Borgen. Temporada 1

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Si nuestras antípodas geográficas están en Nueva Zelanda, nuestras antípodas políticas caen más bien por Dinamarca. La primera temporada de “Borgen” ya tiene quince años y estamos cada vez más lejos de su ideal. Puede que a los daneses -y a sus hermanos escandinavos- se les haya quedado viejuna en algunos planteamientos. Son sociedades que progresan adecuadamente, en todas las evaluaciones, mientras que nosotros, los europeos con retraso curricular, necesitamos mejorar en las asignaturas más importantes. También jugamos en Europa, sí, pero en Tercera División.

Es posible que a un danés del año 2025 le parezca que los personajes de “Borgen” ya pertenecen a un pasado vergonzoso o superado, como cuando nosotros vemos una película de Paco Martínez Soria o de Alfredo Landa en bañador. Para nosotros, sin embargo, los bárbaros del sur, los europeos analógicos, “Borgen” sigue siendo una utopía política inalcanzable, a veinte años vista, o a veinte siglos de distancia. Y lo peor de todo es que nos da igual: aquí pensamos que los daneses son unos desgraciados porque no tienen el sol cancerígeno sobre sus cabezas y en el fondo nos reímos de sus cmportamientos ejemplares.

Cuando entramos en la Unión Europea, allá por 1986, nuestros políticos clamaron: “Aún estamos lejos, pero convergeremos...”. Y sin embargo, estamos todavía a tomar po’l culo. Y no solo por la corrupción política, sino por el atraso en las costumbres. Fuera del Palacio de Christiansborg las bicicletas son las reinas del asfalto y nadie va dando voces por la calle. No es baladí. Hace frío sí, pero es un frío sano y cordial, que además puede combatirse con un café bien calentito. Los daneses son hasta más guapos, jolín, y ya no te digo nada las danesas... Si algún día cayera un meteorito que nos dejara al borde de la extinción, espero que caiga cerca de aquí y no en Copenhague, para que sean ellos, los protas de “Borgen”, tan sexys y civilizados, los que repueblen el mundo con polvazos dignos de una saga mitológica. 



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Daniela Forever

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Si Jim Carrey, en “¡Olvídate de mí!”, se sometía a una terapia neurológica para extirpar el recuerdo de su amada, este hombre malayo, en “Daniela Forever”, se somete a otra terapia parecida para borrar a su añorada Daniela de los sueños. Pero lo tiene más jodido que Jim, porque los sueños, por su naturaleza, son más insidiosos y dañinos que la realidad. 

El problema de Jim Carrey con Kate Winslet estaba en la vigilia, y la vigilia, dentro de unos límites, resulta más tolerable o manejable. Despiertos, al menos, tenemos la ilusión del libre albedrío, y podemos distraernos con otras cosas o incluso darnos de bofetones cuando el recuero nos asalta. En los sueños, en cambio, estamos indefensos, a merced de lo que el subconsciente quiera perpetrar para nosotros: el recuerdo de sus ojos, o la negación de su cuerpo, o la sonrisa malvada que al final nos destripó.

En “Daniela Forever”, unos psiquiatras misteriosos suministran a nuestro protagonista una pastilla que le permitirá tener sueños lúcidos y dentro de ellos manejarse con autoría de guionista. (Y quién tuviera, ay, sueños lúcidos, y no deslucidos como los míos, donde no soy más que un galeón zarandeado por los elementos. Una víctima recurrente de los ojos verdes de Nefernefernefer). Se supone que los sueños lúcidos permitirán al malayo borrar la presencia de Daniela cada vez que aparezca para joderle la marrana. Y es urgente, porque el recuerdo de Daniela le está quitando la inspiración musical y las ganas de vivir. 

Pero nuestro héroe, a la hora de la verdad, es un tipo débil que prefiere tomar la pastilla azul y convertir los sueños en un paraíso artificial donde Daniela es su amante inmortal y está siempre disponible. Justo el revés de la trama; el efecto secundario y muy nocivo de la terapia. Y además, una trama no muy creíble del todo, dado que Daniela nos deja un poco indiferentes a los espectadores. Teniendo a Aura Garrido en el reparto, uno no termina de entender que el personaje de Daniela no fuera para ella. Por Aura Garrido sí que cualquiera preferiría huir del mundo y refugiarse en su recuerdo.





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Warfare

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Ron Kovic o el teniente Dan también quedaron inválidos después de pelear en las guerras coloniales de los norteamericanos. Pero no me los imagino, a su regreso a casa, participando en una película que recreara la batallita donde cayeron heridos. Ron Kovic porque tenía dignidad y el teniente Dan porque, teniendo dignidad, era un personaje ficticio que salía en “Forrest Gump”. 

La bala que les condenó a vivir en una silla de ruedas actuó al mismo tiempo de despertador de sus conciencias. Comprendieron, en el dolor, o en la resaca del dolor, que su guerra patriótica no era más que una invasión del Tercer Mundo para regular los mercados y allanar el camino de las finanzas. Los marines, en el mejor de los casos, son la carne de cañón que desbroza los senderos económicos. Y en el peor, una pandilla de asesinos que fuera de Arkansas o de Oklahoma ya poseen licencia para matar. 

En cambio, estos inválidos muy reales de “Warfare” -cuyos nombres podría buscar en internet si no fuera porque este sol justiciero, casi de desierto iraquí, me deja asténico y desmotivado- participan como consultores en esta recreación de la batalla de Ramadi que a punto estuvo de enviarlos al cielo de las fuerzas democráticas. Si “Nacido el 4 de julio” y “Forrest Gump” eran dos alegatos antibélicos, “Warfare” es todo lo contrario: un recordatorio de que en Irak combatieron unos machotes para llevar la paz y la prosperidad a los comunistas mesopotámicos. La película es una celebración de la camaradería, del arrojo en batalla, de las ametralladoras de la hostia... En resumen: una mierda pinchada en un palo. Aunque luego, eso hay que reconocerlo, resulte la mar de entretenida. 

“Warfare” es como “Black Hawk derribado” pero sin helicópteros estrellados. Aquí la fuerza aérea pasa a toda hostia sobre el campo de batalla y levanta un polvo de maldición bíblica que confunde a los buenos y a los malos. 




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Black Bag

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Todo el mundo miente. Lo decía el Dr. House cuando no acertaba con el diagnóstico. Podía sonar a excusa pero tenía razón. Somos capaces de mentirle incluso al médico, aun a riesgo de dejarnos la salud. La vergüenza a veces es más poderosa que el instinto de sobrevivir. Cómo serán, entonces, las mentiras que le soltamos al cliente o al simple conocido: a esos podemos freírles si somos unos canallas o nos pillan en un aprieto. Incluso al amigo del alma, o al amor verdadero, les modificamos de vez en cuando la verdad para hacerla más divertida o digerible. 

Ni siquiera el mundo de la pareja se libra de las mentiras. Es más: en ese ecosistema las mentiras se vuelven más refinadas y necesarias todavía. Más... adaptativas. “Estás muy guapa, cariño”, o “Me ha encantado tu regalo, cielo”. En sus variantes más veniales -que son la mentirijilla y la mentira piadosa- las mentiras son imprescindibles para superar el día a día de la convivencia. Ningún amor resiste diez minutos de verdades soltadas sin tamizar. Una buena amistad podría sobrevivir unos pocos minutos más.

Todos los personajes de “Black Bag” son mentirosos profesionales. Se ganan la vida trabajando para el MI6 y no pueden revelarle a nadie sus secretos. Cada vez que sus parejas le preguntan que a dónde van, o por qué llegan tan tarde para cenar, ellos, y ellas, simplemente responden que “Black Bag”: cartera negra, asunto ministerial, top secret de acceso restringido. Y fin de la conversación. Sus parejas tuercen el morro, sí, pero tampoco mucho, porque también trabajan para el MI6 y tienen sus propios Black Bags en la agenda para corresponder. 

