el recuerdo de una claustrofobia insoportable, encerrado en aquella prisión y vagando por el espacio como castigo a mis pecadillos inocentes. Pecadillos de niño normal, del mainstream de los chavales, en el planeta de León.




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Superman

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No había vuelto a ver “Supermán” desde que mi hijo era chiquitín y se la puse para iniciarle en los mitos peliculeros. Veinte años después él se habría descojonado con este producto analógico que solo divierte a los carrozas sin princesa.

Viendo otra vez “Supermán”– porque no es una gran película, pero forma parte de mi educación sentimental- también recordé estas cosas:

- Mi boca abierta y mis ojos como ensaladeras. Mis pies de siete años -que no todavía de siete leguas- colgando de una butaca del cine Pasaje la primera vez que Supermán echó a volar con esa fanfarria de John Williams que todavía me pone los pelos -ya canos, ay- de punta.

- Mi amigo del barrio, el muy jeta, que siempre se pedía Supermán en nuestras aventuras callejeras porque era mayor que yo y me relegaba un día sí y otro también a ser Batman, un superhéroe terrenal que peleaba con gadgets y mierdas que podían fallar en cualquier momento. 

- Lex Luthor, el malo por antonomasia, que después de todo no era más que un especulador inmobiliario. No un lunático, ni un fanático, ni siquiera un loco como el Joker que sólo quiere ver el mundo arder. No: un simple especulador como estos de nuestra patria. Un personaje que podría haber sido el dueño de las grúas en la novela "Crematorio"

- Recordé también a Jerry Seinfeld en el “Monk’s Café”, explicándole a George Costanza que si Supermán es superfuerte y superrápido, no había ninguna razón biológica para que no sea también supergracioso. ¿Por qué -insistía Jerry, ante la negación tozuda de su amigo- esa parte de su cerebro no tendría que verse afectada por el sol de la Tierra?

- Recordé a Carlos Pumares en la madrugada de Antena 3 radio, riéndose de “Supermán” porque no acababa de entender que Clark Kent llevara siempre puesto el esquijama. ¿Pero es que los poderes dependen del esquijama o qué?- se quejaba Pumares con su inquina habitual-. ¿No puede volar desnudo? ¿No puede dejar el traje en una mochila y cambiarse a hipervelocidad? ¿Y si un día le da un vahído y le aflojan el primer botón de la camisa y descubren quién es?




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El fin de la comedia. Temporada 1

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A Ignatius Farray le debo esa fea costumbre de decir “All right!” cuando quiero decir que estoy de acuerdo, y también esa manía de apostillar “la casualidad...” cuando se producen fenómenos extraños en lo cotidiano. Y por encima de todo: le debo la conciencia de pertenecer a una minoría oprimida que apenas sale en los periódicos de la izquierda: los padres leoneses divorciados y con gafas. Tuvo que ser él, Ignatius, en sus diatribas del descojono, en sus evangelios de la barbarie, el que instalara en mí la conciencia combativa de ser lo que soy y de saber quiénes son mis enemigos encarnizados.

Quiero decir que he integrado a Ignatius Farray en esa comunidad de demonios interiores que hablan por mi boca y me traicionan ante los hombres, y me ridiculizan ante las mujeres. Esos que también dicen “fistro”, o “digamelón”, o “pretty, pretty, pretty good”... El homenaje continuo pero muy perjudicial a los cómicos del catodicismo. 

Ignatius Farray es un comediante que lo da todo en el escenario. Él, en principio, ofrece el desnudo integral de su psique, pero si la gente no se ríe, no duda en ponerse a chupar pezones o en enseñar a Pollito de Troya para que los más fieles refuercen su fidelidad y los que pasaban por allí echen pestes del espectáculo. Farray no deja a nadie indiferente con esos pelos de loco y esa mirada de orate. Con esa pinta de haber salido de la cueva para contar sus desventuras y luego irse a cazar el mamut por los bares de Madrid.

