The Florida Project
Enemigos públicos
Tiempo de victoria: La dinastía de Los Lakers. Temporada 2
🌟🌟🌟🌟
La serie iba de puta madre pero termina casi de sopetón. Es como si hubieran dejado que el piloto en prácticas aterrizara el aparato. Me acordé del propio Kareem Abdul-Jabbar interpretando al copiloto enfadado de “Aterriza como puedas”.
En mi inocencia de espectador satisfecho yo esperaba una continuación todavía por estrenar, con toda la pasta que había metido la HBO y todo lo que dieron de sí aquellos duelos de nuestra infancia. Pero “La dinastía de los Lakers” termina, sorprendentemente, cuando Magic Johnson y compañía aún daban sus primeros pasos en las victorias y en las derrotas. Te enseñan cómo perdieron las finales de 1984 contra los Celtics sempiternos y luego pasan a otra cosa como una mariposa de California.
Me quedé de piedra cuando al final del último episodio salen unos cartelitos que explican qué fue de los personajes en los años venideros. Nos hemos tenido que enterar por la prensa de lo que pasó con los millones de la familia Buss y el método revolucionario de Paul Westhead; con el reinado repeinado de Pat Riley y el récord de puntos ya superado de Kareem. Y también -porque es el leitmotiv de la serie- con la amistad postrera que unió a Magic Johnson y a Larry Bird después de tantas miradas asesinas y tantos motherfuckers sobre la cancha.
Es como si los showrunners hubieran pedido un tiempo muerto y de pronto los ejecutivos de HBO les hubieran pitado el final del partido. Un coitus interruptus. ¿Razones económicas? Lo más seguro. ¿Bajas audiencias? De cajón. También es muy posible que el algoritmo, como el césar de Roma, torciera el pulgar hacia abajo y decretara que ya estaba bien de sacar machirulos ochenteros en calzoncillos. Demasiado follarín compulsivo y demasiada mujer subordinada. ¿Cheerleaders moviendo el culo y fulanas persiguiendo a tipos millonarios? Un despropósito moral. Un mal ejemplo para la juventud del siglo XXI. Un negocio ruinoso.
De todos modos, esta aventura -completa- ya nos la habían contado en aquel documental de la ESPN titulado “Los mejores enemigos”. Y en el libro "Showtime” que sirve de base a esta serie y que un buen amigo de estos andurriales me recomendó.
Jazz, la historia
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Al jazz llegué tan tarde como al sexo verdadero. Casi tanto como a la cocción de verduras o a la bicicleta de carretera. Y se nota: lo que no se practica en la juventud luego se aprende a trompicones. Mejoras, o te mejoran, pero ya nunca das el rendimiento de los campeones. Una cosa tan simple como el mando de Movistar -por poner un ejemplo- y me lío cantidad con sus funciones.
Para que el aprendizaje eche raíces y crezca sano y vigoroso hay que regarlo desde el principio. Es la única manera de vencer a la torpeza sensoriomotora y a la podadura de las neurona. Lo que no se mama desde chaval -y perdón por la expresión- luego cuesta mucho recuperarlo. Al final sí, te aficionas, al jazz o a cualquier otro placer de la vida, pero los años perdidos dejan agujeros que ya no se remiendan por más documentales que veas o por más discos que acapares.
Cuando quise ser culto para impresionar a las mujeres -porque de otro modo no podía impresionarlas- me dio por la música clásica y ahí estuve durante años, perseverando en un postureo que luego se convirtió en afición y en elevación del espíritu. No conquisté a ninguna señorita por esa vía, pero conocí mil cosas que había que escuchar antes de morirse. Cuando llegué al jazz -de una manera autodidacta y ya sin afanes de pavo real- lo primero que hice fue comprar esta serie documental. Cómo di con ella ya no sabría recordarlo. En “Jazz, la historia” conocí el origen del ritmo y apunté en una libreta cuáles eran los artistas imprescindibles. Aprendí a colocarlos en una línea cronológica y luego me lancé a la escucha de los discos fundamentales.
Luego pasé varias crisis existenciales y me volví perezoso y olvidadizo. Pero ahora que estoy de vuelta en Nueva Orleans, necesitaba ver de nuevo "Jazz, la historia" para renovar el carnet de aficionado. El documental consta de doce episodios en los que sale un Jesucristo apellidado Armstrong y doce apóstoles que predican con sus variopintos instrumentos.
Doctor Portuondo
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Mi ejemplar de “Doctor Portuondo” lleva más de dos años secuestrado en la biblioteca de una ex amante. A veces, en las horas más tristes del día, me pregunto qué será de él, junto a los otros rehenes infortunados, en esas estanterías que seguramente ahora recorre otro dedo masculino mientras musita: “Qué interesante es todo esto...”. Hay que joderse.
Qué tiene que sentir -o mejor dicho, no sentir- una mujer que se apropia de mis libros y luego se queda tan oreada, o tan pancha, como ella decía. Qué le pasa por la cabeza -o qué no le pasa- cuando los descubre allí quitando el polvo o buscando otros libros para leer. ¿Se encoge de hombros? ¿Se ríe como una malvada? ¿Le importa todo tres cojones y medio? Da igual... Como nunca les puse ex libris creo que no los puedo reclamar en la comisaría. La verdad es que nunca he sabido cómo va este asunto de los libros robados a las ex parejas: qué coño libros retenidos, o secuestrados.
Aquel libro fue mi primer acercamiento a este neurótico tan peculiar llamado Carlo Padial. “Doctor Portuondo” tenía grandes hallazgos y varias pajas mentales carentes de interés, pero mi ex lo descubrió un día en mi biblioteca y se lo echó al morral porque, según me dijo en ese momento, le interesaban mucho las cosas relacionadas con la psiquiatría. Hay que ser un imbécil como yo para no comprenderlo todo de sopetón.
Tras el robo, Carlo Padial quedó reprimido en mi subconsciente hasta que hace poco, en la radio, Berto Romero recomendó su podcast emitido desde Marte. De pronto me acordé de mi libro y me pudo la curiosidad de saber qué había sido de Carlo Padial tras aquellas sesiones de psicoanálisis con el doctor Portuondo. Fue así como llegué, con mucho retraso, a esta serie que versiona alegremente lo que en aquel libro se contaba.