“Black Bag” es un mundo endogámico de gente muy inteligente que se traiciona todo el rato. Todos son al mismo tiempo infieles y cornudos No lo pueden evitar. La inmunidad profesional es una tentación muy difícil de resistir. Si la cartera es negra, la carta es blanca, y goza de la protección del mismísimo gobierno. La mayoría de la gente no miente porque no quiera: sucede, simplemente, que no puede, o que no sabe. Los personajes de "Black Bag" viven en otra órbita de la realidad y no están sujetos a esas restricciones.





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La historia de Souleymane

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Hace unos meses llegaron a León varias decenas de Souleymanes. Los enviaba el gobierno central en función de los acuerdos territoriales. Llegaron en autobuses y los alojaron en un hotel medio funcional de las afueras.

Hubo, por supuesto, alarma social. En la prensa local apareció una asociación de vecinos que se había organizado en un santiamén con portavoces y secretarios. La verdad es que es la hostia: luego hace falta una sucursal bancaria o un consultorio médico y la mitad de estos paisanos no se presentan porque han votado a quien lo va desmantelando todo y les da como vergüenza. Hablo de esa gentuza, sí.

Los paisanos, y las paisanas, divididos a partes iguales entre gentes de orden y analfabetos funcionales, se quejaban de la presencia de los negros y de no haber sido escuchados por el gobierno. Los Souleyamanes aún no habían hecho nada pero ya habían sido quemados en efigie, como en los tiempos medievales. Me imagino que cerca de allí, en algún chalet adosado, estos ciudadanos esconden a tres precogs del crimen como aquellos que imaginó Philip K. Dick en “Minority Report”.  

Una parte más amable de la prensa -la que no está mangoneada por el obispado o por las constructoras- se acercó al viejo hotel para hablar con los Souleymanes. Todos eran hombres jóvenes y negrísimos, con sonrisas envidiables. Aunque solo fuera eso: la sonrisa. De castellano, o no tenían ni idea, o manejaban cuatro palabras de supervivencia. Pero se les entendía de sobra: solo querían trabajar. De lo que fuera. Ganarse un dinerillo para sobrevivir y otro poquito más para enviar a las familias.

La alarma social se diluyó en cuestión de semanas. Las hijas no fueron violadas y las joyas no fueron robadas. No hubo atracos ni tirones. Las asociaciones se evaporaron y los Souylemanes dejaron de aparecer en la prensa. Supongo que poco a poco fueron encontrando aquellos trabajos que pedían con humildad: de friegaplatos, de barrenderos, de limpiadores de retretes o de porteadores de comida. Los mismos vecinos que se quejaban ahora se benefician de su explotación. Como empleadores, o como clientes. Es el ciclo de la vida.




  

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Shoah

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Roger Ebert recordaba en “Las grandes películas” que “La lista de Schindler” levantó ampollas entre los supervivientes del Holocausto porque, según ellos, Spìelberg había diluido la tragedia hasta hacerla digerible para el gran público, buscando un equilibrio inadmisible entre el relato descarnado y el rédito comercial. Pocos de ellos mencionaban que Spielberg, al rodar su película en blanco y negro, había demostrado que esta vez le importaban muy poco los porcentajes. 

Para los desencantados con “La lista de Schindler”, Roger Ebert recomienda en su libro ver “Shoah”, que es como un tour por el infierno con 0% de glucosa. Pero él mismo advierte: hay que tener un culo bien entrenado para aguantar sus casi diez horas de duración. Con “Shoah” no queda otro remedio: o la paciencia infinita, o verla como siempre la hemos visto los provincianos, repartida en las cuatro sesiones que propone su edición en DVD. Da un poco igual porque nunca pierdes el hilo. Es imposible. La historia no necesita presentaciones y los relatos te dan vueltas en la cabeza durante días.

Lo más terrible de “Shoah” no es el testimonio de los supervivientes ni el cinismo de sus carceleros, sino la indiferencia de esos paisanos que vivían cerca de las “zonas de interés”. Lanzmann rodó “Shoah” a finales de los años setenta y aún quedaban muchos parroquianos que recordaban la llegada de los trenes a la estación, el desfile de las víctimas, los ruidos de muerte que venían de los campos y luego el humo nauseabundo que salía de las chimeneas. 

“Fue muy triste, sí, pero nosotros éramos católicos, nos dedicábamos a lo nuestro y tampoco nos iba tan mal”. O: “Yo no recuerdo bien, no me meto en política, eso son cosas para la gente estudiada...” 

La gente común es lo peor de todo, ahora y siempre. Todo les da igual mientras no afecte a su huerta o a su negocio. No son todos, pero son demasiados. La gente común simpatiza con cualquier barbarie que le aporte un beneficio: o la vota, o la aplaude, o la consiente. 

Un oficial de las SS acojona a cualquiera y es comprensible que nadie interviniera para ayudar. Pero a muchos les delata un brillo en los ojos cuando Lanzmann les sonsaca...





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Antes del atardecer

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“Antes de amanecer” nos llegó al corazón porque Ethan Hawke y Julie Delpy viven por encima del percentil 95 de la belleza. Y la belleza siempre nos cautiva y nos arranca la sonrisa. Aquella noche de Viena fue el encuentro mítico entre dos dioses griegos o dos actores de Hollywood. Hablo sobre todo de Julie Delpy, por la parte que me toca, que nueve años más tarde sigue siendo la francesa más hermosa que pasea por el Sena. Cuando sonríe, o cuando finge que se enfada, a Julie le salen unas arrugas en el entrecejo que a mí me dejan muy estupefacto, o turulato, y reconozco que pierdo un poco el hilo de su conversación. ¿La cosifico? No, para nada, porque yo soy su caballero enamorado.

En los trenes de Viena, como en los trenes de León, el flechazo sólo puede darse entre los campeones indudables de la belleza. Se necesitan espejos muy agradecidos y muy persistentes en el tiempo para estar seguro de que uno va a decir “Hi!, how are you?” y no va a recibirte una mirada de rechazo o una no-mirada de desdén. O un gesto internacional de ayuda dirigido al revisor... En cambio, por debajo del percentil 50 de la belleza, en los trenes sólo hay miradas furtivas y complejos que afloran con tintes de rubor. Nosotros, los desheredados del fenotipo, frecuentamos los cines o los sofás de nuestra casa para huir de la realidad y ver cuántos colorines tiene el amor de los bendecidos.

Pero es justamente eso, la belleza exultante de sus protagonistas, la que estropea el artificio romántico en “Antes del atardecer”. Sus conversaciones son el puro lamento de quien no tiene suerte en el amor: matrimonios fracasados, y rollos sin enjundia, y un hartazgo progresivo del amor.  Hora y media de quejumbres que producen más vergüenza ajena que interés en el espectador. Porque si ellos, que pueden escoger básicamente a quien quieran e ir desechando candidatos hasta encontrar por fin la felicidad, no paran de afirmar que el amor es una mierda decepcionante o una aspiración imposible, qué tendríamos que decir entonces nosotros, y nosotras, los que veníamos a esta función para soñar un rato con ser como ellos.





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Un método peligroso

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El abuelo Sigmund fue el primero en comprender que el sexo reprimido era un veneno muy tóxico para la salud. Sin duda un medicamento indispensable para la convivencia y para la salvación del alma, pero fatal para el equilibrio de la mente recién descendida de las ramas.