Pero todo eso, por supuesto, sólo es una farsa. El recurso que él utiliza para ganarse la vida en la dura competencia con otros cómicos. Cuando se baja del escenario, Ignatius Farray se transforma en un tipo como cualquiera de nosotros: un hombre educado, afable, enamorado de sus libros y de sus películas. Un currante que busca contratos para llenar el frigorífico y pagar el alquiler. En el escenario es un Mr. Hyde que se comporta como un orangután y no conoce el filtro de las ocurrencias; pero luego, ya hecho carne entre nosotros, Farray es un Dr. Jekyll generoso y bonachón, muy grande y peludo, tan suave y tan blando por fuera que se diría todo de algodón.




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Up in the air

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El personaje de George Clooney vivía tan feliz -up in the air, y down on the earth- hasta que el demonio del amor se instaló en su corazón. El romanticismo es un virus incorpóreo que altera la función hepática y el latido del corazón. Basta que un contagiado te susurre palabras al oído para caer enfermo y coger una fiebre de campeonato. 

El amor, según san Heriberto de Antioquía, se inventó para que los feos tuvieran una oportunidad de reproducirse. Y George Clooney vive en las antípodas de la fealdad. El amor, según aquel padre de la Iglesia, es una ficción literaria que establece un contrato vinculante entre los desheredados. Un seguro de vida para las inclemencias del tiempo y para las travesías en el desierto... Para los demás, para los que recibieron el don divino de la belleza, sólo existe el sexo libre y armonioso. Los hombres como George Clooney -en el siglo IV de san Heriberto, y también en el siglo XXI de los vuelos oceánicos- no tienen por qué conocer el lado amargo de las relaciones. Ellos pueden elegir y eligen siempre la belleza y la sonrisa. Los días buenos y los perfiles luminosos.

Yo, desde mi sofá, viendo “Up in the air”, le gritaba a George Clooney que no le hiciera caso a esa hermana que le estaba metiendo el demonio a través de los oídos. La carga viral apenas necesita un par de rapapolvos para anidar en el tímpano y reproducirse a velocidades inauditas: que si eres un egoísta, que si tienes miedo al compromiso, que si vas a morirte solo y bla, bla, bla... 

En otras circunstancias, George Clooney hubiera sonreído con ese cinismo suyo tan particular, pero en “Up in the air” él está al borde de la crisis de los 40 -tiene 50, pero los guapos pasan estas crisis con diez años de retraso- y le han pillado con las defensas muy bajas porque vive colgado de una compañera que es la correspondencia exacta de su sex-appeal. En el fondo yo le entiendo: cuando una mujer como Vera Farmiga te sigue el rollo es muy fácil desear que ese rollo dure para siempre.






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Juno

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La madurez no se adquiere con el tiempo. O viene de serie o ya no viene. Ni se puede sintetizar en los ribosomas ni se puede adquirir en la farmacia de la esquina. La madurez tiene que ver más con el ADN que con las experiencias. De hecho, todo tiene que ver más con el ADN que con las experiencias...

Juno, por ejemplo, con solo dieciséis años, demuestra ser más madura que muchos adultos que la rodean. Una vez soltada la bomba de su embarazo, conocerá a gente comprensiva y dialogante, pero también a varios hombres superados y a unas cuantas mujeres gilipollas. Y viceversa. Juno es una irresponsable que no tomó medidas anticonceptivas en el momento de la fiesta, pero luego, si hablamos de enfrentar el destino con responsabilidad, no hay muchos que la ganen en ese villorrio americano donde la vida transcurre a una velocidad muy confortable. 

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Recuerdo que en los maristas de León jamás nos dieron una charla sobre educación sexual. Hablar de sexo era pecado y además no hacía ninguna falta. El riesgo de dejar embarazada a una alumna era exactamente del 0% porque no había alumnas en nuestra cárcel de la cristiandad. Nuestro experimento pedagógico fue el último coletazo del medievo.

