Una batalla tras otra

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Este año, me temo, tampoco haremos la revolución.  La revolución ha quedado aplazada sine die. Yo confiaba mucho en el año 2017, por aquello del centenario, pero habrá que esperar a un bicentenario que yo ya no veré. “A ver si alguien se anima”, me decía yo entonces. Tampoco hace falta que tomemos Manhattan en primer lugar, como cantaba Leonard Cohen. Con un palacio estratégico de Madrid nos vale. Y a partir de ahí, lanzarnos a soñar. Todo el poder para el soviet. 

Pero pasó el año 2017 y nadie recibió una instrucción del comisario de Moscú. De hecho, no sabemos nada de él desde el año 1989. O le han pegado un tiro o se ha sumado a la francachela de Vladimir. 

Las cosas están más o menos como estaban. O incluso peor. Los medios de producción están en manos de los mismos y las fuerzas del orden siguen dando hostias a mansalva. Los ejércitos no están con nosotros y el soviet ha pasado de ser un concepto histórico a una utopía de camaradas. En caso de ponernos burros, ¿qué armas podríamos oponer a las suyas? ¿Un cóctel molotov? ¿Un tirachinas? ¿La escopeta del abuelo? Estos anarquistas de la película al menos viven en Estados Unidos y disponen de armas de fuego que pueden comprar en las tiendas de juguetes. Y aun así, su esfuerzo es bastante tonto y baldío. Suicida. Contraproducente incluso. Menuda imagen que dan de psicópatas y de colgados... La revolución se hace a lo grande o no se hace. Y organizada, coño, dirigida desde arriba. Todo esto, sin el camarada Lenin, es una chapuza lamentable.

Nos quedan las urnas, sí, pero las urnas están diseñadas precisamente para impedir la revolución. Se trata de elegir entre Guatemala y Guatepeor. Si algún día nos diera por votar una propuesta revolucionaria de verdad, ellos sacarían los tanques a la calle o le pegarían un tiro al presidente. Estas cosas no las inventa mi paranoia: ya han sucedido de verdad. Así que está todo perdido. Cautivos y desarmados los ejércitos rojos y las facciones clandestinas, ya solo nos queda pelear por las migajas: un porcentaje, una regulación, una ayudita... Una batalla tras otra.






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Materialistas

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Al principio pensé que "Materialistas" era una película sobre el materialismo dialéctico, ése que enseñaba mi abuelo Karl en sus exilios por Europa. Pero me equivoqué. Ya me parecía raro que Dakota Johnson y Chris Evans participaran en una película de tal calado filosófico... Y revolucionario. Ya nadie habla del materialismo dialéctico desde que cayó el muro de Berlín y así nos luce el pelo a los desheredados. 

“Materialistas” tampoco profundiza en esa sabiduría ancestral que el doctor Severo Ochoa redujo en un axioma inolvidable del pop&rock: somos física y química. Y lo demás, la metafísica y el espíritu, fenómenos emergentes de las neuronas. Porque está el materialismo de mi abuelo Marx y el materialismo más antiguo que predicaba Demócrito de Abdera, y que yo también aplaudía bajo el pupitre y a espaldas de los curas.

No. “Materialistas” habla de la tercera acepción del materialismo, que es el afán por el dinero y de la subordinación a su reinado de todo lo demás. Del amor incluso. “Materialistas”, a su modo, está hablando de prostitución. Porque hay muchas prostituciones y no solo la del bar de carretera, o la de la escort en internet. Cuando una mujer como Dakota Johnson decide que ya sólo se casará con un hombre rico para dar carpetazo a su vida romántica, también se está prostituyendo. Y está bien que así sea. Nada que objetar. Si nadie engaña a nadie, miel sobre hojuelas. Sexo a cambio de bienestar: es una transacción tan vieja como el mundo. 

La gran pregunta es cuánta belleza tiene que irradiar un hombre para que una materialista de pro como Dakota Johnson se olvide de la pasta. La belleza de Chris Evans es al parecer deslumbrante y suficiente. Hay tipos con suerte, desde luego... De la otra belleza, la belleza interior, esa que las mujeres dicen valorar por encima de la física porque lo importante es el intelecto y el sentido del humor, no hay ni rastro en la película. Y también esta bien que así sea. Vamos a dejarnos ya de gilipolleces. 




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La mamá y la puta

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A pesar de lo que dice el título, aquí no salen ni putas ni mamás. Sólo amantes contrariadas. Aun así, hay exégetas que aseguran reconocer en un par de mujeres el arquetipo de la madre y el arquetipo de la puta. Arquetipo...: hay palabras que las lees en internet y te pones a temblar. Sobre todo si aparecen en la crítica de una película francesa. Yo creo que el cine francés está sobreinterpretado desde los tiempos de Perpignan. Es la creencia boba de que ellos poseen una interpretación única de las relaciones personales, cuando luego, en realidad, como en cualquier cinematografía que se precie, el cine francés casi siempre trata de una cosa tan básica como el follar. 