Porque a mí, como a mi ex, también me interesan mucho las cosas de los psiquiatras, pero por motivos ajenos a los suyos. Yo voy tras la exégesis perpetua del psicoanálisis, que es esa sabiduría que mi abuelo Sigmund enseñaba a los gentiles para aportar luz sobre nuestro eterno conflicto con el antropoide interior. El deseo sexual enfrentado a la razón.
Monty Python's Flying Circus. Temporada 2
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Lo moderno, lo correcto, lo decente en esta sociedad evolucionada del siglo XXI, sería decir que reírse con el Circo de los Python es un pecado para confesar ante el sacerdote. O ante la sacerdotisa. Un placer culpable y vergonzoso. Un estigma para quien vaya presumiendo por ahí. Desde luego nada que se pueda decir en un perfil público de Instagram.
Yo no presumo de reírme con los Python pero tampoco me avergüenzo. Estoy ahí, a medio civilizar, atrapado en el tiempo. Viendo esta segunda temporada me he descojonado con varias majaderías que aquí no se pueden detallar... Ante el despliegue de los Monty Python siempre me siento puro como un niño y gamberrete como un colegial. Quizá libre como un adulto informado del contexto. No sé. Tampoco querría disfrazarme de caballero de Oxford siendo en realidad un cockney de León.
Eso sí: si tengo que elegir entre aquello de 1970 y esto de ahora, yo casi me quedo con lo de entonces. Recuerdo a Ignatius Farray cuando decía que entre la tesitura de no ofender a nadie y ofender a todo el mundo, la obligación de un cómico valiente es ofender a todo Dios y que salga el sol por Antequera. Yo estoy muy con eso. Cada vez que Ignatius pisaba un charco en sus monólogos yo me reía el doble: por la gracia, y por el arrojo. Y me pasa igual con el “Flying Circus” ya tan viejuno de los Python. Quizá no sea tan gracioso, pero es tan descarado no queda más remedio que sonreír.
Los Python se atreven con todo menos con la monarquía. Lo intentan un poco en el último episodio pero se ve que la espada de la BBC pende sobre sus cabezas. Una cosa es provocar y otra quedarte sin sustento. Yo eso lo entiendo. A cambio, a los directivos de la BBC parece no importarles que los Python hagan chistes sobre los tontos del pueblo, las fuerzas armadas, los ladrones de la City o los obispos enloquecidos. Y además salen animaciones con mujeres en bolas... Nos habían prometido que la modernidad consistiría en sacar también a hombres en bolas para igualar la audacia y el deseo, pero nos engañaron como a bobos.
A muerte
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Chico encuentra chica, chico pierde chica, chico recupera chica... Es el argumento más viejo del mundo. Y sin embargo funciona. Sólo hay que vestirlo con nuevos colores. Nunca falla porque es la vida misma y los espectadores nos vemos reconocidos.
Qué es la vida, sino buscar, encontrar, conquistar -las pocas veces-, perder, buscar de nuevo... Al menos para los hombres. Las mujeres solo tienen que asistir al desfile de candidatos y elegir con su dedo de señalar. Así es como funciona en nuestra especie y está bien que lo recordemos de vez en cuando. El intercambio de papeles que predican los posmodernos -y sobre todo las posmodernas- nos despista mogollón.
Viendo “A muerte” recordé aquella cita de Marcel Pagnol que recogía Fernando Trueba en su “Diccionario de cine”:
- En el cine no hay más que un argumento: un hombre encuentra a una mujer. Si follan es una comedia. Si no, ¡es una tragedia!
“A muerte” es una comedia. No desvelo nada porque no hay más que mirar su cartel promocional. La serie tiene un trasfondo trágico, eso sí, porque el protagonista sufre un cáncer de corazón y no las tiene todas consigo. Es un cáncer de verdad, biológico, no uno metafórico de corazón roto o abandonado, que es mucho más frecuente entre la población. De hecho, lo padecemos un 70% de los encuestados. Para sanarlo unos tiran de sustancias, otros de meditación y otros de ficciones que nos llevan hasta la medianoche y nos meten dulcemente en la camita.
La tontería de “A muerte” es que ni siquiera el actor que defiende su cáncer se cree que esto vaya a terminar en una defunción. Una vez establecido el tono de comedia, la tragedia sería como pegarse un tiro en el pie. Los ejecutivos de Atresmedia y de Apple TV no iban a permitir tal atrocidad. Lo hemos aprendido viendo en paralelo “The Studio”. Esa sí que es buena. “A muerte” es Verónica Echegui dándolo todo y lo demás gracietas bobas que dentro de un mes habremos olvidado.
La huida
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Después de ganar la Copa de Europa, el sueño más bonito es huir, huir muy lejos, con la chica de tu vida, al otro lado de la frontera o al otro lado del mar. Pero no hay que ponerse tan poético: a veces, en las huidas más modestas, basta con cruzar el límite autonómico o provincial.
Sea como sea, el sueño es huir, huir con un maletín lleno de pasta o al menos con una tarjeta que te permita comer y repostar en las gasolineras. Y pagar el servicio de Google Maps en el teléfono... Y luego, por la noche, tras la larga jornada de huida, dormir el erotismo en hoteles no demasiado. No hay romanticismo que resista un par de noches de mal dormir. Sobre todo a ciertas edades. La aventura está muy bien pero requiere ciertas comodidades.
Y si no se puede huir -porque hay trabajos que atender, y obligaciones contraídas, o no existe un tratado de extradición con el Paraíso- huir al menos con el espíritu, y con la intención, mientras el cuerpo presta servicios al orden establecido. Pero si se puede -porque somos millonarios, o teletrabajamos, y además se nos da de puta madre el inglés- huyamos hasta encontrar una cabaña en el bosque o un bungalow en la Cochinchina. También nos valdría un iglú calefactado o un ático en el skyline más alejado de los viandantes. Cualquier cosa que ponga distancia con los locos y los profetas. Con las inquisidoras y los meapilas. Ahora como siempre. Encontrar la paz en un regazo y cortarse la lengua cuando empiece una discusión.