En nuestra grey sólo había un par de elegidos para la gloria que tenían novia desde los catorce años, allá extramuros, y que iban pasando trabajosamente de las palabras a los hechos. Conquistando el sexo milímetro a milímetro. Dos héroes, sí, dos referentes, a los que teníamos más admiración que envidia cochina. Los demás llevábamos en la frente la marca de Jesucristo. Éramos medio bobos y además lo parecíamos. Ninguna chica de los institutos circundantes hubiera querido tocarnos el cilindrín. Y mucho menos introducírselo en la vagina aunque solo fuera por curiosidad, como hizo Juno con su novio. Fue entonces cuando los chulos y los imbéciles nos cogieron la delantera y ya jamás les hemos alcanzado.





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Gracias por fumar

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Fumé mi primer -y único cigarrillo- a los 51 años. Lo tenía que haber hecho a los 15, como todo el mundo, pero el destino prefirió invertir el orden de las cifras. 

Siguiendo esa pauta, mi primer beso de amor verdadero llegará a los 61, y mi primera manifa en la Puerta del Sol a los 71. Echaré mi primer polvo en la playa a los 81 y abandonaré el marxismo-leninismo de la juventud a los 91, ya casi en el lecho de muerte y rodeado de los míos. Mi vida, de cumplirse esta inversión numérica, será un poco el curioso caso de Benjamin Button. 

Podría tirarme el rollo y decir que nunca fumé un cigarrillo -salvo aquella noche de vicios inconfesables- porque soy un hombre responsable que cuida mucho su salud. Pero no es verdad. Si así fuera, tampoco comería carne roja, ni queso cheddar, ni bebería un par de cervezas cuando quedo con el amigo. En ese mundo ideal del cuerpo sin oxidantes yo escogería los pimientos asados en vez de la cazuelita de callos cuando se acerca la camarera con la bandeja de las tapas.

No soy fumador porque nunca sentí la necesidad. Así de simple. Nunca tuve que sostener un cigarrillo en la boca para resultar más varonil y seductor. Son tantos mis defectos que una sola virtud no hubiera repercutido en el conjunto... Fue la inanidad, y no la responsabilidad, la que me alejó del tabaquismo. Existe un universo alternativo en el que yo soy un fumador empedernido -de tres paquetes diarios y además de marca americana- porque una mujer hermosa me ha preferido por ello a todos los demás. Porque ha deslizado en mí oído la turbia y humeante idea de que con un cigarrillo en la boca yo seré siempre el Humphrey Bogart de su corazón. Mi reino por un caballo. Mis pulmones sanos por otros henchidos de orgullo. 



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El candidato

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Si hacemos caso de lo que se cuenta en “El candidato”, Gary Hart habría ganado de calle a George Bush en las elecciones celebradas en 1988. Es política ficción, claro, pero soñar es gratis y a veces alivia los síntomas de una distopía cotidiana. 

Si no hubiera sido por el antropoide interior de Gary Hart -siempre dispuesto a anteponer el instinto sexual sobre el cálculo político- puede que jamás hubiéramos conocido a George Bush hijo, el heredero defectuoso. Y lo más importante de todo: jamás hubiéramos visto al presídente "Ánsar" haciendo el ridículo con unas piernas estiradas sobre una mesa de café. El antropoide, la mariposa, el tornado...

Gary Hart era un político joven, simpático, guapetón. Arrollador. Un tipo con lecturas y con un discurso chispeante ante los ataques de la prensa. Un parto bien aprovechado que lo mismo te talaba un árbol que te echaba un discurso muy profundo sobre el estado de la economía. Pero los candidatos demócratas, ay, tienen una habilidad especial para pegarse un tiro en el pie con el Winchester 73 o con el Colt 45. Incluso con la propia minga, cuando se bajan el calzoncillo de sopetón frente a la amante de turno. 