“La mamá y la puta” va de hombres y mujeres que se lo pasan en grande follando mientras esperan que de algún polvo alcoholizado nazca por fin el amor verdadero. Es la vida misma de los jóvenes en París, y más de aquellos parisinos desinhibidos tras el mayo del fracaso. La vida misma de los jóvenes sanos y equilibrados en cualquier país civilizado. Un afán tan noble como universal, y tan poco propicio para las sutilezas literarias.

Se pongan como se pongan los refinados, en “La mamá y la puta” ni aparecen las madres de los protagonistas ni hay mujeres que se acuesten con Alexandre por su dinero. Al contrario: Alexandre es un bohemio que se aprovecha de ellas, un vividor que se presenta en las cafeterías -y qué cafeterías, además, las más lujosas del Boulevard de Saint-Germain- con los bolsillos colgando por afuera. A Alexandre le gustaría escribir, publicar, recibir premios y agasajos... Pero se queda en eso: en que le gustaría. Acude a las cafeterías armado con una libreta y un boli solo para disimular que lo suyo es tirar la caña y probar suerte en el amor. 

Alexandre es un gorrón y un picaflor infatigable que lo tiene todo para ser rechazado por cualquier mujer sofisticada: es medio facha, petulante, gorrón, infiel por naturaleza... Pero es la mar de guapo y folla como un campeón en la materia. “La mamá y la puta” es la enésima confirmación de que en el amor primero viene la belleza y luego aparecen las preguntas.




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Nathan for you. Temporada 2

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Decía La Rochefoucauld, en una de sus máximas, que los defectos son más perdonables que los medios que usamos para disimularlos. No la llevo memorizada pero es más o menos así. En caso de necesitarla la tengo doblemente subrayada en ese libro imprescindible. 

Deberían, no sé, enseñarla en las escuelas. En las de filosofía y en las normales. Ponerla sobre los encerados o bien visible en los vestíbulos. Debería ser un mantra fundamental para la autoayuda: si tienes un defecto, tira p’alante con tu defecto y no mires atrás. Sé que es difícil y tal, pero tú puedes. Sé tú. Porque todo eso que haces para disfrazarlo es mucho peor y además vas haciendo el ridículo por ahí. El remedio, en estas cosas, casi siempre es peor que la enfermedad. 

Me acordé de la máxima de La Rochefoucauld mientras veía la segunda temporada de “Nathan for you”, que es una serie de la tele casi clandestina, como maldita o proscrita por las autoridades. Son malos tiempos para parodiar el capitalismo... Se supone que Nathan es un emprendedor especializado en salvar negocios que no funcionan o que tienen un amplio margen de mejora; pero luego, en aras de la comedia, todos los profesionales que le contratan terminan peor de lo que estaban, endeudados hasta las cejas y con la trapa del negocio a punto de caer. 

Nathan es el anti-rey Midas que todo lo que toca lo devalúa. Jamás propone una solución lúcida y simple: lo suyo es aplicar una capa de enredo tras otro, generando nuevos problemas que necesitan nuevas soluciones... Es una espiral muy tonta y sin final. Es la vía muerta y catastrófica del disimulo, como advertía La Rochefoucauld. El puro descojono. 





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La suerte: Una serie de casualidades

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En los países civilizados, más allá de los Pirineos, los torturadores de animales no andan sueltos por la calle. O sí, pero después de cumplir una condena. Y por descontando: nadie les llama “maestro”. ¿Maestro de qué? ¿Del dolor y de la muerte? ¿Del olor a sangre y a mierda, y a miedo? Menudo tronío. Menudo arte. ¡Que viva la Virgen!, y los cojones, la españolía y la idiosincrasia.

Y sin embargo, aquí, en el África europea, en el Mercado Común del dinero pero no de la modernidad, los toreros todavía gozan del aplauso de la chusma y del respeto de la cultura. Es la tradición y tal, te dicen. Nuestra cultura... Será la tuya, cacho cabrón. La mía no, desde luego, y cada día la de menos gente. Pero aún son demasiados, los que aplauden la tortura o la toleran, o la blanquean dándole la mano al que la lleva ensangrentada. Entre ellos los diputados del Partido Ex socialista y Ex obrero. ¿Harían lo mismo si el fulano viniera de atravesar perros con una espada? Quizá también, quién sabe... El mundo subpirenaico está lleno de homínidos que todavía habitan en las cavernas.