En su consulta de Viena, el abuelo descubrió que era el sexo no resuelto quien causaba los conflictos interiores que enloquecían a sus pacientes. Al principio debió de quedarse boquiabierto y abochornado como un niño que irrumpe en el dormitorio de sus padres mientras hacen el amor. Pero lejos de arredarse, el abuelo tiró para delante con sus teorías y esperó a que saliera el sol por Antequera. Fue tal el escándalo y la conmoción que el abuelo corrió el riesgo de perder el abono en la Ópera de Viena y sólo evitó la deportación a Madagascar porque sus libros, en realidad, los leían apenas cuatro gatos que seguían sus enseñanzas. 

Sigmund metió el telescopio de Galileo por nuestras fosas nasales y descubrió que por las circunvoluciones del cerebro -que son el laberinto mitológico de nuestra mente- pasea un bonobo que se pregunta todo el rato cuando llega el momento de follar. ¡Era el bonobo!, y no el Minotauro, el que provocaba el ruido que no dejaba dormir a sus pacientes. Era el mono de Darwin -y no Belcebú- el vecino de arriba que no paraba de dar golpes o de jugar con las canicas. La gente de Viena sólo era feliz si daba rienda suelta a su bonobo y follaba sin parar. O si lograba amordazarlo y dejarlo encerrado en el sótano más inmundo de la vivienda.  

Carl G. Jung fue durante algún tiempo el discípulo amado de mi abuelo, pero era demasiado remilgado para asumir las consecuencias impepinables de la doctrina. Demasiado cínico también. Demasiado mujeriego... Jung era más proclive a las monsergas parapsicológicas y a los consuelos de la religión, así que terminó haciendo apostolado entre los crédulos y los mentecatos. Lo mismo que hubiera hecho Jesús si hubiera vivido a orillas del lago Zúrich y no al lado del reseco Tiberíades.



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La verdadera historia de Schindler

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En “La lista de Schindler”, puede que en aras de la simplicidad dramática, se nos omitió el dato de que Oskar Schindler, además de empresario de éxito, fue un agente de inteligencia al servicio de la Wehrmacht. Es decir: no un nazi de ocasión con un pin en la solapa, sino un nazi concienzudo que trabajaba dentro del sistema.

Schindler fue todo lo que se cuenta en la película -entrepreneur con dinero de papá y mujeriego infatigable de las alcobas- pero también algo más: un tipo escurridizo y contradictorio. Yo entiendo que después de todo, a efectos prácticos, haber sido un nazi de la primera ola no le resta valor a su valentía posterior. Es más: puede que se la añada. Pero ahora, no sé por qué, me jode que en la película me lo hayan ocultado. También porque el Oskar Schindler real resulta mucho más interesante que el Oskar Schindler ficticio. Un enigma con piernas. Todo el mundo habla de él en el documental pero nadie parece conocerle en realidad: no su mujer, por supuesto, pero tampoco sus amantes, ni los judíos a los que salvó y que luego le recibieron con los brazos abiertos en Israel.

¿Es verdad que Oskar Schindler se cayó del caballo camino de Cracovia? ¿Actuó con generosidad suicida o con un egoísmo calculado? ¿Será cierto, como deslizan en el documental, que durante la guerra se convirtió en un agente doble al servicio del sionismo? Da igual. Uno de los supervivientes incluidos en su lista lo zanja con un argumento irrebatible: “El caso es que estamos vivos y se lo debemos a él”.

(Por cierto: a Spielberg, en su día, le pusieron a parir por la famosa escena de las duchas que no soltaban Zyklon B sino agua fría para asearse. Le acusaron de mostrar una imagen “optimista” de los campos de exterminio. Pero resulta que aquello sucedió de verdad: las mujeres de Schindler fueron desviadas a Auschwitz por un error burocrático y pasaron allí varias semanas hasta que fueron llevadas a la fábrica de Brünnlitz. Su tren fue el único que salió de Auschwitz en toda la guerra con un cargamento de personas vivas).




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La lista de Schindler

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Mientras veía la película recordé de pronto a mi ex cuñado, el de los bugas, el que sólo veía programas de taekwondo presentados por Coral Bistuer, allá por 1993 o 1994, explicándonos en la mesa -como explicaba él siempre las cosas, entre el heroísmo paleto y la chulería sin apellidos- que se había ido del cine a la media hora de empezar “La lista de Schindler” porque aquello era un rollo inaguantable.

- ¡Menuda puta mierda de película! ¡Y sin colores! ¡El blanco y negro, como digo yo, para los intelectuales! – explicó a la nutrida concurrencia en un tono casi de político mitinero, imitando un poco, pero sin pretenderlo, porque él no tenía ni puta idea de quién era, a Miguel de Unamuno cuando escribió aquello de que inventen los europeos, o los americanos, en su correspondencia con otros filósofos menos estomagantes.

Tras soltar su diatriba contra el blanco y negro de las películas, mi ex cuñado me miró de reojo como buscando peleílla, discusión de bajuras, seguro de que jugando en casa y rodeado de familiares que eran más o menos como él, iba a golearme con sus argumentos si yo le rebatía.

- El que diga que esa mierda de película es mejor que cualquiera de Chuck Norris es que no tiene ni puta idea...  

¿Y por qué me lo decía a mí? Porque yo, en el país de los ciegos, fui el tuerto que semanas atrás, en vez de meterme la lengua en el culo como hacía casi siempre, había recomendado ver “La lista de Schindler” ya no sólo porque era una película cojonuda, sino porque casi era un deber para toda persona civilizada: por conocer, por recordar, por no olvidar nunca lo sucedido. 

Enervado, ya iba a saltarle con algún argumento cuando mi ex cuñada, su hermana, que también había ido a ver la película con su novio el de las mancuernas -y el de la polla kilométrica, según aseguraba él mismo cuando alcanzaba el tercer cubata- soltó para zanjar la discusión y ahorrarme ya el esfuerzo de pelear:

- Sí, porque además, todo eso del Holocausto depende de las versiones. ¿Tú estabas allí y lo viste? Yo no. Así que a saber... A lo mejor nos están mintiendo. Yo no miro ni los telediarios. Soy apolítica.




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Matabot

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Comienzo a ver “Matabot” en el tren que me trae de León a La Pedanía. El caballo de hierro ha llegado con dos horas de retraso y me inunda una mala hostia de viajero ninguneado. Quizá no sea el mejor momento para iniciar “Matabot” ni ninguna otra ficción. Lo ideal, si yo fuera un ser racional, sería cerrar los ojos, poner música en los auriculares y dejarme llevar por el traqueteo. El "cha-ka-chá" del tren.

Pero me puede el vicio, el ansia de vaciar el disco duro. Y además, sentadas frente a mí, y procedentes del Averno, me han tocado dos loros que no paran de parlotear, siempre con los nietos y las dolencias, las cosas del tiempo y las recetas del gazpacho... No veo ninguna diferencia entre los imbéciles que van dando po'l culo con el teléfono móvil y las sexagenarias que cacarean sus intimidades como si vivieran separadas por las montañas. Ellas también rellenan todo el pentagrama disponible y terminan por hacerte simpatizante de las ideas olvidadas de la eugenesia. 

(Es imposible escapar de estas encerronas en los Alvias incomodísimos y atestados de viajeros. Pero ya que el vagón del silencio es un privilegio exclusivo de la Alta Velocidad, yo propongo que nos pongan, al menos, en los trenes de los pobres, un “Matabot” que extermine a estos desaprensivos del decibelio). 