Gary Hart ejercía el mismo poder de seducción sobre el electorado que sobre las chicas guapas que se le acercaban al terminar los mítines para ofrecer su colaboración entusiasta en la campaña. Y Gary, por supuesto, como cualquiera de nosotros, no estaba hecho de piedra, sino de una carne más bien débil que ya había dormido muchas veces en el sofá cuando la señora Hart tenía conocimiento de su devaneo.

Quién sabe: puede que al final Gary Hart no se acostara realmente con Donna Rice, la chica que al decir de ambos sólo le salivaba los sobres de propaganda. Pero llovía sobre mojado y  nadie le creyó. En España, sin embargo, Gary Hart habría subido quince puntos en las encuestas. A este lado del charco no nos importa mucho la ejemplaridad matrimonial ni la integridad de los políticos -que ya damos por perdida de antemano. Aquí Gary Hart habría alcanzado la mayoría absoluta tras su devaneo sexual porque lo que se lleva es la envidia cochina y la palmadita admirativa: 

- Jo, macho, qué suerte tienes. Quién pudiera...




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Tierra de mafiosos

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Los Soprano, como los Corleone, son unos profesionales que sólo sacan la pipa cuando no queda otro remedio. Son unos psicópatas, sí, pero unos psicópatas con raciocinio. Lo primero que aprenden en las calles es que el aleteo de una bala en Nueva York puede provocar un terremoto en el prostíbulo más exclusivo de Las Vegas. Ellos evitan las muertes gratuitas o excesivas para que el equilibrio inestable no se vuelva tormenta devastadora.

Los Harrigan, en cambio, o los Stevenson, que son los clanes enfrentados en "Tierra de mafiosos", son dos familias cuyos miembros lo mismo entran y salen de la cárcel que entran y salen del frenopático. Están locos de atar. A lo que más se parece “Tierra de mafiosos” es a un tebeo de Mortadelo y Filemón. O a un episodio animado de los Looney Tunes. Aqui todo el mundo es como Bigotes Sam, el pistolero loco que la emprendía a tiros con el primero que le miraba de soslayo.

 - Me cargué a ese fulano –y luego me comí sus ojos y le puse la polla sobre la cabeza- porque se llamaba Michael y a mí los Michael siempre me han dado mala suerte en los negocios. 

Me lo invento, sí, pero en “Tierra de mafiosos” es todo un poco así. A lo Tarantino, pero mal. Bochornoso. Pierce Brosnan no para de hacer el ridículo y Helen Mirren -que va de gran dama del cine y lo subraya imponiendo su nombre durante muchos segundos en los títulos de crédito- está tan pasada de rosca que casi mueve más a la risa que a la tensión.

Todos los personajes de “Tierra de mafiosos” son morralla moral. No hay ninguno que te dé pena cuando muere ejecutado. Lo mismo los psicópatas vengativos que sus esposas enamoradas. Sicarios zumbados y putas amorales: en “Tierra de mafiosos” no hay cabida para ninguna flor de la primavera. 

Además, cada generación de los Harrigan y los Stevenson parece más perturbada que las anteriores, así que ya amenazan con el estreno de una segunda temporada. Conmigo que no cuenten. Estoy cansado de perder el tiempo con estas series de "tíos con cojones” que recomienda Arturo Pérez Reverte en la fachosfera.



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Bodegón con fantasmas

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El fantasma más interesante de la película apenas sale unos segundos. Es un ectoplasma desperdiciado. Los demás no tienen gracia o se dedican a dar po’l culo con afanes tontorrones: escapar del limbo, o rematar una manualidad que dejaron sin terminar. O anhelos muy del mainstream, muy del agrado de los suscriptores urbanos, como el de ese señor que siempre se sintió mujer bajo la boina y ahora se aparece ante su hija para que le cambie el nombre de la lápida y le ponga Bernarda en vez de Romualdo.