La serie -que, por cierto, está muy bien hecha y tiene a un Oscar Jaenada en estado de gracia-  gira en torno a la amistad improbable entre un opositor a la tauromaquia y un torero reconcentrado. Me parece muy bien. Queda muy humano; humanístico incluso. Humanérrimo. Las dos Españas reconciliadas... Casi se me saltan las lágrimas de la emoción. Es broma. Que se vayan a tomar por el culo.   Yo no podría ser amigo de un torturador. Jamás. Ni conocido siquiera. Me extirparía las neuronas para borrarlo de mi recuerdo. No podría ni mirarle a la cara. Me daría vergüenza que me vieran a su lado en una cafetería, aunque fuera por casualidad. Así que imagínate tener que llevarle en taxi a la plaza, o coleguear después de la faena, en el cóctel con las folclóricas.





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Poquita fe. Temporada 2

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Dice Juan José Millás que no se envejece gradualmente, sino por escalones. Y tiene razón: un día estás más o menos presentable y al siguiente, porque te tocaba bajar el escalón, has envejecido varios años de sopetón. En esa noche de Valpurgis se te ha arrugado el entrecejo y se ha expandido la superficie de tu frente. Un vértebra que antes no crujía ahora hace un ruido extraño al levantarte. Te notas un poco más cansado, un poco más resfriado, un poco más hasta los cojones de la gente... Crees que es algo pasajero pero ya no tiene solución. Los escalones, por las leyes de la termodinámica, sólo permiten descender. Has envejecido.

Es por eso, dice Millás, que saludas a los conocidos por la calle y te dices: “Joder el tío, o la tía, está igual que siempre, no sé cómo lo hace... ”, hasta que otro día te los vuelves a cruzar y es como si les hubieran caído cinco años a traición. 

Eso mismo es lo que me ha pasado con varios personajes de “Poquita fe”: que hacía dos años que no los veía y de pronto me han parecido avejentados y arrugados. Golpeados por la vida y maltratados por la entropía. Se ve que en algún momento de este paréntesis les tocaba envejecer. En sus rostros no han transcurrido dos años, sino cinco, o incluso más. El tiempo no respeta ni a los famosos. Ni a los personajes de ficción. Yo mismo acabo de bajar un escalón y sé muy bien de lo que hablo. Me miro en las fotografías de hace dos años y no termino de reconocerme. Justo cuando ya me recuperaba del mal de amor empezaron a fallarme los cromosomas...

Viendo la segunda temporada de “Poquita fe” me dio por pensar en la corrupción de la carne y no me he reído tanto como planeaba. La serie me hace gracia pero no me arranca la carcajada. Lo mío es el humor salvaje, ofensivo, el que corta cabezas y no conoce ni a su padre. “Poquita fe” es humor ingenioso pero inocuo. Bajo en calorías, apacible y tontorrón.





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Muertos S. L. Temporada 3

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A veces, supongo que comotodo el mundo, imagino cómo será mi funeral allá en el tanatorio. Jamás en la iglesia, porque es justamente en las iglesias donde vive el Maligno. Yo las tiraría todas por dentro para hacer salones de billar... Si tengo tiempo dejaré instrucciones para que nadie acerque mi cadáver a semejante negociado. Y si no, tampoco creo que sea necesario: los pocos allegados que me queden ya sabrán de mi repelús por Jesús, como rimaba Javier Krahe. 

Pero nunca se sabe: sé de un ateo fallecido en La Pedanía al que luego su familia traicionó con un funeral religioso. Es una putada de la que no te enteras, y además sin venganza posible, pero no deja de ser una putada.

El mío, desde luego, no iba a ser un velatorio muy concurrido. Amigos pocos; primos ninguno; una ex amante como mucho e hijos, que yo sepa, sólo uno reconocible. Los empleados de Funeraria Torregrosa no iban a recibir peticiones extrañas ni dolientes exagerados. Se limitarían a cumplir con cuatro burocracias imprescindibles, con cuatro acompañantes muy bien educados, y el resto del tiempo se lo pasarían enredando con sus cuchipandas habituales.

Cuando se muere un vecino de La Pedanía, en cambio, acuden cientos de personas al tanatorio. Son la gente de aquí, la de toda la vida, que se presentan por afecto verdadero o por no verse señalados en la ausencia. En la España Profunda aun rigen esos códigos de etiqueta. Pero yo no soy de La Pedanía, ni me relaciono gran cosa con los lugareños. Muchos ni siquiera se enterarían de que yo falto por el vecindario. 

Luego me doy cuenta de que quizá todo esto suceda en León y no en La Pedanía. No sé cómo lo gestionaría mi familia ni el seguro contratado. Pero sería bonito, lo de León: cerrar el círculo geográfico del nacimiento y de la muerte. Que regrese al polvo leonés lo que del polvo leonés emergió. Le daré verde a los cipreses y amarillo a las lecheras. Al menos en León las llamamos así: lecheras, a esas flores amarillas que cuando las cortas es como si manaran caucho pegajoso.




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