“La huida” se parece mucho a “Corazón salvaje”, que es mi película preferida de David Lynch. También va de una pareja que huye atravesando el desierto de Texas y siguiendo el camino de baldosas amarillas. Su destino es el otro lado del arcoíris, que también es un sitio cojonudo para pedir asilo político o existencial. Allí nadie mira, o no mira el tiempo suficiente.
La balada de Cable Hogue
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“La balada de Cable Hogue” era una de las películas preferidas de mi padre. El lo decía así, tal cual, “Cable Hogue”, y no “Queibol Jou”, como sería menester. Mi padre también decía “Jon Vaine”, y “James Estevart”, y no se ruborizaba en absoluto. Es más: si le corregías no entendía nada. Él simplemente leía lo que ponía en los rótulos. Lo de no pronunciar bien el inglés es una vergüenza posmoderna, muy de gentes ilustradas y del siglo XXI.
Mi padre trabajaba en el cine Pasaje y veía gratis las películas que allí se estrenaban. Con un sueldo de mierda y un horario de esclavo lacedemonio ése era su único aliciente laboral. Y ni siquiera era una alegría completa, porque siempre las veía comenzadas, quince o veinte minutos después de encenderse el proyector, cuando abandonaba la portería ya confiado en que nadie más iba a comprar una entrada.
De hecho, cuando yo iba a ver las películas que él me recomendaba, o que la censura de la época me permitía, mi padre me preguntaba por las escenas que él siempre se perdía. Pasaban años antes de que esas películas se estrenaran en televisión y él pudiera recobrar los recortes desclasificados. Era un poco lo de “Cinema Paradiso” con los besos.
Una vez pasaron “La balada de Cable Hogue” por la tele y nos dijo que había que cenar antes de sentarnos a verla. Otras veces, si la película no le interesaba gran cosa, la veíamos entre los platos y las conversaciones. Pero con sus películas preferidas eso era un pecado mortal. Yo hago lo mismo cuarenta años después. El buen cine no es ocio, sino eucaristía sacrosanta.
Recuerdo que la historia de Cable Hogue le sacó una risa tonta y una pequeña amargura. Respecto a sus hijos le daba igual que hubiera tiros sanguinarios o que se viera un poco de pechuga. Lo importante era ver buenas películas. Una vez le pilló un coche camino del trabajo y yo pensé que quizá había visto su futuro en el final de la película. Mi padre odiaba los coches tanto como Cable Hogue, casi tanto como yo, pero lo cierto es que no murió en aquel accidente. Aún vivió algunos años más, de otra dolencia más enraizada, solitario y amargado en su propio desierto.
Pat Garrett y Billy el Niño
🌟🌟🌟
Sabía que no me iba a gustar. Y no me gustó. O solo lo justito, sin dejar ningún poso en el espíritu. Justo igual que la primera vez que la vi, hace ya muchos años. Me alimenta el jeto de James Coburn y su cachaza de tipo curtido en cien tiroteos. Y poco más. Me entra la sonrisa tierna cuando veo la pintura roja de Titanlux saliendo por las heridas: ese cutrerío sanguíneo que yo nunca vi de niño porque la tele de mis padres era en blanco y negro proletario.
En la película suena de fondo “Knocking on Heaven’s Door” cuando un vaquero herido de muerte llama a las puertas del Cielo y le dicen que no encuentran sitio para él. Sale incluso el mismísimo Bob Dylan disfrazado de pistolero, chupando cámara para darle un empujón comercial a la película. Es todo muy raro... Menos mal que la Wikipedia siempre está a mi lado en los momentos más aburridos de la cinefilia, y que puedo ir leyendo en ella la historia real de Pat Garrett y Billy el Niño para llevarme al menos un aprendizaje a la cama: el salvajismo de estos psicópatas convertido en mito y en atracción para los turistas que vienen de Dakota.
Sabía que iba a perder el tiempo y sin embargo lo perdí. ¿Por qué? Pues porque soy gilipollas, claro. Porque a veces pienso que la culpa es mía y no de las películas. Porque recaigo en la idea de que soy yo el defectuoso, el insensible, el cinéfilo que no aprecia lo que otros sí saben apreciar. El farsante. Es una fustigación idiota, pero me fustigo.
Lo que pasa es que en las ondas electromagnéticas llevaban semanas dando la matraca con Sam Peckinpah. Debe de ser el aniversario de su muerte, o de su nacimiento, no sé. Carlos Boyero contaba el otro día que una vez salió de copas con Peckinpah por los bares de Madrid. Boyero hablaba de su alcoholismo, de su mala uva, de su carácter pendenciero, y de cómo reflejaba todo eso en sus westerns crepusculares y en sus películas ultraviolentas. Y en un momento dado, seducido sin motivo alguno, me propuse rescatar las mismas películas que ya había visto de joven y que apenas me dejaron una imagen suelta o un tiroteo tempestuoso.
No soy yo, quiero decir, sino las malas compañías.
Grupo salvaje
🌟🌟🌟🌟
En “Grupo Salvaje”, William Holden es un señor mayor que sueña con perpetrar un último atraco para retirarse al otro lado del Río Grande, comprarse una granja, casarse con una azteca complaciente y dejar que los días transcurran tranquilos y alejados de los peligros. Como mucho, y si la buena suerte no acompaña, un encuentro malhadado con un bandido mexicano o con una serpiente de cascabel. Nada que un buen Colt del 45 no pueda solucionar en un par de segundos inspirados.
Cada vez que se sube al caballo, William Holden emite un quejido como de hombre ya molido por la vida, con los huesos endurecidos y las articulaciones pidiendo lubricante con urgencia. Al tercer quejido -y a la tercera risotada de sus compañeros bandoleros, los del grupo asalvajado- me doy cuenta de que sus gruñidos son iguales que los míos cuando me subo a la bicicleta los sábados por la mañana, y los domingos de guardar, en esta guerra ya perdida de antemano contra el michelín irreductible. No puede ser, me digo: William Holden es un señor muy mayor, ya a punto de jubilarse, mientras que yo todavía suspiro por amores de fin de verano, todavía no otoñales de octubre o de noviembre
En una pausa tontorrona de la película -hay unas cuantas, por mucho que los nostálgicos opinen lo contrario- agarro el teléfono móvil como si desenfundara mi propio revólver y consulto la Wikipedia para averiguar la edad de William Holden en el momento del rodaje. Me quedo de piedra -desértica y polvorienta- cuando descubro que Holden tenía por entonces 51 años, mientras que yo acabo de cumplir los 53. Y pienso: o él está muy ajado o yo no acabo de asumir mi propio deterioro.