El fantasma que yo digo es un paisano que se ha levantado de su tumba para decirle a su hijo que el vecino de finca está moviendo las lindes y comiéndole el terreno. Me troncho con él. Es igualito que el 90% de mis vecinos de La Pedanía. Hay mil motivos para pasear el ectoplasma por el mundo, desde los más sublimes hasta los más retorcidos, pero este hombre del agro eligió el que aquí hace furor desde tiempos inmemoriales. 

Hay quien resucitaría un día al año sólo para navegar en la Flotilla de la Libertad y echar una mano -aunque sea incorpórea- a los refugiados de la barbarie. Yo, en cambio, haría un poco lo que dejó escrito Luis Buñuel en sus memorias: me levantaría la noche en que se proclama el campeón de la Champions para satisfacer mi curiosidad y ya de paso echar una ojeada a los periódicos. No me interesaría por mis allegados -que a fin de cuentas irían muriendo y desapareciendo- sino por la marcha general del mundo.

Pero aquí, en La Pedanía, aislados de los demás valles noticiables, la gente está a lo suyo incluso cuando se muere: al viñedo, a la huerta, al campo de las vacas. Más allá todo es ruido o son cosas de Madrid. Cuando están vivos les coges un higo de la higuera al pasar por el camino y te asesinan con la mirada aunque haya otros doscientos estampados contra el suelo. Lo suyo es lo suyo y lo defienden con uñas y dientes, cuando los tienen. Y cuando no, se levantan a supervisar las haciendas bajo una sábana a la que practican dos agujeros.




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Diamantes en bruto

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La Ilustración apenas ha reinado dos siglos y medio. Y qué reinado, además, tan superficial y poco beligerante. Los aristócratas y los nigromantes han regresado de su exilio para dejarlo todo como estaba. Los tendríamos que haber guillotinado a todos en 1793 como propuso Robespierre. 

La Ilustración ha fracasado. Nos dejó tres códigos morales que ya no respeta ningún mandatario y entabló una lucha perdida de antemano contra la estupidez del Homo sapiens. Ningún proyecto humanista podría borrar los defectos acumulados en millones de años de evolución. Seguimos siendo un proyecto en pañales, por mucho que Stanley Kubrick anunciara un Nuevo Bebé proveniente de las estrellas.

Dos siglos después de que aquellos venerables franceses se tiraran de los pelos -y de las pelucas-, los bípedos sin vello nos hemos vuelto más laicos y más desconfiados, pero no menos supersticiosos. El hombre moderno que se conecta a Internet y conduce su BMW sigue siendo un cromañón convencido de que existe una conexión mágica entre las cosas. Un animista disfrazado de extraterrestre tecnológico. Un fraude evolutivo que luego, cuando le rascas el barniz, sigue creyendo que existe una realidad espiritual, intersticial, donde se producen continuamente los milagros y las premoniciones. Los caprichos de los dioses y las carcajadas de los duendes.

Los personajes de “Diamantes en bruto” creen a pies juntillas en los amuletos, en el karma, en los caminos de la Fuerza que explicaban los caballeros Jedi en la galaxia muy lejana. Creen cosas tan absurdas como que acariciar un pedrusco da buena suerte o que el destino particular está escrito en la cábala numérica de las apuestas. Son esos pensamientos místicos, cuasi religiosos, de los que Voltaire y compañía se carcajeaban en sus cartas escritas con la pluma y el tintero.

Al final, por supuesto, la realidad física, mensurable, ¡ilustrada!, es más dura que cualquier diamante extraído en las minas remotas de Etiopía y tallado en las joyerías más protegidas de Nueva York.