Para enfrascarme en “Matabot” llevo unos auriculares que supuestamente cancelan el ruido exterior, pero la voz chillona de las cacatúas se cuela por las rendijas del sistema. Eso me obliga a subir el volumen hasta que mi tímpano dice basta y me obliga a buscar un nivel de compromiso: “Matabot” ya será, hasta que la abandone justo en mitad del segundo episodio, una serie con banda sonora extraña y desasosegante. Como si este robot medio autista y medio gracioso -que prometía tantas alegrías y al final se quedó en casi nada- sintonizara por dentro alguna radio de yayas incomprendidas en la madrugada. 





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El portero de noche

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Mi padre también era portero de noche, y de tarde, en el cine Pasaje de León. Pero no era un nazi que disimulara su pasado. En aquellos tiempos -como en los de ahora- no era necesario ocultar que te molan los exterminios. Mi padre era más bien todo lo contrario: un anarquista anticlerical. Un Bakunin bien afeitado y con librea de reglamento. Y hasta con gorra de plato, como de sereno o de bedel -para nada la gorra de las SS que lucen Dirk Bogarde o Charlotte Rampling en la película- cuando llegaba un gran estreno a la ciudad y había que sonreír a las fuerzas vivas que se presentaban: el señor alcalde, con o sin señora, y el presidente de la Diputación, y los empresarios locales, y quizá hasta el señor obispo si la película no presentaba ningún peligro para el orden moral o la decencia. Mi padre no era nazi, ya digo, pero tenía que dar las buenas noches a los prebostes del fascismo. 

Ya sé, me desvío... Pero es que la película se me ha ido entre divagaciones. Está tan pasada de moda, tan pasada de rosca... Ni Dirk Bogarde con su careto indescifrable ni Charlotte Rampling con su belleza perturbadora son capaces de sostener este desvarío de Estocolmo que tiene lugar en los catres de Viena (por cierto: otra Viena entrevista, o filmada de lejos, por mucho que esa estafadora de la IA incluya “El portero de noche” en su algoritmo).

Thibaut Courtois... Él también es un portero de noche cuando el Real Madrid juega sus partidos tras ponerse el sol, en el recinto sagrado del Bernabéu o en los templos paganos donde nos escupen cantos irreproducibles y los árbitros -vestidos de negro como los oficiales de las SS- nos atracan a mano armada con la Luger de su silbato. Es el martirio de los nuestros; otra vez la persecución de los cristianos. Thibaut no sé si es nazi, pero seguro que vota a partidos afines para que no le quiten lo que es suyo cuando toca declarar sus ingresos millonarios. Son nuestros muchachos, sí, pero fuera del césped no aprobarían el más amable de los cuestionarios.




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El tercer hombre

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Este verano, después de visitar la casa de mi abuelo Sigmund en Viena, espero tener tiempo libre para recorrer los escenarios de “El tercer hombre”. Los que queden en pie, claro, porque ya han pasado tres cuartos de siglo y en la película se ve mucha actividad en segundo plano de obreros que desescombran.

El paseo será una obligación para el turista y un placer para el cinéfilo. He averiguado incluso que existe un museo dedicado a la película, con carteles originales y objetos que se usaron en el rodaje. Y en el altar mayor, como un dios que lo ilumina todo, la cítara con la que Anton Karas tocó aquella música inolvidable. Para los cinéfilos de provincias primero existió la música de “El tercer hombre” y luego ya la película, que veríamos por primera vez, supongo, en algún ciclo para gafapastas que patrocinaba la Caja de Ahorros. 

No me extraña que los vieneses le tengan tanto cariño a “El tercer hombre”. Al menos sale Viena, aunque un poco inclinada y fantasmagórica, y no como sucede en otras películas que la IA incluye en su lista de “Películas rodadas en Viena”, y que luego resulta que lo que se ve es mínimo, o acelerado, de tal modo que si luego descubrieras en IMDB que las localizaciones pertenecen a Palencia o a Pernambuco no te sorprendería en absoluto. 

Pero “El tercer hombre” no: aquí no hay trampa ni cartón. El portal donde se escondía Orson Welles con su gato zalamero todavía sigue ahí, en una calle de nombre impronunciable como todas las de Viena. Habrá que echarle una fotica, por supuesto. También permanece en pie el hotel donde se alojaba, y un par de cafés que son centrales en la trama. Habrá, por supuesto, que recorrer la avenida del cementerio por donde Alida Walli paseaba su desdén, y después, si no te atracan a mano armada en la taquilla, subirse a la noria del Prater donde Orson Welles veía a los hombres como puntitos rentables y prescindibles, tal como hacen los empresarios que ponen sus nidos carroñeros en lo más alto de los edificios.




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La pianista

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Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro. Lo decía Laura Dern en “Corazón salvaje” después de echar un polvo clarividente. Y tenía más razón que una santa: ahí estamos todos, a dos pasos de la frontera, primates a medio civilizar y muy raritos en la intimidad. 

Lo que pasa es que luego hay personas asalvajadas y otras que llevan una pedrada considerable. Ellos, y ellas, son las exageraciones que dan de comer a los psiquiatras y proveen de argumentos a los cineastas. Mi vida, por ejemplo, como la de usted, no daría ni para estirar tres minutos un congreso internacional de psiquiatría. Y en una ficción, apenas serviría para rodar un corto documental sobre la vida gris en las provincias. 

La vida de Erika, en cambio, la pianista de Haneke, hubiera dado para crear un culebrón de varias temporadas si las plataformas que producen series como chorizos hubiesen existido en 2001. La aventura sexual de Erika -por llamarla de alguna manera- no es, desde luego, la Odisea en el espacio, sino una tragedia griega en los conservatorios de Viena.

Precisamente fue allí, en Viena, donde mi abuelo Sigmund advirtió que la sexualidad del mono, al ser reprimida, produce perturbaciones sísmicas en la psique: las neurosis, y las psicosis, y las locuras genéricas a veces tan grandes como un piano. Tampoco tengo claro que Erika, la pobre, de haber nacido cien años antes, hubiese acudido a la consulta de mi abuelo en la Berggasse 19. Seguramente no, porque ella, fuera de la intimidad de los dormitorios y de los cuartos de baño, no da síntoma alguno de locura. Erika es rígida, sí, malencarada, pero no tiene espasmos ni suelta palabrotas como hacían las clientas clásicas de mi abuelo. 

Es más: Erika es bien recibida en la buena sociedad vienesa porque clava las sonatas de Schubert al piano. Erika es talentosa, sí, pero con limitaciones. Iba para concertista y se quedó en el magisterio. Michael Haneke explica que en alemán existen dos palabras distintas para el concepto de pianista: pianista, propiamente dicha, y tocapianos, que es quien jamás llega a la excelencia. En castellano tenemos al escritor y al juntaletras. Lo sé demasiado bien... Es un poco ese concepto. 


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Antes de amanecer

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Nunca vi una mujer más guapa que Julie Delpy en “Antes de amanecer”. Bueno, quizá sí: Christina Rosenvinge cantando “Chas y aparezco a tu lado” con aquel gorrito guevariano. 
 
También es verdad que a Julie, con los años, se le fue poniendo cara de arpía. Los años no respetan a nadie y acaban sacándote las vergüenzas. En las secuelas de “Antes de amanecer” -y no “Antes DEL amanecer”, como me empeño en escribir- Julie perdió el encanto de aquella francesita que paseaba enamorada por la noche de Viena. Julie seguía siendo guapa, claro, porque quien tuvo retuvo, pero su mirada se había vuelto extrañamente fría y atravesada. Sus palabras aún hablaban de amor con Ethan Hawke- un pedante y un plasta de campeonato, por cierto-, pero su rostro agripicante lo desmentía de continuo. En el atardecer de sus vidas, y en el anochecer de sus energías, aquel romanticismo de Viena ya no era más que un affaire de juventud. 