A partir de ahí, “Grupo salvaje” transcurre ante mis ojos con la única intención de fijarme en las decrepitudes de William Holden -un hombre atlético, vigoroso, pero también un alcohólico de cuidado- para luego compararlas con mi imagen en el espejo mientras me lavo los dientes antes de dormir. ¿He dicho dormir?: más bien, esta noche, por culpa de "Grupo salvaje", un insomnio interrumpido de vez en cuando por sueños inquietos y decadentes.
The Studio
🌟🌟🌟🌟🌟
Aún estamos en mayo, pero por mí ya estaría: “The Studio” es la mejor serie del año. Dudo mucho que venga otra igual. En el negociado de las comedias desde luego que no.
Seth Rogen y sus guionistas han dado con una fórmula imbatible. “The Studio” es frenética, divertida, demencial... Es imposible dejar un episodio a medias. Hacía mucho que no toqueteaba el teléfono en mitad de una función: siempre hay un agujero en la trama, un marasmo, una tentación de huir antes de regresar. Pero aquí no: en “The Studio” no hay excusas para el bostezo o para la dispersión del espíritu. Comienzan a hablar y ya estás inmerso en las correrías. Ya eres uno más de la pandilla y te lo pasas de puta madre.
A este lado de la tele todo es una pura carcajada, sí, pero allí, en ese Hollywood recreado, todo es motivo de despido o de meterse otra raya para funcionar. En “The Studio” no hay más que proteína y vitamina saludable: pura chicha de personajes al borde del infarto .
Sospechamos que esta pandilla de miserables que dirige "Continental Studios" está sacada de la más cruda realidad. Puede, incluso, que la realidad sea mucho peor y que haya cosas que no se puedan ni apuntar. Pero nos da igual. “The Studio” es un canto de amor a las películas. Es incluso didáctica para los que amamos las ficciones por encima de todas las cosas. A estos tipos se lo perdonamos todo. Nos da lo mismo que sean unos peseteros, unos egoístas, unos chulos, unos traidores... Unos hombres deleznables o unas mujeres viperinas. Ellos hacen las películas, y las series, y nosotros besamos por donde pisan con sus zapatos italianos. A ellos les debemos nuestro regocijo, nuestra escapatoria, nuestra salud mental. Son más importantes que los curas, que los psiquiatras, que el 97% de la gente que nos rodea.
Cuando llega la hora bruja, ellos abren la puerta de nuestra jaula para que volemos durante un rato con las alas extendidas. Sabemos que sólo lo hacen por la pasta, pero les pagamos encantados. Benditos sean.
Chinas
🌟🌟🌟
Aquí, en el Valle de La Pedanía, tan lejos del barrio de Usera, apenas se ven ciudadanos chinos por la calle. Y si ves alguno, lo más seguro es que venga desde Pekín, de peregrino, buscando el perdón de los pecados por el camino de Santiago.
La Pedanía no es tierra de promisión para los chinos de la China. Para casi nadie de fuera en realidad. La única minoría inmigrante que ha echado raíces es la caboverdiana, tres generaciones después de que aquellos valientes vinieran a trabajar en las minas de carbón. Los chinos primigenios abrieron un par de bazares y de restaurantes y desde entonces han ido sobreviviendo sin expandirse. No ha habido efecto llamada ni nada parecido. No hay ni media calle, en este entramado urbano, que puedas llamar “barrio de Chinatown”, como en las películas americanas o en los extrarradios de Madrid.
Aquí, tan lejos de la capital de la provincia, caló muy fuerte la tontería de que en los restaurantes chinos sólo servían carne de gato o de abuelete no incinerado, y que disimulaban su sabor con la salsa agripicante. Desde entonces, la clientela que ha mantenido más o menos el negocio es justamente la que también vino desde muy lejos, desde el otro lado de las montañas. De León, por ejemplo, como es mi caso de maestro destinado. Los nativos del Valle son todos de sota, caballo y rey cuando llega la hora de comer: empanada, pulpo y botillo. Les sacas de ahí y el universo se contrae ante sus ojos asustados, que casi se achinan, de puro estupor, ante la presencia de otras sugerencias.
En la capital del Valle acaban de reabrir un restaurante chino que antes naufragaba y la cosa parece que funciona. Lo han puesto muy chuli, la verdad, pero no demasiado asiático en la decoración, sin dragones ni farolillos rojos para no asustar a los nativos. Aun así, sólo ves gente joven comiendo los sábados al mediodía. Ni siquiera las camareras tienen ya rasgos asiáticos. Es probable que los dueños lo hayan vendido todo y se hayan ido a vivir al lado de estas chavalas chinas de la película, tan entrañables y tan desubicadas.
Black Mirror: Eulogy
🌟🌟🌟🌟
Al contrario que Paul Giamatti en “Eulogy”, yo no
guardo ninguna fotografía de mis amores extinguidos. Ni de los que ellas
cancelaron ni de los que yo mismo cancelé. Es mejor así. Lo recomiendan en
varias webs del desamor y yo sigo fielmente su consejo.
El personaje de Paul Giamatti es un sentimental al que
se le retuerce el corazón cuando abre sus cajas de zapatos. Pues mira: él se lo
ha buscado. El almacenaje es un error de manual. Sólo sirve para refocilarse en
el dolor o para descubrir errores mayúsculos e irreparables. Lo mejor en estos
casos es la tolerancia cero con los recuerdos. Yo, por ejemplo, no conservo ni
fotos alegres ni fotos tristes. Ni siquiera aquellas -una de cada veinte- en
las que salía medio guapo para luego reaprovecharlas. No guardo fotos en el
ordenador, ni en el teléfono, ni en el OneDrive... Mis nubes sólo admiten
amores en desarrollo. El puro presente. Mi pasado, cuando se quema, no produce
ni humo: es una de las ventajas del mundo digital.