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Prince of Broadway

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Estoy casi seguro -al 99’99 %, porque más es imposible- que no tengo un hijo mío perdido por ahí. Un vástago desconocido que lleve el apellido Rodríguez entretejido en sus cromosomas. Entre las medidas drásticas y las travesías por el desierto, duermo bastante tranquilo en ese sentido. Por las mañanas, como todo hijo de vecino, me levanto esperando una desgracia del destino, pero jamás he temido que aparezca una mujer en la puerta para dejarme en custodia el fruto desconocido de un amor. Sería una sorpresa de la hostia. Un alumbramiento tan improbable que hasta podría compararse con el nacimiento de Jesús. Una cosa entre milagrosa y alienígena. Bíblica. El hito primigenio de una nueva religión.

Lucky, en cambio, el hermano negro que trabaja en Broadway trapicheando con zapatillas de contrabando y copias ilegales de bolsos de Prada, es un pichabrava con mucho éxito entre las mujeres, lo que eleva el riesgo de crear vida humana de manera involuntaria. Parece mentira, la verdad, en estos tiempos tan alejados de los curas y tan informados de los métodos, pero siempre hay imperfecciones de la materia y momentos de pura irreflexión. Y quizá, sólo quizá, intervenciones malignas del Diablo. 

Si echas un polvo de Pascuas a Ramos el riesgo se reduce a un cero con escuálidos decimales, pero si eres el príncipe de Broadway al que pocas princesas deniegan la intimidad de sus dormitorios, entonces no hay que clamar al cielo cuando te dejan el pastel con una bolsa de potitos y cuatro pañales desparramados. Es el karma de los grandes folladores: se lo pasan en grande, pero corren ese peligro desconocido para otros. 

Y aun así, los hambrientos, y los desheredados, nos cambiaríamos por ellos sin dudarlo ni un segundo.



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Sirat

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La música electrónica es perjudicial para la salud. Quizá ése sea, después de todo, el mensaje muy poco esotérico de la película. El evangelio de andar por casa que se esconde entre las energías telúricas y las metáforas redentoras. Quizá los críticos y los adeptos han sobreinterpretado a Oliver Laxe. Quizá -aunque ciertamente se le parezca, por el flipe sideral, por el aspecto de dios buenorro- Oliver Laxe no sea la segunda reencarnación de Jesucristo.

Aparte de quedarte sordo, en “Sirat” se nos advierte que la música electrónica puede dejarte tocado de la cabeza, e incluso tullido de un brazo, o de una pierna, como atestiguan esta banda de cojos y mancos que cruzan el desierto de Marruecos saltando de rave en rave como la abeja Maya saltaba de flor en flor.

La música electrónica - pero eso ya no lo cuentan en “Sirat”- también es muy perjudicial para el amor. Lo fue, al menos, para uno que yo tuve, y que se desmoronó como se desmoronan los grandes imperios que parecían destinados a durar: de sopetón, en un fin de semana tan extraño como estroboscópico. 

Un sábado malhadado, N. me llevó a bailar música electrónica a una discoteca de por aquí. Ella ya sabía de mi reticencia, pero insistió. Me dijo que le daba igual, que sólo quería desmelenarse durante un rato. Que conmigo mirándola se sentía segura y no sé qué... A la hora y media empecé a bostezar en mi taburete. Le hice un gesto para marcharnos. Se lo tomó mal. Muy mal. A la salida me dijo que le había cortado el rollo y que nunca me lo perdonaría. Que la música electrónica era su chute y su enchufe con la vida, y que si estos eran los sábados que yo la regalaba ella prefería volverse a su tierra... Eran las tres de la madrugada y yo tenía 51 años. Ella 50. No hay que irse al desierto de Marruecos para encontrar gente que lleva toda la vida instalada en una rave. 

De hecho, mientras Sergi López buscaba a su hija, yo, ya más curioso que nostálgico, buscaba a N. entre la multitud, a ver si por fin había encontrado un novio madurito - tullido o zumbado- que compartiera sus energías.

(@64scaquespasmatriz_: ya tienes la no-crítica que me pediste hace unos meses. Seas mujer o bot, lo prometido es deuda). 





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