Cada cual sufre su transformación como puede: a mí, por ejemplo, se me está quedando cara de memo, o de intelectual pasado de rosca. Parezco un cardenal italiano que lleva años estudiando teologías desligadas del mundo terrenal. Así que dentro de un mes, si el Señor así lo dispone, pasearé esta jeta por las calles de Viena persiguiendo el fantasma de Julie Delpy por las esquinas. Después de visitar la casa familiar del abuelo Sigmund -al que ya debo una visita de nieto pródigo- Julie será una excusa como otra cualquiera para patearme la ciudad. 

Porque yo, en realidad, he regresado a la película para hacer un recorrido previo por Viena, no para recargar las pilas de mi romanticismo ya otoñal y decadente. Si buscas en la IA “películas rodadas en Viena”, “Antes del amanecer” es la primera que aparece. Pero luego, a la hora de la verdad, Viena sale muy poco, siempre de fondo, o de soslayo, y lo que se muestra es más bien recóndito y especialito, fuera de las rutas del turista simplón y poco dado a los rinconcitos.

La enseñanza que me llevo de la película es que habrá que ir con cuidado porque al parecer hay mucho sableador por las calles: gitanas que leen la mano, y poetas que te venden versos cursilones, y violinistas que te asaltan tocando sonatas de Mozart o de Schubert que prefieres escuchar en el hogar. Mucho plasta de cuidado. 



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Los ensayos. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟


Puede que la segunda temporada no sea tan redonda como la primera. O puede, simplemente, que esta vez hayamos venido prevenidos. Nunca habíamos visto una serie tan extraña como “Los ensayos” y la primera vez nos cogió sin equipamiento. Asistíamos a la función como niños boquiabiertos ante el mago. Caminábamos sin brújula y costaba hacer pie sobre las piedras resbaladizas. Nathan Fielder tenía que ayudarnos y sin embargo se plantaba en la otra orilla para salir pitando o para hundirte aún más en el agua, traicionero o extraterrestre, como un reyezuelo loco de su isla.

Sea como sea, el producto sigue siendo único. No hay nada en la parrilla que se parezca ni remotamente a “Los ensayos”. No es comedia, no es drama, no es nada que puedas explicar a la concurrencia... A veces parece una imbecilidad supina y a veces una genialidad inigualable. Puede que sea ambas cosas a la vez. Una tomadura de pelo y también un desafío mayúsculo a nuestra inteligencia. Nathan Fielder podría ser un filósofo contemporáneo o un influencer de pacotilla. 

Lo más triste, pero también lo más sugerente, es que quizá nunca lo sepamos. Eso sí: seguirle el rollo -o la estafa- te aleja de cualquier tentación de jugar con el teléfono móvil. Ya digo que es como si te desafiara; como si se pusiera chulito al otro lado de la realidad y no tuvieras más remedio que entrar al trapo como un cabestro..

Viendo “Los ensayos” siempre me pregunto cuántas vidas harían falta para aprender a vivir de verdad. Cuántos ensayos... En mi caso, puesto que soy más bien duro de mollera, calculo que unas mil. Y ni aun así. Yo soy más del gremio de Rafael Azcona, que en aquella entrevista con David Trueba soltó lo que podría ser la refutación empírica de “Los ensayos”:

“A mí, las experiencias solo me han servido para una cosa: cuando me ha sucedido algo que me había sucedido antes, la experiencia me ha servido para acordarme de que ya me había sucedido, pero nada más”.





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Septiembre 5

🌟🌟🌟


Si yo fuera uno de mis excuñados -el de la cara de merluzo, o el de los whiskys en el puticlub- te diría que yo tenía cinco meses cuando se produjo el atentado terrorista de los Juegos Olímpicos de Múnich, y que por tanto no estoy capacitado para emitir un juicio político sobre el asunto. Es lo que siempre respondían esos indocumentados cuando salía el tema de la Guerra Civil o del Holocausto: ni puta idea, no lo dimos en el insti, yo no estuve allí, ¿tú  estuviste allí para opinar...?, y les funcionaba. Se hacían los tontos -o los muy listos- y se quitaban de encima la hostia de problemas.

De todos modos, “Septiembre 5” no es un estudio político sobre aquel atentado que todavía resuena cuando se celebran unos Juegos Olímpicos. Ni siquiera sirve como preámbulo para volver a ver el “Múnich” de Steven Spielberg aunque te entren muchas ganas de recordar la belleza traicionera de Marie-Josée Croze. “Septiembre 5” va de servicios informativos y de transmisiones por vía satélite apenas tres años después de la llegada de Neil Armstrong a la Luna. Un pasado analógico como de cultura achelense o auriñaciense. La chavalada de hoy en día fliparía si viera por accidente “Septiembre 5”. No terminaría de creerse que sus padres crecieron en una tecnología prácticamente paleolítica, con medio cuerpo todavía en las cavernas. 

Por aquel entonces, en 1972, la tecnología televisiva estaba tan atrasada que en algunos aspectos iba por detrás de la realidad. Porque la realidad, al menos, siempre ha sido en colorines, y en colorines muy vivos, un milagro electromagnético que los televisores modernos todavía no han podido reproducir. En las provincias del subdesarrollo, las teles emitían en un blanco y negro que  nunca era nítido del todo porque siempre salía con electricidad estática o con una neblina temblona como de fiebre muy alta. La culpa era de la pobreza, sí, pero sobre todo de aquellas antenas famélicas salidas de los tebeos de Mortadelo y Filemón, o de la Rúe del Percebe nº 13.




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Babygirl

🌟🌟


Si “Eyes Wide Shut” terminaba con Nicole Kidman pronunciando la palabra “follar”, “Babygirl”, un cuarto de siglo después, comienza con Nicole Kidman follando con un brío desatado. Un verdadero empalme. Una elipsis narrativa a la altura del hueso espacial de Stanley Kubrick. 

De hecho, si hacemos caso omiso de algunos detalles, Nicole Kidman podría estar interpretando al mismo personaje. Las dos Nicoles son turbias, inteligentes y viven en los barrios caros de Nueva York. Las dos tienen fantasías sexuales que sólo confiesan al marido cuando ya no queda otro remedio o cuando un buen porro desata su lengua retozona. Eso sí: en “Babygirl” el marido de Nicole ya no es Tom Cruise -que seguramente se decantó por las orgías que celebraban los millonarios- sino Antonio Banderas, que también es guapo a rabiar y luce unas canas en la perilla que son la mar de seductoras. (A mí, sin embargo, que no soy famoso y vivo en las provincias deshabitadas, se me ha quedado toda la perilla congelada, como de explorador perdido en el Ártico, y las mujeres me bajan mucho la puntuación cuando sacan los cartelitos con la nota).

“Babygirl” quiere ser una película feminista y termina siendo la nueva entrega de “Cincuenta sombras de Grey” o la segunda parte de “Nueve semanas y media”: puro morbo sobre las alfombras. Sexo raro y enfermizo. Pocos espectadores van a sentirse incómodos o aludidos por la ridícula polémica. “Babygirl” podría haberla rodado cualquier ser humano no gestante y no nos habríamos ni enterado. Así de confusa y de contradictoria resulta su reivindicación.

(Nicole Kidman -por cierto- sigue enseñando un cuerpo de anglosajona longilínea y perturbadora. Pero ella, claro, lo tiene todo a su favor: la genética, y la pasta, y los tratamientos exclusivos. Eso sí: se ha olvidado de operarse la ceja izquierda, que luce con muchos menos pelos que la ceja izquierda. Alguien de confianza debería decírselo. Hay veces que la mirada se te queda clavada en el descampado y te pierdes parte de la trama).



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Mickey 17

🌟🌟🌟


Las películas de clones ya son tantas que podría programarse un ciclo en algún festival veraniego. O en el salón de mi casa, con entrada restringida a espectadoras silenciosas y cultivadas.