Mi objetivo final es que los recuerdos se diluyan y
que las caras se emborronen. Yo sería el cliente más entusiasta de esa tecnología
prodigiosa que se anunciaba en “¡Olvídate de mí!”: una extirpación quirúrgica
de la memoria. Pagaría lo que fuese -es un decir- para que no quedara ni rastro
de los amores extinguidos. Como si nunca hubieran existido. Un agujero negro
que yo luego podría achacar a un hostión con la bicicleta o a una melopea de
campeonato. Una amnesia extraña pero de beneficios incalculables para la salud.
Al traidor ni agua: ése es mi lema. Porque al final
todos los amores terminan en una traición. La tuya, o la suya, o la compartida.
Las promesas de amor eterno deberían estar prohibidas por la ley y sin embargo
seguimos escupiéndolas porque la carne es débil y el espíritu se ve obligado a
disimular.
Sin fotos puedes olvidar poco a poco el rostro que te
apuñaló. Sin fotos, el rostro que apuñalaste tampoco puede reprocharte ya nada.
Black Mirror: Bête Noire
🌟🌟🌟🌟
De chavales, en la calle, cuando jugábamos a los superhéroes, la mayoría soñaba con volar por encima de los edificios imitando a Supermán. Otros, los menos, preferían dar hostias al estilo de La Masa, o estirarse como Mr. Fantástico para encestar canastas imposibles. Y al final de la fila, donde los borregos descarriados, estábamos los que añorábamos una visión de rayos X para verles las bragas a las chavalas. Eran otros tiempos, sí...
Yo, además de los rayos X, siempre quise tener los poderes telequinéticos de Carrie, que no era una superheroína de los tebeos sino un personaje de Stephen King que luego protagonizó una película. Carrie se vengó de los que la habían humillado moviendo objetos mortales con la mente, sin apenas despeinarse. Una venganza bestial, a cara descubierta, en las antípodas de esta vendeta sofisticadísima que perpetra la psicópata de “Black Mirror“.
A mí me molaba mucho la telequinesia porque con ella podías vengarte de los abusones desde el más recóndito de los anonimatos. Con el arte de la telequinesia -moviendo solo una ceja o girando levemente el cuello como hacía Sissy Spacek- ya podías pincharles una rueda de la bici a veinte metros de distancia, o el balón de reglamento, o hacerles un agujero en el pantalón para que se pasearan por el patio con el culo al aire y fueran el hazmerreír ya eterno de los cotarros.
Ah, la dulce venganza... Yo entiendo en parte a esta tarada de "Black Mirror". De qué sirve un superpoder como el suyo -que es, por cierto, el superpoder definitivo, la elección continua del futuro más favorable para uno mismo- si no puedes dejar las cosas en su sitio con ciertos personajes. Es el exceso vengativo, y no la venganza en sí, que es justa y honorable, lo que convierte a esta mujer tan parecida a Nicole Kidman en una sádica irritante. La Ley del Talión es lo más recomendable en estos casos: devolver puya por puya, maledicencia por maledicencia, estafa por estafa, mentira por mentira... Gol anulado por gol anulado. De nada sirve ser el Emperador del Universo si no puedes permitirte esos pequeños desahogos. Yo, en eso, le doy toda la razón.
Black Mirror: Common People
🌟🌟🌟🌟
Esta vez el futuro de “Black Mirror” ya está llamando a nuestra puerta. Charlie Brooker y sus guionistas sólo han tenido que anticiparse unos años a los abusos hospitalarios que dentro de nada nos sacarán el dinero a navajazos. ¿Cuánto queda para que nos curen una enfermedad grave a cambio de que vayamos soltando anuncios por la boca...?
“Common People” es un cuento de terror absoluto, aunque parezca -y de hecho lo es- una historia de amor demoledora. El acojone era la intención inicial de “Black Mirror” cuando secuestró nuestra mirada. Anticiparnos el reverso tenebroso de la tecnología y ponernos sobre aviso. Pero luego vino el desbarre, el mainstream, tal vez el agotamiento creativo, y nos fuimos desentendiendo de la serie hasta casi olvidarla por completo.
Pero no hay mal que cien años dure: parece que Charlie Brooker ha vuelto muy fresco y vitaminado. Es como si hubiera pasado, precisamente, por una clínica de rehabilitación neurológica... Esperemos que Charlie no esté en manos de “Rivermind” y que pronto empiece a decir sandeces por no pagar la suscripción Plus + de su terapia psicológica.
Los seguros privados de salud ya funcionan de un modo parecido al que vende “Rivermind”, esa empresa sin escrúpulos que uno se imagina gestionada directamente por el tío del Lambo -¿o al final era un Maserati?- y su novia la Quironesa. La “common people” muriéndose por no poder pagar su seguro y ellos de fiesta en el ático, o en la playa de las Seychelles, dando vivas a la libertad.
En este año del Señor de 2025 ya hay cosas que cubre la póliza contratada y otras que necesitan una autorización expresa que no siempre se produce. Cuando la cosa se pone jodida empiezan las jodiendas y aparecen las propuestas de ampliación: Salud Extra, Bienestar Premium, Cobertura Óptima y Total... Todo va bien hasta que no aparece la enfermedad mortal que necesita un pastón en tratamientos. Mientras hablamos de gripes o de brazos rotos todo son sonrisas y tías buenas atendiéndote. El día que vaya a hacerme una prueba y me atienda la enfermera menos agraciada empezaré a temerme lo peor.
La canción
🌟🌟🌟🌟
No veo un festival de Eurovisión desde que Rodolfo
Chiquilicuatre compareció en Belgrado con su guitarrita de juguete. Y eso fue en
el año 2008, que ya es como si me hablaran, pues eso, de Massiel y el “La, la,
la”. El “chiki chiki”, por cierto, también es patrimonio nacional y algún día rodarán una
serie explicando su gestación.
Lo de ver al Chiquilicuatre fue una excepción. Un
seguir la broma de Buenafuente hasta ver cómo terminaba. Yo mismo, que jamás voy
con España en ninguna competición internacional, hubiera dado
dinero para que Rodolfo se llevara el premio y fuera declarado digno sucesor de
Massiel. Pero fue por eso, ya digo: por la broma, por la cuchipanda, por las
ganas de molestar... Llevaba 20 años sin ver el festival y han pasado otros 20
que tal cual. Mi indiferencia puede sonar a postureo intelectual o a desprecio
aristocrático, pero es verdad que Eurovisión no me interesa en absoluto: los
sábados por la noche siempre hay fútbol, o NBA, o un torneo de los magos del
billar. No es que me dedique precisamente a leer a Proust o a practicar la
meditación trascendental. Lo mío es la Tercera División del populacho.
Y sin embargo, poco después del “La, la, la”, hubo un tiempo infantil en que el festival de Eurovisión era fecha señalada en el calendario. Esa noche, en mi casa, se cenaba en el salón sacrosanto para no perdernos las canciones, y luego, con la barriga llena, nos sentábamos en el sofá para hacer nuestras quinielas y aprender los primeros números en idiomas extranjeros. Íbamos con España, claro, porque mi madre era una ciudadana ejemplar y yo todavía no sabía que esto es una monarquía bananera moldeada por un dictador.
Creo que la noche que Betty Missiego se quedó a las
puertas de la gloria fue una de las más tristes de mi vida. Yo tenía 7 años y
lo viví como un trauma de la hostia. Tan es así, que más de cuarenta años
después me enamoré de otra india sudamericana que se le parecía un huevo cuando
sonreía. A veces la llamaba Betty y ella se mosqueaba. Se pensaba que era por
otra cosa y yo trataba de explicarle. Al final, ya ves tú, fue el menor de
nuestros malentendidos.
Rafael Azcona, oficio de guionista
🌟🌟🌟🌟
De niño, en el parvulario, porque los curas renegaban
de la democracia y hacían lo que les daba la gana en sus recintos, los retratos
de Franco y José Antonio presidían nuestros primeros esfuerzos escolares.
Nosotros no sabíamos quiénes eran, o muy lejanamente, y nos daba un poco igual
mientras reseguíamos las letras en la cartilla de Palau.
Cuando los rojos que gobernaban en Madrid les
obligaron a retirarlas, los hermanos Maristas, cagándose en Cristo, las
sustituyeron por un retrato del beato Marcelino Champagnat -que ahora ya es
santo- y otro de la Virgen María que inspiraba sus oraciones. Ahí ya no éramos
tiernos, pero sí algo creyentes, porque nos habían inculcado el terror de los
infiernos y asumíamos la imaginería católica sin mayores traumas ni rebeldías.
Hágase tu voluntad.
Al entrar en la Universidad descubrimos que ahora sólo
había un retrato encima de las pizarras, pero con dos reyes, rey y reina,
encerrados en su interior. Ahí ya teníamos conciencia política y nos jodía
cantidad la parejita, pero nadie, que yo sepa, elevó jamás una protesta al
rectorado. Quizá era obligatorio que estuvieran ahí, no sé, recordándonos sus
estatus.
Ahora, de profe, en la paz de mi aula, en una esquina
casi escondida para las miradas, tengo dos retratos muy pequeñitos de Azcona y de Berlanga. Es mi manera de exorcizar tanto retrato escolar del facherío. La foto
de Azcona la tengo a la izquierda según miras porque ése es para mí el lugar de
privilegio. Berlanga sin Azcona no era nadie, pero Azcona sin Berlanga seguía
dando lo mejor de sí mismo. Azcona fue un genio, un referente, un influencer de
Logroño. De mayor me gustaría ser como él fue.
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“A mí, las experiencias, sólo me han servido para una
cosa: cuando me ha sucedido algo que me había sucedido antes, la experiencia me
ha servido para acordarme de que ya me había sucedido, pero para nada más”.
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“No me río “de”, me río “con”, porque enseguida
descubro que si me río de algo que le está pasando a alguien, eso mismo me está
pasando a mí y soy tan imbécil que no me doy cuenta”.
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- ¿Tomas notas, a veces?
- No, porque sostengo que lo que se te olvida es
porque no te importa.
Vivir es fácil con los ojos cerrados.
¿Qué fue de Jorge Sanz? III
¿Qué fue de Jorge Sanz? 5 años después
A no ser que te toque la lotería o que te asalte una
enfermedad incapacitante, cinco años no te cambian la vida ni el talante.
Algunos dirán que cinco años son tiempo suficiente para encontrar el amor
verdadero o reconciliarte con Jesús nuestro Señor. Incluso para viajar a la
India y conocerse a uno mismo mirándose en el Ganges. Pero a partir de ciertas
edades los espíritus, como las venas, se esclerotizan y se vuelven inflexibles para el cambio.
Hace cinco años, por ejemplo, yo estaba más o menos
como ahora: el trabajo, el perrete, la cinefilia, el snooker cuando toca y el
fútbol los domingos y fiestas de guardar. Los amigos de siempre y el hijo por
encauzar. Existe el Dia de la Marmota y también el Año de la Marmota.
Eso sí: estos cinco años han teñido de blanco tres
cuartos de mi cabellera, y me han dejado tres puntos de dolor de esos que
crujen al levantarse y ya nunca se recuperan. Son las abolladuras de la vieja
carrocería. Pero por dentro todo está más o menos igual: los órganos y el
madridismo, y la misantropía, y el desencanto continuo con la izquierda. Quizá
me he vuelto un poco más maniático, lo reconozco, pero son las mismas manías de
siempre y además he comprobado que le pasa igual a todo el mundo.
Cinco años tampoco le cambiaron la vida a este Jorge
Sanz que es un poco el Jorge de Schrödinger, medio real y medio ficticio, en
dos estados superpuestos de la existencia. En esta segunda parte de su Quijote
de los Madriles, Jorge sigue en decadencia artística pero en plena forma
sexual, porque las titis nunca le faltan al muy suertudo: unas por famoso,
otras por medio guapo y otras porque vive en un ecosistema muy favorable al
folleteo. Le ponía yo en mi entorno laboral, a ver qué rascaba el muy galán...
La gracia de esta segunda temporada es precisamente
ésa: que nada ha cambiado, ni Jorge Sanz ni la caterva que le rodea. Se les ve
a todos un poco más gordos, eso sí, un poco más dejados, pero con la misma mala
pata de bobos entrañables. Yo soy de los que niega el cambio al estilo de
Parménides y siempre me río mucho con lo invariable.
¿Qué fue de Jorge Sanz?