El número de clones ya ha alcanzado la masa crítica que necesita Movistar + para habilitar uno de sus diales desocupados cuando andan de promoción o van a subirte el precio de la suscripción. Allí, en “Movistar Clones”, cuando estrenen “Mickey 17” a bombo y platillo –“¡La nueva superproducción del coreano impronunciable que ganó el Oscar con “Parásitos!”- repondrán los clásicos del género para que la chavalada conozca los orígenes y los talluditos nos solacemos con películas más originales que este “Mickey 17” que iba para gran denuncia del mundo y se quedó en un sainete de Factoría de Ficción.

¿Tipos “prescindibles” que viven en el espacio y que al morir son sustituidos por su clon? Eso ya lo habíamos visto en “Moon”. E incluso en la saga de “Star Wars”, donde había un ejército de soldados que eran los clones sacrificables de Jango Fett ¿Clones que se van degradando a medida que las replicaciones genéticas acumulan mutaciones? Ninguna película más divertida para eso que “Mis dobles, mi mujer y yo”, un clásico olvidado de Harold Ramis. ¿Un mindundi al que envían a un planeta remoto  para morir y resucitar mil veces en el campo de batalla? Tom Cruise ya interpretó a ese Lázaro de Betania en “Al filo del mañana”. 

¿Políticos trumpistas -y ayusistas- que huyen a otro planeta después de devastar el nuestro o de ser expulsados por alguna revolución ya inconcebible? “No mires arriba” ya contenía el germen de la idea. Incluso en la cinefilia de provincias te faltan dedos para seguir enumerando las referencias, los homenajes, los préstamos... las clonaciones de “Mickey 17”. 




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Queer

🌟🌟🌟


¿Un viaje exótico? ¿En compañía de una amante poco entusiasta? ¿Con destino a un lugar donde puedes consumir droga sin que te molesten las autoridades locales? Joder... ¡yo he vivido eso! Otras mil cosas que salen en las películas no, pero ésta, justamente ésta, sí. Sin ser beatnik ni homosexual me siento interpelado por “Queer”. Aunque sea una película fallida y olvidable. La aventura psico-sexual de Daniel Craig podría ser mi propia peripecia un poco -o un mucho- deformada. 

Yo, desde luego, nunca he viajado a las selvas tropicales de Sudamérica para buscar el yagé junto a un muchacho de hielo que ha pactado echar sólo dos polvos a la semana. Pero sí fui una vez a Ámsterdam, en compañía de una mujer que me quería bastante menos de lo que ella aseguraba, a probar la hierba de los holandeses en un coffee shop que viniera recomendado en internet: fumada, o en infusión, o como ingrediente divertido en alguna galleta de fina pastelería.

Al igual que el personaje de Daniel Craig, yo también emprendí aquel viaje enamorado hasta las trancas pero sin ser capaz de engañarme. La culebrilla de la certeza -que es la prima de aquel gusanillo de la conciencia- reptaba lentamente por mi intestino para recordarme que jamás recibiría por su parte el mismo entusiasmo ni las mismas palabras. Lo notas, lo niegas, tratas de sepultarlo y aflora de nuevo al menor contratiempo... A veces pasa y tiene poco remedio. No es culpa de nadie. Yo mismo he sido a veces el espejo poco receptivo y decepcionante. La culpa es... de la sintonía. De las causas ajenas a nuestra voluntad, como en aquellas desconexiones de la tele.

Mi enamoramiento también tenía algo de suicida y de desesperado. Un imperativo, más que un colocón. A veces me quedo mirando al personaje de Daniel Craig y me conmueve. El amor, a veces, se mantiene vivo contra nuestra voluntad. Quisieras no querer, o no querer tanto, pero vas lanzado y no puedes frenar de sopetón. Necesitas una hostia de campeonato, o una pista de arena como esas que ponen en las bajadas de los puertos para ir frenando poco a poco hasta detenerte. 





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El eternauta

🌟🌟

Si a ellos les da igual, a este espectador le pasa tres cuartos de lo mismo: no me altero, no me emociono, paso los diálogos con el mando a distancia para llegar pronto a la chicha de los tiroteos. Es vergonzoso y lo sé, pero jopelines... A los argentinos de “El eternauta” les llega el fin del mundo y es como si estuvieran de luto por una derrota de su equipo. No más. Yo he visto a gente más traumatizada en el Monumental de River o en la Bombonera de Boca cuando recibían un gol del equipo contrario. Los eternautas están tristes, sí, pero nunca entran en histeria o se desesperan. 


- ¡Anselmo, no, no salgas a la calle sin protección...!


(Muerte instantánea de Anselmo, que era un amigo de toda la vida)


- ¡Será boludo! Mirá que se lo dije... (intento infructuoso de llorar)  Bueno, el muerto al hoyo y el vivo al bollo. ¿Te quedá un poco de mate por ahí?


En el fondo yo les entiendo. Los argentinos deben de estar hasta los cojones de todo. Desde que tengo uso de razón siempre les he conocido metidos en alguna crisis irreparable. Así, a vuelapluma, recuerdo la dictadura militar, la guerra de las Malvinas, el corralito financiero, la inflación galopante, la muerte de Maradona, la motosierra de Milei... Salen de una solo para terminar en otra. Para ellos, el fin del mundo no es más que la consecuencia lógica de su historia; el argumento muy previsible del último capítulo de su telenovela.

Dentro de la misma serie, los supervivientes tienen que enfrentarse a una nieve tóxica, a una plaga de cucarachas gigantes y a una invasión de los ultracuerpos en versión sudamericana. Un puro sinvivir, dentro del sinvivir definitivo.  “El eternauta” podría ser, de hecho, una alegoría de la vida ya casi rutinaria de los argentinos: una lucha encarnizada por la existencia y luego, por la noche, o en el descanso de la batalla, una cháchara continua sobre la tragicomedia de vivir.





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Nosferatu, vampiro de la noche

🌟🌟🌟


Por muy plastas que se pongan los críticos de cine, Werner Herzog nunca nos ha regalado una obra maestra. Películas raras y curiosas sí, a mogollón. Porque Herzog es rara avis: un fotógrafo, un documentalista, un aventurero de la cámara. Un pirado entrañable. Pero no tengo claro que sea realmente un narrador. Todas sus películas son irregulares o fallidas, o directamente olvidables. Te deja turulato con algunas composiciones, con algunos atrevimientos de enajenado, pero ninguna película suya resiste el desafío de los relojes. Aún tengo pendientes “Fitzcarraldo” y “Aguirre, la cólera de Dios” y ya tiemblo sólo de pensarlo. No sé por qué me meto en estos berenjenales. Es el postureo, y el aburrimiento, y los putos homenajes...

“Nosferatu, vampiro de la noche” parece mejor de lo que es porque algunas escenas permanecen en el recuerdo. Son como los besos de los amores fracasados: hermosas pero tétricas, casi sacadas de una pesadilla que nunca se disipa. Nunca olvidaremos las momias de Guanajuato ni el velero llegando a la ciudad. Ni el mordisco final que es a la vez erótico y terrorífico. Ni los ataúdes, claro, desfilando por la plaza mayor del pueblo mientras las ratas se hacen dueñas de las calles. Ni la música, muy fumada, pero muy siniestra, de aquellos hippies llamados Popol Vuh. Ni, por supuesto, porque vive congelada en el tiempo, la belleza transilvánica de Isabelle Adjani, que es en sí misma un puro contraste de colores, con esa piel tan blanca, y ese pelo tan negro, y esos ojos tan azules como el amanecer. 