Aún estoy aquí
🌟🌟🌟🌟
Ahora mismo, en España, ser comunista es una práctica de bajo riesgo para la salud. Al menos no te juegas el pellejo como antes. Como mucho te ganas una burla, o una mirada aviesa. Un insulto que se lleva el viento cuando ventilan el humo del bar. Y si la cosa se pone caliente -que casi nunca se pone, porque yo con los fascistas mantengo la otra hermandad del madridismo- lo más grave que te puede caer es una hostia del revés, o una patada voladora de los Rangers de Texas. Peccata minuta. Sacrificios de chichinabo, si llegaran algún día, por defender la causa obrera que ya ni los mismos obreros quieren defender.
Ser comunista, en los tiempos que corren, puede ser desesperante en las noches electorales, pero en cuanto a la integridad física casi sale gratis y encima hay mujeres que valoran tu compromiso caducado y se acercan a curiosear.
Los comunistas con cojones eran los de antes, los que vivían bajo una dictadura militar, y no bajo esta dictadura de los mercados que de momento no necesita sacar tanques a la calle. Ser comunista con un fusil siguiendo tus movimientos es ser comunista de verdad y lo demás son heroísmos de cafetería. Rubens Paiva, por ejemplo, no se dejó asustar por los milicos. Él llevo hasta las últimas consecuencias la certeza de que todos los derechos laborales conquistados fueron eso, conquistados, arrancados a hostias, o a resistencias numantinas, pero jamás concedidos por los de arriba. Él tuvo el valor y la integridad de seguir peleando en la primera fila de las barricadas, disparando palabras y compromisos.
Me incomoda mucho “Aún estoy aquí” y no es sólo por el dramatismo de la historia: es porque veo a Rubens Paiva -que si no era comunista al menos era izquierdista colorado -y pienso en las cobardías que hubiera perpetrado yo bajo circunstancias parecidas.
El ministro de propaganda
🌟🌟🌟
“El ministro de propaganda” no añade nada a lo que ya sabíamos sobre los nazis. Las intenciones del director son buenas, eso sí: nunca está de más recordarnos quiénes fueron esos sociópatas tan parecidos a los sociópatas contemporáneos. ¿Exagero? No: sólo es cuestión de encontrar el contexto propicio para dar rienda suelta a los instintos asesinos.
Si ves “El ministro de propaganda”, pues kojonuden, y si no, tampoco pasa nada. Se pueden retomar los clásicos del género. Hace unas semanas vi otra vez “El hundimiento” y ya estaba todo allí. Ésa sí que es una película de la hostia. Quizá la definitiva sobre la vesania de los nazis. Había otra que pasó hace años sin pena ni gloria: se titulaba “La solución final" y era una TV movie de HBO. Un disfraz de clase B para un peliculón de categoría A.
Yo venía a "El ministro de propaganda" para que me enseñaran los maquiavelismos secretos del señor Goebbels. La tramoya de su trabajo funcionarial: los procesos mentales, las tácticas guerreras, los trucos para vender el afán criminal de unos tarados como un destino glorioso del pueblo alemán... Pero todo esto se despacha en cuatro brochazos archisabidos. “La gente es imbécil y se cree cualquier cosa”. Pues hombre: hasta ahí llegábamos todos, pero se supone que hay un trabajo previo, unos doctores en psicología, unos expertos en publicidad, unos genios de la estadística... Gente muy lista al servicio del capital. Lo mejor de cada casa y lo más listo de cada promoción. Tecnócratas que instalan el miedo a los judíos o a los rojos según convenga a las empresas que cotizan en la bolsa.
Los fascistas de entonces, como los de ahora, tontos no son. Hay una sabiduría contrastada en su trabajo: escriben discursos medidos, lanzan eslóganes calculados, conocen la repercusión última de sus provocaciones agresivas. ¿Alguien se piensa que Díaz Ayuso es realmente tonta del bote? Y si lo fuera -que lleva muchas papeletas-, ¿no les picaría la curiosidad por conocer la estructura goebbelsiana que la sostiene por detrás?
Palm Springs
🌟🌟🌟🌟
Los bucles temporales también se producen en el mundo real. Parecen una cosa de las películas americanas, de “Palm Springs” o de “Atrapado en el tiempo”, pero a este lado de la pantalla también se confabula la física cuántica para producir retornos eternos. Recorridos de Escher, o ruedas de hámster. Los umpa-lumpas del abuelo Bohr a veces levantan paredes invisibles en las que rebotas una y otra vez para regresar al mismo despertar.
Yo vivo en La Pedanía, no en Palm Springs, pero también me levanto por las mañanas en el mismo lado de la cama y voy calcando uno a uno los pasos del día anterior, y del otro, y del otro...: la ducha, el café, la modorra, las noticias del día en el móvil -que son otro ejemplo de bucle temporal. Y Eddie, bajo la mesa, meneando la colita... Y todo así: el trabajo y los placeres, los tropiezos y las glorias, hasta que llega la noche y me voy a la cama con el mismo quejido de huesos ya predoloridos, ya casi prejubilados.
Incluso dormido me reitero por enésima vez, soñando con los mismos fantasmas que nunca me dejan en paz: el de los ojos lunáticos, y el del tatuaje en la espalda, y el amigo que fue y ya no es... Los autobuses perdidos y la torre Eiffel que nunca aparece. Porque en el inconsciente -lo olvidaba- también se producen bucles temporales que esperan agazapados bajo la almohada.
Podría ser peor, desde luego. El dolor y la tragedia amenazan pero no golpean. Mi bucle diario es aburrido pero confortable. Un ver pasar las nubes tirado en la pradera. Por un lado ansío el cambio y por otro lo temo como al diablo. Al rescate de este bucle podría llegar la salvación eterna, sí, pero también la condena definitiva. Quién sabe. Cuando llegue el aburrimiento total o la desesperación intolerable sabré si soy un cobarde que se arruga o un valiente que salta al vacío.
Hoy, mientras tanto, dan snooker en la tele. Es un torneo diferente al de la semana pasada. Aquí el atrapado en el tiempo soy sólo yo, no el mundo que gira alrededor.
Nosferatu
🌟🌟🌟🌟
La masturbación y el sexo fuera del matrimonio son pecados nauseabundos a ojos de la Iglesia. Incluso dentro del matrimonio es aconsejable tener mucho ojito con la concupiscencia. No todo vale ni es agradable a los ojos del Niño Jesús, que siempre está mirando cuando dos cuerpos se entrelazan. Jodido niño...