Y aun así, “Nosferatu” es una película deslavazada y cutre, risible por momentos. Te acuerdas todo el rato del “Drácula” de Coppola con una nostalgia incontenible. Y también de aquel zumbado llamado Max Schrenk que interpretó al Nosferatu original y que dicen que era un vampiro de verdad. Apostaría diez marcos alemanes a que Klaus Kinski también era de la cofradía. 




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Un corazón en invierno

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Enamorarse de Emmanuelle Béart en esta película es un imperativo del instinto. No depende de nuestra homínida voluntad. No hay libre albedrío capaz de decir: “Pues hala, mira, no me enamoro”. O bueno, sí, pero en casos muy raros que ahora mismo están siendo estudiados por la ciencia. 

Mi amigo de La Pedanía, por ejemplo, es uno de esos sujetos afectados por el síndrome. Emmanuelle Béart, que yo recuerde, nunca ha salido en nuestras conversaciones patrocinadas por Estrella Galicia, pero estoy por apostar diez dólares a que él no vería mayor encanto en su belleza de otro mundo. Lo de mi amigo es cono una ceguera, como una tontuna, como una impostura de llevar siempre la contraria. Un esnobismo, quizá. No sé, me irrita, pero es mi amigo y yo siempre trato de ayudarle.

El otro día, sin ir más lejos, nos atendió una camarera de quitar el hipo en un bar de La Pedanía –de hecho, es un bar que siempre está petado porque los maromos acuden en rebaño a contemplarla-, y cuando ella se alejó con nuestro pedido y la pregunta inevitable quedó flotando en el aire, mi amigo soltó sin inmutarse:

- Me deja frío. 

Él sí que es, aunque ya estemos en pleno verano, un corazón en invierno.

De Emmanuelle Béart, en esta película, se enamora hasta el apuntador: se enamora Daniel Auteuil, por supuesto, que es el luthier del corazón invernal, pero también el jefe de Daniel, que es rubio y tiene más dinero, y el violonchelista silencioso que toca al lado de Emmanuelle y que quizá imagina obscenidades cuando ella acaricia el violín con dulzura o lo zarandea con una pasión arrebatada. Yo mismo, a este lado de la pantalla, haría una tercera hipoteca sobre mi alma para que ella simplemente me sonriera.

Enamorarse de Emmanuelle Béart, ya digo, es una obligación de la genética, pero creerse merecedor de sus favores ya es harina de otro costal. Eso ya es vivir en otro nicho biológico: el de los líderes del rebaño, o el de los ilusos inquietantes. Auteuil, al principio de la película, se la queda mirando con ojos de cordero degollado como pensando: “Conseguir su amor sería como acertar el Gordo de Navidad”. Pero sucede que el Gordo de Navidad toca en un caso de cada 100.000...




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El jovencito Frankenstein

🌟🌟🌟


La verdad es que nunca me hizo gracia “El jovencito Frankenstein”. Recuerdo que la vi de jovenzuelo porque el impulso cinéfilo era ecuménico y devorador y me pareció una payasada sin más hallazgo que el chiste de las aldabas. Un chiste con el que te partes el culo, sí, pero que a los lectores habituales de “El Jueves”, acostumbrados a un humor mucho más bestia, nos parecía más bien como de patio de colegio: las aldabas, sí, o las domingas, o las brotas, como decía un conocido mío que a saber dónde andará. 

He tardado más de treinta años en volver a ver la película. En parte porque mi recuerdo decepcionado no terminaba de borrarse, y en parte porque he estado muy liado todos estos años, con otras pelis, y con varios desamores, y con muchas aventuras nacionales y europeas del Real Madrid. Han sido treinta años muy densos, moviditos, plenos de experiencias que un escritor talentoso y concienzudo, uno al estilo de David Sedaris, podría convertir en novelas de éxito y pasaportes hacia la fama.  Pero como no es el caso, sigo viendo películas noche tras noche hasta que se me aparezca la Virgen María o pasen las Musas de visita. Y claro, de tanto ver estrenos y reestrenos, al final se me coló de nuevo “El jovencito Frankenstein”, tan recordada en los podcasts de los cinéfilos como una pelicula cojonuda y rompedora.

Hoy he vuelto a verla y reconozco que me he reído más de una vez. En concreto dos, porque no me acordaba de su final maravilloso: de esa mesa de operaciones donde el Dr. Frankenstein y su monstruo intercambiaban un trozo de cerebro por un trozo -considerable- de miembro viril. Cómo se me pudo haber olvidado este chiste tan cercano a mi sensibilidad... Porque es más que un chiste: es un planteamiento filosófico. Una disyuntiva que te retrata como hombre: ¿ser un lerdo con un superpoder en la entrepierna? ¿O ser un poeta que se apaña con la media nacional? ¿Qué es lo que prefieren las mujeres? Ay, si uno supiera...





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Eva al desnudo

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Ni Eva sale desnuda -la traducción correcta sería “Todo sobre Eva”- ni Eva es el personaje al que da vida Bette Davis. Los distribuidores españoles siempre se han tomado... licencias literarias.

De hecho, antes de verla por primera vez, yo pensaba que “Eva al desnudo” había sido una película escandalosa masacrada por la censura. “La dolce vita” de los americanos. Y no es nada de eso: es una película tan modosa en las formas como perturbadora en los fondos. Cine clásico del bueno. Un poco el reverso del cine moderno, que es provocador en los envoltorios pero muy acomodado en los mensajes.

Coincidía, además, que yo en mi juventud vivía muy enamorado de mi vecina del 4º, que se llamaba Eva como la antiheroína de Mankiewicz, o como la madre bíblica de nuestra especie. Eva, además de ser guapa y simpática, era un año mayor que yo. Es decir: una chica inalcanzable. Un sueño de película. Cuando nos cruzábamos por las escaleras -porque no teníamos ascensores en la Rue del Percebe- yo pecaba contra el sexto mandamiento y me la imaginaba desnuda como aquella Eva de Mankiewicz que yo todavía no había visto... Mi vecina también era Eva al desnudo, como la Eva de Durero, o como aquella Eva de “El Parvulito” que salía tapada por las hojas del arbusto.

“Eva al desnudo” casi no es una película, sino una obra de teatro. Las escenas “en exteriores”, que son dos y media, las despachan con unas transparencias tan cutres como las que usaba don Alfredo. Pero qué película, en cualquier caso. “Eva al desnudo” es la apoteosis de las lenguas viperinas y de los egos desbordados. Va del  terror a envejecer y de la prisa por triunfar.  Hay celos y venganzas, trepas y canallas, prostitutas valientes y hombres agradecidos. A un lado del estrellato vive Margo, que es Bette Davis con su voz de cazallera; y al otro lado, la Eva de marras, que es Anne Baxter con su vocecilla de mosquita muerta. Eva no tiene ni una mala palabra ni una buena acción. En eso tiene la sabiduría siniestra de las monjas.





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El Pingüino

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Antes de que "El Pingüino" cayera en el vacío argumental más absoluto -la hostia por la hostia, la violencia por la violencia- al principio la cosa molaba porque el personaje se parece un huevo a Jesús Gil cojitranco. Estos showrunners seguramente no tienen ni puta idea de quién fue nuestro don Jesús, azote de comunistas y dueño de pelo en pecho de la Costa del Sol, pero es como si hubieran dado con un hermano gemelo que emigró a Gotham City cuando comprendió que en El Burgo de Osma no había oportunidades para trapichear a lo grande con la mandanga. 

En el plano corto, Colin Farrell, irreconocible con la gomaespuma, se parece más al muñegote de Jesús Gil que ladraba improperios en Canal +. Porque también es eso: la voz. Es como si hubieran pagado los derechos por imitarla. Aunque el Pingüino hable en inglés, cierras los ojos y te vuelven a la mente los puñetazos con aquel tipo del Compostela, y los plenos del ayuntamiento de Marbella, y los baños de burbujas junto a las inolvidables Mamachicho que eran como clones de la princesa Leia al lado de Jabba el Hutt. 

Las referencias con la mafia, incluso con la mafia interestelar, son circulares y darían para tomarse veinte cafés y un copazo desesperado.

De hecho, a partir del tercer episodio, y ya pasado el efecto nostálgico de don Jesús, "El Pingüino" funciona como una parodia más o menos intencionada de "Los Soprano". Vuelves a cerrar los ojos y ahora es la voz de James Gandolfini la que profiere las amenazas y calcula los beneficios empresariales. El Pingüino y Tony Soprano comparten un físico osuno, una presencia que acojona y una madre que está lunática perdida. Si Tony operaba al este del Hudson, Oswald, en la orilla oeste, también tiene familias rivales que enfrentar y prostitutas medio voluntarias que atender.

¿Y Batman? Ni está ni se le espera. Porque Batman, no hay que olvidarlo, es un asqueroso millonario que solo actúa cuando la violencia alcanza los barrios ricos de la ciudad. Mientras las desgracias afecten a la purrela del extrarradio no le compensa ni encender el foco de su batpresencia. 




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Starlet

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Leticia Dolera no gana para disgustos con las películas de Sean Baker. Si “Anora”, en su opinión, era una campaña de captación de prostitutas, “Starlet” solo puede ser propaganda de captación de actrices  pornográficas. El caso es tentar a nuestras hijas con oficios donde se gana dinero a cambio de desnudarse y de dejarse follar por un maromo con tatuajes. 

Para esta Leticia de la realeza combativa, Sean Baker va de cineasta comprometido cuando en realidad es casi -casi- un corruptor de menores. Pudiendo ser abogadas, o ingenieras, o incluso astronautas como nuestra Sara de León, Sean Baker, al que deberían pedir explicaciones en sede parlamentaria, o al menos gravar con aranceles sus películas indecentes, parece empeñado en proponerles que lo tiren todo por la borda y que se dediquen a complacer nuestros deseos sexuales como hacían nuestras madres menos preparadas, o nuestras abuelas incautadas por los pueblos, pero cobrando dinero, eso sí, para darle un toque de modernidad a la sumisión.

A Leticia Dolera debe de joderle mucho que a Jane, la protagonista de “Starlet”, no le parta la cara ningún chulo de la industria pornográfica. Que la traten con respeto en los rodajes y que le paguen dólar por dólar lo que viene estipulado en su contrato. Leticia Dolera debió de gritar barbaridades cuando Jane, en una escena de la película, le explica a su vecina que le gusta su trabajo y que de momento, con 21 años, sin estudios que la avalen y con poca suerte en los castings de Hollywood, prefiere aprovechar esa belleza que Dios le ha regalado hasta ver cómo evolucionan las nubes del futuro.

A Leticia Dolera le cuesta entender que Sean Baker simplemente mete su cámara -perdón por la expresión- en los territorios ambiguos donde actrices como Jane, o prostitutas como Anora, protagonizan cuentos muy tristes de princesas de arrabal venidas a menos. Sus vidas son muy jodidas pero al menos, en estos casos, las protagonizan por su propia voluntad. ¿Un sector minoritario? Seguro que sí. De mostrar realidades abusivas ya se encargan otros cineastas y también se lo agradecemos.





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Tangerine

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Sean Baker es un cineasta del neorrealismo. Los personajes de "Tangerine", por ejemplo, no roban bicicletas ni trapichean con cartillas de racionamiento, pero sí se prostituyen por las aceras o conducen taxis por barrios muy sucios y peligrosos. En las clases desheredadas cada uno se apaña como puede.

El neorrealismo de Sean Baker no es italiano, sino de Los Ángeles, pero también da para mucho porque Los Ángeles, en sus películas, parece casi tan grande como Italia. Una ciudad tan eterna como Roma pero en un sentido geográfico y no precisamente espiritual. 

Los Ángeles parece un infierno de calles rectilíneas que nunca desembocan en una glorieta o en una rotonda que rompa la monotonía. Parecen llegar hasta el infinito transitando por barrios cada vez más marginales y cada vez más alejados de Dios Nuestro Señor. Y es justo ahí, en esas periferias insondables, donde Baker ha encontrado su mundo particular. La otra América sin vaqueros ni superhéroes, ni cómicos de Nueva York

Sean Baker, por fortuna, no es un moralista ni un misionero. No es un cura insufrible ni un plasta modernito. Él planta la cámara y se limita a mostrar el paisaje y el paisanaje. Y el cielo del atardecer, que en "Tangerine" es de color naranja y le da a las escenas un tono de infierno desvaído y algo compasivo: un lugar donde Dios aprieta pero no ahoga a esos pecadores que después de todo son hijos suyos y sólo buscan un puñado de dólares y unas sobras de cariño. 

Si no fuera por el color y por el montaje, Baker podría ser el tataranieto cineasta de los hermanos Lumière, que plantaban el trípode, le daban a la manivela y dejaban que los espectadores -incluida Leticia Dolera- juzgaran por ellos mismos las cosas más o menos chocantes que contemplaban. "Tangerine" también se podría haber titulado “Llegada de las prostitutas transexuales a la parada del autobús”, o “Taxista armenio buscando pollas que chupar”: cosas así, descriptivas al estilo de los Lumière, quizá provocativas pero reales como la vida misma, 




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Red Rocket

🌟🌟🌟🌟


Ayer por la mañana, mientras recorría el valle montado en bicicleta -y muy consciente del acolchamiento genital que me protege del sillín- me dio por pensar qué pseudónimo habría usado yo si de joven, en el esplendor en la hierba, pero con un desnudo más presentable que éste que Dios me dio, me hubiera metido a actor porno para ganarme la vida hasta sacarme la oposición o ser contratado por los curas en el mismo colegio de mi infancia (si es que nadie, ni seglar ni sacerdote, me reconocía al saludarme).

El protagonista de “Red Rocket” es conocido en su mundillo con el sobrenombre de Mickey Saber, que quiere decir que el tío la tiene tan larga como un sable y que resiste con ella, sin apenas mella, y con un mínimo de cuidados, mil combates gozosos contra la carne. La verdad es que el tío te deja pasmado cuando en una escena echa a correr desnudo y más parece un ente tripódico venido del espacio que un ser humano bendecido con los genes de la genitalia. 

Y aunque en rigor no es mejor por ser mayor o menor -como cantaba Javier Krahe-, a ningún tonto le amarga un dulce y a ningún hombre le desagrada un regalo de la naturaleza. Ya no es el rendimiento, jolín, sino el fardar, y la seguridad que te confiere. Con un arma así, escondida en la recámara, las mujeres tienen que notar algo distinto en tu mirada, una audacia poco común y seductora. 

No voy a poner aquí, desde luego, las cien ocurrencias que me vinieron sobre la bici: unas por marranas, otras por idiotas, y otras porque me quedaron la mar de presuntuosas. Lo importante es que durante unos kilómetros anduve entretenido con la tontería y no pensé ni en el calor ni el fatiga. 

Luego, mientras me tomaba un café reparador en el pueblo de Casadiós, quise buscar una reflexión profunda sobre “Red Rocket” y sobre el cine de Sean Baker en general. Pero no la encontré. Este diario tampoco va de eso. Aquí todo es análisis superficial y tontorrón. Las grandes cuestiones morales de nuestro tiempo -¿es lícito ver porno, hacer porno, banalizar con el porno?- se las dejo a Leticia Dolera y a otras madres de la Iglesia que ahora mismo se preocupan por nuestra alma. 





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