Ahora que las ciencias adelantan que es una barbaridad, los curas, cuando llega el momento de la maculada concepción. aconsejan colocarse en las partes pudendas un orgasmómetro que distinga el placer procedente del amor del placer procedente del egoísmo, pues ambos se confunden en el torbellino sexual y precipitan cristales muy dañinos para el alma.
Los curas llevan soltando estas zarandajas desde los tiempos de san Pedro Quintales y no parece que Prevost I vaya a cambiar el sonsonete. Veremos un papa comunista antes que un papa despendolado. La inquisición del placer es como una manía de neurasténicos, o de sepulcros blanqueados. En cualquier caso, un atentado contra la humanidad.
Este reboot de Nosferatu -llamado sin más imaginaciones “Nosferatu”- es en esto del sexo una película muy devota y recomendable para el espíritu. De terror sí, y con alguna teta descamisada, y por tanto no proyectable en las parroquias, pero sí muy grata a los ojos de los catequistas. Si algo queda claro en “Nosferatu” es que el sexo fuera del dogma es un reclamo para el diablo. El conde Orlock vivía tan tranquilo en su castillo hasta que la niña Ellen empezó a masturbarse y estableció con él una conexión que escaló las montañas y traspasó las fronteras. Ni siquiera casada como Dios manda ha podido renunciar a ese llamado del pecado. Esas cosas -están hartos de repetirlo- no les pasan a las niñas buenas.
La época victoriana, aunque inspirada en la mojigatería de los anglicanos, siempre ha sido un referente cultural para los otros intérpretes de Cristo: los católicos, y los ortodoxos, y los luteranos de la Europa civilizada, que siempre son los encargados de enfrentarse a Nosferatu cada vez que a alguien se le ocurre resucitar al personaje. Y todo ese trabajo por no querer pagar los derechos de la obra de Bram Stoker.
Tiempo de victoria: La disnastía de Los Lakers. Temporada 1
🌟🌟🌟🌟
Cuando en 7º de EGB llegó la fiebre del baloncesto a nuestro colegio, yo me hice de Los Ángeles Lakers sin haber visto jamás uno de sus partidos. La culpa la tuvo un enterado que conocía el percal de la NBA –no sé cómo, en aquella época sin partidos televisados- que aseguraba que mi gancho de derecha le recordaba al “skyhook” de Kareem Abdul-Jabbar. Fue así, sin conocer de nada al bueno de Kareem, como sentí una conexión instantánea con él, casi una comunión mística entre el caballero Jedi y su padawan aplicado al otro lado del mar.
Un año después, el hermano Pedro, alias HP, que era nuestro “coach” en la selección escolar y además un fascista de mucho cuidado, me afeó que yo emulase a un tipo que había abjurado del cristianismo para pasarse a las huestes de los sarracenos:
- Usted, señor Rodríguez, siempre se deja seducir por los malos ejemplos -me decía HP refiriéndose al baloncesto y también a más cosas del ámbito político o literario.
Sus palabras, por supuesto, reforzaron mi idolatría por Kareem y mi querencia por Los Ángeles Lakers, que en realidad eran dos devociones más platónicas que otra cosa. Una fe sin hechos, sin pruebas tangibles, que se sostenía únicamente en los flashes televisivos y en las fotos a todo color que publicaba la revista “Gigantes”. Kareem, en sus páginas, reinaba sobre todos los demás pívots de la NBA con su gancho inalcanzable y yo sentía que algún día podría tocar el cielo como él.
Tuvimos que esperar hasta 1988 para empezar a ver partidos completos de la NBA en TVE, con aquellos comentarios tan estimulantes de Ramón Trecet, el musicólogo de la radio. Fue entonces cuando descubrí -para apuntalar mi devoción por los Lakers y hacerla ya inquebrantable- que las cheerleaders del Forum de Inglewood eran las bailarinas más guapas y sexys de la civilización occidental: un ejército de chavalas que no conocían el defecto físico ni el error en la coordinación. Un coro de ángeles al que años después quisieron deportar al Cielo para salvar nuestras almas de pecadores.
John Wick
🌟🌟🌟
Mi perrito Eddie vive ajeno a los mundos de la tele. A veces se queda con el morro orientado a la pantalla como si algún estímulo le llamara la atención -los brillos de la hierba, o los actores que se mueven- pero yo creo, más bien, porque al mismo tiempo eriza las orejas y pone el rabo a trabajar, que está más atento a la ventana que hay justo detrás del aparato, allí por donde a veces, a pesar del doble cristal, se filtran maullidos de gatos y estruendos de vendavales.
En ocasiones, a través de mis auriculares, se filtran ladridos de perros que aparecen en las ficciones, y entonces Eddie pega un respingo y se queda mirando no hacia el televisor, claro, pero tampoco hacia mis orejas, sino a un lugar intermedio que su pequeño cerebro, confundido entre la presencia del sonido pero la ausencia del olor, trata de escudriñar por si apareciera un tercer habitante en el salón.
La indiferencia de Eddie hacia la tele tiene, por supuesto, una explicación científica basada en el ramaje evolutivo, pero yo prefiero pensar que lo suyo es un desdén que surge de su propia voluntad: un desprecio de hippy que preferiría vivir en una cabaña de las montañas junto a un hombre de verdad parecido a Jeremiah Johnson.
Otras veces, como ayer por la noche, me gusta pensar que Eddie se pone en huelga de ojos porque ya está cansado de que todos los perros que aparecen en las películas sean carne de cañón y recurso facilón de guionistas carniceros. ¿Para qué empatizar con un amiguete al que tarde o temprano van a apalear los gamberros, envenenar las ex amantes o atropellar los borrachuzos? No le merece la pena y yo le entiendo perfectamente.
La noche pasada, por ejemplo, cuando apareció este perrete tan salado de “John Wick”, Eddie se dio media vuelta y ofreció su culo despreciativo a los guionistas previsibles. Yo tuve que haber hecho lo mismo -por lo del perrete, y por todo lo demás- pero me quedé paralizado e idiotizado al mismo tiempo. El ramaje evolutivo también explica esta fascinación por las ensaladas de tiros y de hostiazos, pero prefiero no indagar demasiado en la psique profunda y salvaje de los humanos.